Lo que Dios le ha confiado a la Iglesia.

Gino Iafrancesco

La palabra clave de lo que estuvimos mirando en la revista anterior es la palabra «administración». Ahora, Dios mediante, vamos a pasar a un segundo concepto, relacionado también con el de administración, el depósito.

Administración es el arreglo administrativo de Dios, para que lo que es él y de él, circule, y produzca el efecto que Dios quiere producir. Ahora, relacionado con esa administración, debemos tener conciencia del depósito. A la iglesia le ha sido encomendado en las manos, en el corazón, en el espíritu, si queremos decir, en el vientre, un depósito.

Ahora, este depósito tiene varios aspectos. Entonces, abramos la Biblia en la segunda epístola de Pablo a Timoteo, que podríamos llamar como el testamento del apóstol Pablo antes de morir. Y justamente por eso, por ser como una especie de testamento, tiene esa configuración de encargo, de encomienda.

Algo precioso que vino del cielo para quedarse en la tierra y producir fruto para Dios, ha sido encomendado a los santos de parte de Dios el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Entonces, la iglesia debe tomar conciencia de que ella es un vaso depositario de un contenido riquísimo.

Dos aspectos del depósito

Y es un contenido que, antes de entrar en detalle, vamos a ver de manera global en dos aspectos principales: un contenido interior, un contenido dinámico, que podemos llamar espiritual. Ese contenido interior es una esencia que el Señor convierte y distribuye como una fragancia; es una realidad espiritual. Lógicamente que es más que palabras; pero, como dice la Escritura, es algo que también hablamos.

Entonces, vamos a tomar conciencia de esos dos aspectos. Primero, el depósito, el paquete celestial que el Señor puso en manos y en el espíritu de la iglesia, como realidades espirituales, y también su administración hablada, el ministerio de la Palabra, de lo que el Señor nos dio.

Podríamos relacionar el aspecto de la Palabra con la ortodoxia de la verdad. Lógicamente, no vamos a hablar sólo de la ortodoxia de la verdad, sino también de la verdad de la ortodoxia, que es su contenido, su espíritu. Entonces, esos dos aspectos, en el capítulo 1 de la 2ª epístola de Pablo a Timoteo, aparecen claramente en los versos 13 y 14. Veamos cómo el Espíritu del Señor movía al apóstol Pablo en este depósito y en estos dos aspectos del depósito.

El aspecto exterior también es de parte de Dios, porque el Señor no sólo se encargó del vino, sino también del odre. El Señor hace corresponder el vino con el odre y el odre con el vino. Para cuidar el vino, él se ocupó también del odre, porque vino nuevo en odre viejo se echa a perder; se echa a perder el odre y el vino se derrama y se pierde. De manera que el Señor, que aprecia el vino, nos da el odre. Claro que un odre sin vino sería una tragedia, pero el Señor se encarga de las dos cosas.

A veces, nosotros hemos sido demasiado quisquillosos y dedicados meramente al odre, y nos falta lo principal, que es el propio Señor, que es el propio vino. Pero el Señor se encargó de las dos cosas, de lo de adentro y de lo de afuera, porque él es el Señor de todo.

«Retén…». El verbo que utiliza aquí es «retener». En el siguiente capítulo es «guardar». O sea, es una riqueza que fue confiada a la iglesia para ser retenida y para ser guardada. Por eso, en otros contextos de esta misma carta y de la carta anterior, el apóstol habla de guardar, habla de encomienda.

Por ejemplo, al final del capítulo 6 de 1ª a Timoteo, en el verso 20, dice: «Timoteo, guarda…». Hay un contenido. El Señor Jesús también habla como Pablo; le dice a la iglesia: «Acuérdate de lo que has recibido, y guárdalo», y le advierte a la iglesia en Sardis que algunas de las cosas que vinieron del cielo, lo que fue confiado a la iglesia, algunas cosas se fueron perdiendo; esas realidades y su expresión se fueron perdiendo en la iglesia. Entonces el Señor dice: «…no he hallado tus obras perfectas».

Las obras de la iglesia en Sardis ya no eran perfectas, porque había perdido algo de lo que le había sido confiado. La iglesia debe tener un claro conocimiento espiritual, una clara conciencia de que algo específico, definido y completo le ha sido confiado desde el principio al colegio de los apóstoles, para que de allí pasara a los ancianos y a las iglesias. Y que, aunque el diablo ha procurado apartar de ese depósito a la iglesia, el Espíritu Santo ha velado incluso para restaurar y recuperar la plenitud del contenido, y creemos que el Espíritu Santo continúa en esa vigilancia, porque una de sus tareas es conducir a la iglesia a toda verdad.

Entonces, Pablo dice: «Timoteo, guarda lo que se te ha encomendado…». Es una encomienda, un paquete espiritual, algo definido, algo claro, de lo cual ellos, los primeros depositarios, tenían clara conciencia, y velaban espiritualmente sobre ello. Y esa misma conciencia debemos tener nosotros. A veces no tenemos conciencia del depósito; a veces tenemos gusto por algunas de las cosas espirituales, de las cosas cristianas, de las cosas bíblicas; nos interesan, y estamos con ellas, las rumiamos, y otras descuidamos; pero justamente en lo que descuidamos es donde se hace el agujero, y por ahí se cuela Satanás.

Por eso necesitamos tener conciencia de ser juntos un vaso colectivo, a quien se le confió algo inmenso y rico, que todos debemos conservar. Y no sólo conservar, sino, dice Pablo que esa palabra de Dios, que es completa, tiene el poder de sobreedificar en la gracia de Dios. O sea, la propia palabra de Dios se va enriqueciendo; a medida que la disfruta el pueblo de Dios, la Palabra va quedando cada vez más preciosa. Ella es la misma de siempre, pero para nosotros es cada vez más preciosa; cada vez la vemos mejor, cada vez la comprendemos mejor, podemos relacionar una parte con otra de una manera mejor, porque toda ella a la vez nos esconde y a la vez nos revela a nuestro Señor.

Al principio, parece que él está escondido en la Palabra, y al principio ni siquiera relacionamos la Palabra con Cristo, y en algunas porciones de la Palabra no vemos todavía nada del Señor, pero con el tiempo lo que es propio de él va apareciendo en todos los aspectos de la Palabra. Y todos están relacionados en una cosmovisión, una visión completa que va de eternidad a eternidad, y que nos presenta a nuestro Dios, la belleza de nuestro Dios y Cristo, la belleza de su Espíritu, y por lo tanto la belleza que la iglesia hereda, que la iglesia va cada vez más adquiriendo en la medida que disfruta del Señor, y la palabra del Señor produce fruto, germina, en la vida de la iglesia.

Entonces, volviendo a 2ª Timoteo, vemos estos dos aspectos: el aspecto de la ortodoxia de la verdad, y el de la verdad o realidad espiritual de la ortodoxia. Los dos, íntimamente imbricados, uno en el 13 y otro en el 14.

«Retén la forma de las sanas palabras que de mí oíste, en la fe y amor que es en Cristo Jesús» (2ª Tim. 1:13). En esa frase se manifiesta el cuidado del Espíritu respecto de la ortodoxia de la verdad – la forma de las sanas palabras. Hay unas palabras, que fueron inspiradas por el Espíritu, que transmiten la verdad, y esas palabras es lo que estamos llamando la ortodoxia, que podríamos identificar con el Nuevo Testamento como cumplimiento o realización del Antiguo Testamento.

Podríamos decir que la Biblia es el contenido de la ortodoxia, pero lógicamente no es sólo una ortodoxia seca, meramente doctrinal, intelectual y externa, aunque también lo implica. Dios hizo al ser humano completo; cada parte del ser humano tiene su función, y cada función tiene que estar integrada, sujeta a la cabeza que es Cristo. Así que la doctrina tiene también que sujetarse a Cristo. Los asuntos doctrinales, teológicos, ideológicos, también deben expresar a Cristo. Ese es un aspecto de lo que Dios creó en el hombre, y debe someterse a Cristo.

Pero antes de terminar el verso 13, ya empieza a hacer tránsito hacia el contenido interior. Empieza a decir que esa forma de las sanas palabras, de donde viene esa expresión que también es paulina, sana doctrina, comienza a mostrar que no es algo meramente exterior, no sólo una corrección doctrinal, no sólo una teología correcta. Pablo dice que esas palabras son «en la fe y amor que es en Cristo Jesús». Cristo Jesús es la realidad de la fe y la realidad del amor. Pablo decía: «La vida que ahora vivo, la vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí». Y ni siquiera dice la fe en el Hijo, sino la fe del propio Hijo.

Pablo habla de la fe del Hijo. O sea, que esas palabras son palabras en la fe, muy diferentes a las palabras simples, a repeticiones de loritos. Los loritos también dicen palabras; ellos podrían aprenderse el credo de Nicea y repetirlo de memoria. Pero no es sólo esa la corrección que el Señor espera, la vigilancia que él espera de su iglesia en cuanto al depósito. Los santos no somos loritos, sino hijos e hijas de Dios, nacidos de misterio, por un elemento celestial que descendió del cielo y que llena las palabras y el testimonio de la iglesia, y que es lo que precisan las personas que han de recibir el testimonio.

Las personas necesitan ser tocadas por el Espíritu de la Palabra. Nosotros también necesitamos la realidad de la Palabra, y ese es el trabajo del Espíritu Santo – darle sustantividad, realidad, a la Palabra, y pasar esa realidad a nosotros a través de la fe, pues estas palabras son realidad en la fe y en el amor.

Gracias a Dios que en Cristo existe la fe y existe el amor, y las palabras del Señor nunca están separadas de la fe. Por eso Pablo decía que él, primero, antes de hablar, tuvo que creer. Dice: Creí que las promesas de Dios son verdaderas, creí que lo que Dios dice es verdad. Creo que el Señor es fiel a su Palabra; creo que su Espíritu Santo está ahí, para sustantivar, para sustentar las promesas de Dios con fidelidad, y realizar lo que sólo él puede realizar.

Pero Pablo creía; por eso, él dijo: «Creí, por lo cual hablé». Entonces, las palabras, la forma de las sanas palabras, la sana doctrina de Cristo y de los apóstoles, no es sólo una ortodoxia. Ellas son en la fe y son en el amor, y la fe y el amor también son en Cristo, y son un regalo. Gracias a Dios, que Dios nos libró de la necedad de tener que imitar la fe o imitar el amor. Dios sabe que nosotros, en nosotros mismos, ni fe ni amor tenemos; pero él se encargó de darnos fe, un don de Dios, y derramar el amor por el Espíritu. Eso es un trabajo primero de Dios el Padre, del Hijo y del Espíritu Santo: darnos la fe y derramar su Espíritu de amor. Y eso, lo hace Dios.

Gracias a Dios, porque nosotros ya nos topamos con Dios. Ya Dios nos alcanzó, ya nos tocó, ya lo celestial entró en nuestro espíritu, y ahora estamos conociendo una realidad por la fe, una realidad espiritual que trasciende lo que ven nuestros ojos y oyen nuestros oídos, porque estamos delante del Señor, creyéndole su palabra. No estamos delante de hombres, ni estamos considerando la Biblia como palabra meramente de hombres.

Las palabras del Señor Jesús son el hablar de Dios; las palabras de los apóstoles no son de hombres, son la misma administración que viene del cielo, del Padre por el Hijo y ahora por el Espíritu, a través de los apóstoles, a través del Nuevo Testamento. Esas palabras nos han tocado. Al principio, ni entendíamos lo que leíamos, pero poco a poco empezamos a entender. Y ahí entró la nueva vida en nuestro ser, en nuestro vientre espiritual, y ese niño comenzó a formarse en el vientre de la iglesia. Cristo comenzó a crecer en la mujer que tiene dolores de parto. Pero Cristo ya se está formando en ella, y esas son cosas de fe, de fe y de amor.

«Retén…». Pablo no dice retener solamente la fe, sino incluso «la forma de las sanas palabras … en la fe y amor que es en Cristo Jesús». Hay que retener no sólo las sanas palabras, sino la fe y el amor de esas palabras, porque las palabras de Dios son en fe y son en amor. Y así hay que retenerlas, y son parte del depósito. Así que en la última frase del verso 13, ya nos trasladamos a la realidad interior; de la forma de las sanas palabras, descubrimos que esas sanas palabras son en la fe, son en el amor, y la fe y el amor son en Cristo.

Entonces, Pablo repite de nuevo, como es el estilo hebraico de repetir cosas, una frase y luego otra, y pasa al verso 14 ya completamente adentro, detrás del velo. Dice: «Guarda…», que es como el «Retén…». «Guarda el buen depósito». Y ahora nos dice cuál es el secreto para poder guardar, para retener la frescura de la palabra de Dios. Porque a veces nosotros en la mera ortodoxia exterior hacemos la del lorito, nos aprendemos el credo correcto, pero desvinculado de la fe y del amor, desvinculado de la dependencia del Señor. Nos trasladamos del Señor otra vez a nosotros mismos. Ya nos sabemos las cosas, entonces las repetimos sin dependencia del Señor, sin atenderlo a él en el espíritu, sin volvernos en el espíritu a él.

Pero Pablo dice: «Guarda el buen depósito por el Espíritu Santo, que mora en nosotros». Ya ese es un hecho – el Espíritu Santo ya mora en nosotros, y él no está ocioso, y una de sus funciones es ayudarnos a guardar el buen depósito, hacer permanecer la palabra del Señor fresca.

El Espíritu Santo, y sólo el propio Espíritu Santo es la frescura de la palabra de Dios. Por eso, siempre tenemos que salir de nosotros, volvernos al Señor y solicitar su toque, para que él, en su fidelidad, nos renueve de nuevo la frescura del Espíritu. El hermano Orville Swindoll hace muchos años en Buenos Aires compartió un mensaje que él tituló «Hacia una renovación constante», justamente enfatizando este secreto.

¿Cuál era el secreto de una renovación constante? La vida religiosa a veces entra en una inercia, y nos acostumbramos a hacer las cosas sin depender del Señor. Hasta la propia oración puede volverse algo rutinario, algo apenas de postura; es como si fuese un deber que, como cristianos, debemos obedecer. Entonces, hay que orar, hay que leer la Biblia, hay que predicar, y vamos haciendo muchas cosas por rutina o por inercia. Y así las cosas se van muriendo, porque la realidad de las cosas es el Espíritu, y el Espíritu mora en nosotros.

Y es una gran necedad nuestra que, teniendo el Espíritu Santo morando en nosotros, nosotros no acudimos al Espíritu Santo, no nos volvemos hacia él, no le tocamos la puerta y le decimos: ‘Señor, no quiero dar un paso si no estás conmigo’. Como Moisés decía: «Señor, si tú no has de ir con nosotros, no nos saques de aquí, déjanos aquí tranquilos. ¿Qué vamos a hacer nosotros allá. Si no has de ir con nosotros, no nos saques de aquí».

Pero el Señor prometió ir con nosotros, prometió estar con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo, y la fidelidad de él no depende de nuestra excelencia, porque nadie es excelente, sino sólo el Señor. Nosotros somos débiles, personas malas, totalmente corruptas, capaces de cualquier barbaridad, y por eso mismo tenemos que estarnos volviendo al Señor. ‘Señor, no me dejes suelto como un perro rabioso, porque qué daño voy a hacer en tu viña. ¡Ten misericordia, Señor, guárdame! Mantenme tú crucificado, porque yo mismo no me siento crucificado si no es por el poder de tu cruz’.

De ahí, necesitamos que el Señor, constantemente, nos esté reteniendo en la cruz y a la vez nos esté ayudando. Y él está completamente gustoso de hacer esto, porque eso es lo que él quiere hacer, es lo que él es capaz de hacer, y él desea poder hacerlo. Entonces, es por medio del Espíritu Santo que guardamos el buen depósito.

El buen depósito se refiere al dispensarse de Dios, la administración del propio Dios. Hay la administración de Dios, de la multiforme gracia de Dios, de los misterios de Dios; pero en esa administración tiene que estar Dios, tiene que estar el Espíritu. Esa es la diferencia fundamental entre el Antiguo Testamento, el antiguo pacto, que era el de la mera letra, que era el de los mandamientos, pero que no tenía nada que ver con nosotros, que estaba fuera de nosotros, en tablas de piedra, en rollos, en las filacterias, en las paredes y en los dinteles de la puerta, pero no estaba en nuestro espíritu.

Pero, en el Nuevo Testamento, el Señor, en su bondad, decidió darnos a su Hijo. El verbo es «dar». No nos lo vendió; nunca lo hubiéramos podido pagar, nunca lo hubiéramos podido merecer, pero Dios nos dio a su Hijo; nos dio vida cuando estábamos muertos; nos dio el espíritu, que es un don; nos dio la fe, nos dio todo.

Entonces, ¿cómo lo tenemos, sino solamente creyéndolo? Contando con él, contando con que él es fiel y nos ayudará. Y esa debe ser nuestra dependencia constante. ‘Señor, si tú quieres hacerlo, tú lo harás. Si quieres que yo esté ahí, amén, pero tienes que estar tú, porque si no, ¿qué hago yo solo? Tienes que estar tú’. Y él lo hace, y él siempre está con la iglesia, siempre está con cada uno de nosotros, porque él es fiel.

Él quisiera fluir, pero a veces nosotros lo ofendemos; entonces, con esas retracciones y contracciones del Espíritu, él nos va corrigiendo, para que no seamos ofensivos en su presencia. Nuestra jactancia lo ofende; nuestro menosprecio a los demás, lo ofende. Cualquiera actitud nuestra que no es propia, él tiene que señalarla, para que nosotros podamos estar a sus pies, y mientras más escondidos y desaparecidos, mejor, y mientras lo miremos a él, mucho mejor. Entonces, mediante el Espíritu, el depósito, la frescura de toda la palabra de Dios, de toda la visión que nos fue confiada, se mantiene fresca. (Continuará).

Extractado de un mensaje impartido en Temuco, en agosto de 2008.