El Señor está viviendo sus últimos días como siervo en la tierra; se acerca a Jerusalén, y envía a dos discípulos a una aldea cercana para que le traigan un pollino. El Señor les da instrucciones precisas: «Si alguien os dijere: ¿Por qué hacéis eso? Decid que el Señor lo necesita…» (Mar. 11:3).

¡Es tan curioso y aleccionador el hecho que el Señor haya necesitado de un pollino! Por unas horas, ese animal «hijo de animal de carga» cumplió una función importante en el ministerio del Señor. ¡Jesús necesitó de un pollino! Un animal común y sin atractivo alguno. Un animal que ningún general hubiera usado para una revista militar, fue requerido por el Señor de los señores.

Este pollino tenía, además, toda la pujanza y el brío del que nunca había sido montado. Pudo haber resistido. Pero él se dejó llevar, y aceptó. Toda su belicosidad desapareció al sentir al Señor sobre sus lomos. La criatura reconoció a su Creador y se sometió, dócil, a él.

Nosotros tenemos más de alguna semejanza con este pollino. Al igual que él, somos hijos de animal de carga, pues procedemos de una raza caída, cansada y trabajada, sin horizonte, pues el pecado nos separó de Dios. Al igual que él, también estuvimos mucho tiempo atados, sin ninguna posibilidad de prestar servicio alguno, ni menos ser considerados para servir a Dios.

Sin embargo, el Señor un día dijo: «Desatad el pollino», y luego agregó: «Decid que el Señor lo necesita». Esas palabras no solo fueron referidas a aquél pollino: también nos alcanzaron a nosotros, y entonces quedamos libres. ¡Qué honra más grande! Tan insólito es que podamos servirle, como insólito fue el que un pollino pudiera servir al Señor aquel día en Jerusalén. Si algún hijo de Dios está aún atado, sepa que el Señor ya lo hizo libre y que él lo requiere. El tiempo de la esclavitud pasó, ahora es tiempo de ponerse a disposición para que el Rey lo ocupe.

Sin embargo, hay una lección más que aquel pollino nos entrega. A la hora de servir al Señor, cuando él nos concede el privilegio de llevarlo a cuestas, suelen suceder cosas extrañas.

Cuando Jesús entraba en Jerusalén, la Biblia dice que a su paso tendían los mantos, que cortaban ramas de los árboles y las tendían en el camino. La gente, alborozada, aclamaba diciendo: «¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!». Ante esa manifestación tan eufórica, ¿pudiera haber pensado el pollino –si es que hubiera podido pensar– que tales expresiones eran en su honor? ¿Podemos imaginarnos al pollino hablar con Jesús de esta manera: «¿Oyes lo que dicen? Realmente soy magnífico».

Con tristeza debemos reconocer que muchos siervos de Dios llegamos a pensar que los aplausos y los vítores son para nosotros, y entonces tal vez seamos más necios que el pollino. Sin embargo, gracias a Dios, pese a esto y corriendo un gran riesgo, el Señor Jesús desea ser llevado por nosotros. ¿Nos negaremos? ¡Es toda nuestra gloria!

274