Y su fulgor era semejante al de una piedra preciosísima…».

– Apoc. 21:11.

Cuando Dios se propuso crear al hombre, el material que tomó para formarlo fue el polvo de la tierra. Polvo, algo vil. Sin embargo, la mujer fue tomada del hombre; no del polvo, sino de sus huesos y de su carne (Gén. 2:22-23). Esto nos muestra algo del corazón de Dios. Jesús fue hecho semejante a los hombres en su humillación. Fue hecho pecado por nosotros, pero la iglesia recibió algo glorioso en Su resurrección. La iglesia fue hecha miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos (Ef. 5:30).

Jesús descendió a las partes más bajas de la tierra, mas la iglesia en Su resurrección fue asentada en los lugares celestiales (Ef. 2:5-6). Ahora ya no somos más polvo, barro hecho ladrillos, sino cantería, esto es, piedras que están siendo perfeccionadas con el uso de herramientas, labradas para ser usadas en una edificación. No ladrillos, figura del hombre, sino piedras vivas, figura de Cristo, para edificación de Su casa espiritual: «Acercándoos a él, piedra viva, desechada ciertamente por los hombres, mas para Dios escogida y preciosa, vosotros también, como piedras vivas, sed edificados como casa espiritual y sacerdocio santo…» (1 Ped. 2:4-5).

Como nos enseña el apóstol Pedro, el día del Señor vendrá como ladrón, en el cual los cielos pasarán con gran estruendo, y los elementos ardiendo, serán deshechos, y la tierra y las obras que en ella hay serán quemadas (2 Ped. 3:10). El fuego probará la obra de cada uno (1 Cor. 3:13), pero al mismo tiempo, como pasó antes con las piedras preciosas, deshará y fundirá las piedras vivas, transformándolas en piedras preciosísimas: «Puesto que todas estas cosas han de ser deshechas, ¡cómo no debéis vosotros andar en santa y piadosa manera de vivir, esperando y apresurándoos para la venida del día de Dios, en el cual los cielos, encendiéndose, serán deshechos, y los elementos, siendo quemados, se fundirán!» (2 Ped. 3:11-12).

¡Qué cosa bendita! Primero el agua, después el fuego. Primero el agua formando, lavando, regenerando y santificando, después el fuego purificando y fundiendo. ¡Aleluya! Del polvo, del barro, a la piedra preciosísima; del elemento más vil a algo que refleja la gloria de Dios. ¿Quién es capaz de hacer algo semejante? No hay otro, sino nuestro Dios grandioso, nuestro Padre bendito, el Todopoderoso.

No hay palabras que puedan expresar tal gloria. Que el Espíritu cumpla en nosotros su ministerio y glorifique la persona de Jesucristo, para que en la faz de Cristo veamos la inmensa gloria del Padre: «Porque Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo. Pero tenemos este tesoro en vasos de barro, para que la excelencia del poder sea de Dios, y no de nosotros» (2 Cor. 4:6-7).

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