Dios amó al mundo, al hombre y, sobre todo, a la Iglesia.

Lecturas: Juan 3:16, 19; Gálatas 2:20; Efesios 5:25.

He aquí tres versículos, tres posiciones, tres estados de la vida de un creyente. «De tal manera amó Dios al mundo … Cristo, el Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí … Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella».

Amó al mundo

«De tal manera amó Dios al mundo», es decir, a todas las naciones, a todos los habitantes de la tierra, sean éstos buenos o malos, sabios o ignorantes, ricos o pobres. Todos fueron amados por el Señor.

¡Cuán amplio es Su amor! Podemos pensar en cualquier ser humano, aun el más aborrecible que pisa esta tierra… el Señor lo ama. Si hubiese amado en forma selectiva, por méritos propios, muchos estaríamos excluidos.

«Despreciado y desechado entre los hombres», así está escrito, así el mundo ha tratado al Señor. Sin embargo, el amor de Dios fue tan grande. Sabiendo que su Hijo iba a ser vituperado, maltratado, rechazado, apedreado, abofeteado, crucificado, aun así lo envió.

El Señor no resulta atractivo para esta sociedad, pues sigue siendo despreciado y desechado entre los hombres. Hay muchas personas que ya han tomado una fatal decisión: ‘Yo no le voy a abrir la puerta al Señor. Que me prediquen lo que quieran, que me inviten a la reunión que quieran’. Esa decisión es no recibir al Señor. El Salvador está definitivamente fuera de sus planes.

Qué terrible. Quien haya decidido dejar fuera al Señor debe ser notificado de que le espera una condenación tremenda, indescriptible. Estará eternamente separado de Dios, no conocerá el gozo de la salvación. Habiendo sido diseñado para servir al Señor, por la dureza de su corazón, estará privado de Su luz, de Su vida, de Su gloria… y para siempre.

El Señor sigue siendo rechazado entre los hombres; pero Dios sigue amándolos. Y el Señor nos manda a buscarlos y a salvar lo que se ha perdido. Permita el Señor que todos los que leen estas palabras, le hayamos dicho: ‘Yo te recibo, Señor; yo te abro mi corazón. Ven a vivir a mi corazón; sálvame, perdóname’. Y humillados ante él, podamos conocer Su gran salvación.

Me amó a mí…

Vamos al otro punto. Gálatas 2:20. ¡Maravillosa palabra! Bienaventurados los que viven conforme a ella. Dichosos, felices quienes pueden decir: «Con Cristo estoy …». Cualquiera sea tu situación, tu dolor, padecimientos, pruebas, cargas o dilemas, tú puedes declarar y consolarte tan sólo con este hecho: «¡Con Cristo estoy …!».

«Con Cristo estoy juntamente crucificado…». ¿Qué es la cruz, sino el fin de algo? En Cristo llegamos al punto en que se le puso fin a nuestra manera mundana de vivir; fin al egoísta amor por nosotros mismos.

«Con Cristo estoy juntamente crucificado…». ¡Gracias, Señor! «…y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí». ¿No es esto maravilloso? ¡Gloria al Señor! Hermano, ¿qué es lo que usted tiene? ¿Un culto dominical, una Biblia, una cierta historia? ¿O tiene a Cristo en su corazón?

Precioso el día en que los ríos de Dios comenzaron a fluir por nuestro interior; y que pudimos comenzar a cantar: ‘La vida para mí ya tiene un sentido, con Cristo en mi corazón’. Qué maravilloso es haber descubierto lo más grande, lo más precioso: el amor de Dios en Cristo Jesús.

Qué tremendo, que habiendo millones de personas en el mundo, sin contar los que ya partieron, ¡el Señor se fijó en ti y en mí! Aquí la Escritura dice: «Dios amó al mundo», y entonces nos imaginamos las multitudes que pueblan la tierra entera, y en medio de todo eso, un individuo… ¡Yo! ¡Dios me amó, Cristo me amó! ¡Me amó a mí! Del conocimiento general del amor de Dios al mundo, arribamos al conocimiento particular, individual. ¡Gracias, Señor!

¡«Cristo me amó, y se entregó a sí mismo por mí», como si no existiese nadie más, como si no hubiese ninguna otra persona salvada en el mundo! ¡Yo soy salvo! ¡Cristo me amó a mí! Dejé de ser un número estadístico, dejé de ser una persona perdida entre las multitudes de esta raza caída, y vengo a ser uno al cual el Señor amó. ¡Bendito sea el nombre del Señor!

Ya no estás más solo, ni desamparado. ¡Tienes un Señor poderoso, y tienes una vida poderosa! Y hacemos la diferencia entre «nuestra vida» y «Su vida en nosotros». Antes estaba solo, me bastaba a mí mismo, con mi vida yo solo, con mis capacidades y mis fracasos yo solo. Pero ahora el Señor está en mí. ¡Bendito sea el Señor! Su vida está en mí, su poder está en mí, su presencia está en mí, esa vida poderosa, indestructible, maravillosa. El Señor vive por la fe en nuestros corazones. Es real, hermanos, de otra forma no seríamos sostenidos.

Pero estamos aquí porque el Señor es fiel, «…el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí». Aconsejo profundizar en esto. No es bueno que los versículos se queden en la Biblia y no sean traspasados a la experiencia. Sería triste que la palabra de Gálatas 2:20 no fuese más que una buena teoría en la memoria y que al enfrentar desafíos y problemas, aparezcamos viviendo nosotros y no el Señor. Sería una frustrante contradicción entre lo que creemos y lo que vivimos.

De lo individual a lo corporativo

Notemos ahora el lenguaje en primera persona: «…me amó y se entregó a sí mismo por mí». Cuando dice: «…estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí…» podríamos pensar en «individuos maravillosos», ¡que casi no pisan la tierra! Podríamos pensar que estos hombres no necesitan nada más. Ese versículo podría ser el último de la Biblia.

Sin embargo, el apóstol Pablo, uno de los siervos más respetados de toda la historia de la iglesia, dice: «…para que la grandeza de las revelaciones no me exaltase desmedidamente, me fue dado un aguijón en mi carne», y, «porque cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Cor. 12: 7,10) ¿Qué significa esto? Que un hombre que conocía los más grandes misterios de Dios, estaba muy consciente de sus limitaciones.

Porque estas verdades, siendo tan grandes, gloriosas y maravillosas, siempre – las cosas del Señor – tienen una limitación en el vaso que las contiene, la limitación de las personas. Teniendo un potencial tremendo, seguimos siendo vasos de barro, necesitamos los tratos de Dios, necesitamos la compañía de otros hermanos, en fin, a todo el cuerpo de Cristo.

«Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella». ¡Gloria a Dios por la iglesia! Cuán saludable es que, despojándonos de nuestro individualismo, arribemos a la realidad del Cuerpo, porque la iglesia es la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo (Ef. 1:23)

Jamás olvidemos que por muy profunda o especial que pueda ser la experiencia cristiana individual, nunca será suficiente, porque tú y yo no somos más que un miembro del Cuerpo. Y por esta razón, la Escritura advierte a cada hermano a «que no tenga más alto concepto de sí que el que debe tener, sino que piense de sí con cordura, conforme a la medida de fe que Dios repartió a cada uno» (Rom. 12:3).

Si alguno tiene un servicio, por alto que éste sea, hágalo conforme a su medida de fe. Unos administran, otros enseñan. Hay una medida para cada uno «conforme a su capacidad» (Mat. 25:15). De esta manera todos hacemos un aporte de fe y de vida para la riqueza del conjunto de todo el cuerpo, y, ¿qué aparece al final del libro? Una iglesia gloriosa. ¡Aleluya! ¡El gozo del Señor es la iglesia!

La limitación de los vasos

Hermanos, nadie se quede a mitad de camino. Porque lamentablemente muchas veces partimos de la deformidad de lo que es la iglesia en su estado actual, y también por causa de la deformidad de los vasos. Los primeros cristianos se veían tan preciosos, pero las generaciones posteriores comenzaron a desviarse. Muchos de ellos eran muy sinceros, pero la limitación de los vasos fue alejando a la iglesia de su brillo y vocación. Nosotros leemos las mismas Escrituras que aquellos primeros cristianos, sostenemos las mismas verdades, nos habita el mismo Espíritu Santo, pero, igualmente, los vasos individuales terminan de alguna manera torciendo la verdad.

Pero el Señor, en su misericordia, hoy nos trae de vuelta, recuperándonos, trayéndonos a Su modelo original, divino, precioso. Hermano, no le tema a la iglesia. Más bien, el Señor nos haga subir de nivel, para decir: ¡Gloria a Dios porque tengo hermanos y hermanas! ¡Gloria a Dios porque tengo consiervos, porque tengo una familia espiritual!

Sí, nuestro Dios es muy práctico. Si alguien proclama una verdad muy grande en medio de la asamblea, puede ser muy precioso, sin embargo, será necesario que otros hermanos comprueben, regulen y confirmen siempre, si aquello se cumple, si hay una consecuencia entre el hablar y el vivir, y esto es muy saludable para la vida de la iglesia.

Gracias al Señor por todos los que enseñan; la iglesia es refrescada y lavada por los variados afluentes. ¡Gloria al Señor! El Señor me amó a mí; pero ese amor que yo he experimentado individualmente, lo vivo corporativamente, en comunión contigo y con otros. Y me sirve cómo me alienta un hermano, cómo me corrige éste y cómo me abraza aquel al cual el Señor también amó. ¡Bendito sea el Señor!

¿Con qué nos encontramos al final de la historia? Nos encontramos con el Señor preocupado por Su iglesia en su conjunto. En Apocalipsis 2 y 3, cuando el Señor aborda la realidad de las siete iglesias, prácticamente no menciona individuos, excepto al fiel Antipas y a la seductora Jezabel. Se habla en forma general de los fundamentos de la ciudad celestial, los apóstoles del Cordero, pero lo que se destaca es que el Señor obtuvo finalmente lo que se propuso, es decir, una iglesia gloriosa. Claramente la atención no está en los individuos.

Y tú, hermana; y tú, hermano, estás llamado por el Señor a esa gloria compartida con todos los santos redimidos. Al final de la historia, tú no llegas solo, ni yo llego solo. Y es más, llegamos «perdidos en el Cuerpo», como muchas veces decimos. Perdido, es decir, tú no te notas; sólo se ve la novia ataviada, en el día de las gloriosas bodas del Cordero (Apoc. 19:7-8). ¡Aleluya!

¿No es maravilloso esto? De la experiencia individual al gozo colectivo, de la alegría particular a la gloria de la participación de todo el cuerpo de Cristo.

Dios amó al mundo de tal manera que trajo una salvación poderosa. Y nosotros hemos probado el poder de esa salvación. Cristo me amó. ¡Aleluya! Lo general vino a ser individual, mío, personal, íntimo. Conocí a mi Señor, desperté a la fe, mis ojos se abrieron, mi corazón se liberó, y el Espíritu del Dios vivo vino a llenar este templo, y los ríos de Dios comenzaron a fluir por nuestro interior como una fuente inagotable. ¡Gloria al Señor!

Pero esta experiencia me lleva a encontrarme con otro río, y otro, y muchos otros. Y el Señor en este tiempo nos ha ido uniendo, reuniendo con otros hermanos en las ciudades, en el resto del país y con muchos santos alrededor del mundo. ¡Bendito sea el Señor! ¡En toda la tierra, el Espíritu de Dios se está moviendo para obtener esta iglesia gloriosa!

No le tema a la iglesia. La iglesia es práctica, la iglesia tiene orden. La iglesia tiene siervos con responsabilidades de gobierno; la iglesia tiene hermanos más maduros, que van sosteniendo una responsabilidad. La iglesia tiene una administración y todos podemos ejercer el privilegio de colaborar con tal administración. Hay diáconos que hacen un trabajo práctico; tal vez usted nunca les escuche hablar, pero véalos cómo actúan. Gracias por todo lo que la iglesia hace. ¡Qué prácticas son las cosas en la iglesia! En la iglesia somos regulados, por una cosa o por otra; pero nos hace bien. El cuerpo de Cristo nos hace bien.

«Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella». ¡Gracias al Señor! Es precioso lo que estamos viendo y experimentando. Y este regocijo interior tiene un lado práctico, para que también nos amemos los unos a los otros, nos consideremos, y también nos relacionemos santa, justa y piadosamente los unos con los otros, para bendecirnos mutuamente, porque vamos avanzando juntos en esta carrera donde el Señor, al final, será eternamente glorificado.

Amados hermanos, ¡qué precioso es el fin de la historia! Al final, aparecerá el amor del Señor plasmado en toda la iglesia, hecho vida en toda la iglesia, y se exhibirá Su gloria a todos los seres celestiales por toda la eternidad. ¡Oh, ven, Señor Jesús!

Síntesis de un mensaje impartido a la iglesia en Temuco en agosto de 2007.