Todo escriba docto en el reino de los cielos saca de su tesoro cosas viejas y cosas nuevas.

Dos voces concordantes

Moisés ha muerto. Su imponente y vetusta figura se ha disipado. Los israelitas hacen duelo. El líder amado, el que sobrellevó sus cargas, sus debilidades, ha muerto.

Entonces Dios se acuerda del joven Josué (aun es joven, pese a sus sesenta y tantos años). Josué ha servido con Moisés desde muchacho. Pero nunca había sentido el peso de llevar a todo el pueblo sobre sus hombros. Jamás había experimentado, como Moisés, el dolor lacerante de la apostasía, de la rebeldía, de los cuarenta años en el desierto.

Ahora Dios le llama. Josué, ya antes de oírle, sabe cuál es el mensaje que viene. “Esfuérzate y sé valiente, para cuidar de hacer conforme a toda la ley que mi siervo Moisés te mandó …”. Dios conocía los temores que había en el corazón de Josué. Una cosa era tener a Moisés al lado, otra muy distinta era no tenerlo.  Josué debía ser valiente.

Entonces, cuando aún el eco de estas palabras resuena en su corazón, el pueblo le dice: “De la manera que obedecimos a Moisés en todas las cosas, así te obedeceremos a ti … solamente que te esfuerces y seas valiente.» Las voces del pueblo se unen a las palabras de Dios. “Que te esfuerces y seas valiente”.

¿Podrá haber duda para Josué? Dos señales seguras se han alineado para dar al siervo de Dios perfecta seguridad. No es un espejismo que le oyó decir a Dios: el pueblo también lo ha dicho. Dios ha hablado de sí mismo, pero también … ¡oh gracia bendita! … ha hablado por su pueblo.

Dios acepta que su voz sea refrendada por las voces de sus hijos. En esto Dios se rebaja a ser examinado por el corazón del creyente, no sea que otras voces solapadas se filtren para su destrucción.

Dios habla, ¡bueno y saludable es! Pero la voz de Dios admite ser comprobada en sus siervos. Para que nadie presuma, ni atropelle, ni menosprecie. Escuchemos desde arriba la Voz soberana, pero también desde nuestro lado, el eco de esa voz en su pueblo.

Soldado, atleta y labrador

Son tres figuras familiares. ¿Quién no las conoce? El soldado. El atleta. El labrador. Algún cristiano tal vez se identifique de manera especial con algún rasgo de ellos. La fiereza del soldado, la agilidad del atleta, la sencillez del labrador. Pero para el apóstol estas figuras representan otra cosa.

El soldado es la capacidad para el sufrimiento, y la disponibilidad para estar a disposición de quien lo contrató. “Sufre penalidades como buen soldado de Jesucristo”. La vida militar conlleva el sufrimiento. En el llano o la montaña, con el mínimo para sobrevivir, sin comodidades, expuesto al dolor.

El soldado, ayer más que hoy, se debe a su dueño, quien lo ha contratado. No tiene otra ocupación, no hay distracciones que le aparten de esta sagrada vocación: “Agradar a quien lo tomó por soldado”. Agradar es, más que servir, es complacer. Es tener contento a quien puso en él sus ojos para enrolarlo.

El atleta, en las expresiones de Pablo, tiene dos ocupaciones: correr y luchar. Aquí en 2ª Timoteo es el que “lucha legítimamente.” No es la velocidad o la prestancia lo que lo caracteriza. Es la legitimidad de su carrera. Es la observancia de las reglas del juego. Faltar a las reglas es causal de eliminación. No importa aquí llegar primero, ni mostrar más fortaleza. Es luchar bien.

Lo último es el labrador. ¿Qué se dice de él? Sólo una: “Para participar de los frutos debe trabajar primero.” El trabajo precede a la cosecha. Nadie que no ha trabajado puede cosechar. ¡Cuántos voluntarios suele haber a la hora de recibir, y cuán pocos a la hora de entregar! ¡Cuán escasa es la mano de obra a la hora de edificar, pero cuán abundante a la hora de recibir la paga!

Cada cristiano no es soldado solamente. También es atleta y labrador. Es la conjunción de estas tres cosas.

Tal vez hoy, frente al dolor, el Señor te requiere cual soldado; ante la opción de la ganancia deshonesta o el juego sucio, me quiere cual atleta. Más tarde, en medio de la desidia, me requiere esforzado cual labrador.

Soldado, atleta, labrador. Tres figuras que se reúnen para ser una sola en ti y en mí.