Todo escriba docto en el reino de los cielos saca de su tesoro cosas viejas y cosas nuevas.
Tres socorros por la Palabra
“Abatida hasta el polvo está mi alma; vivifícame según tu palabra. Te he manifestado mis caminos, y me has respondido; enséñame tus estatutos. Se deshace mi alma de ansiedad; susténtame según tu palabra” (Salmo 119: 25,26,28).
He aquí tres versículos que tienen una estrecha relación. Tres circunstancias difíciles en la vida del creyente, en que es socorrido por la Palabra de Dios. Primero, en la más absoluta postración; luego, en el caminar de la fe, y por último, en un momento de ansiedad. En los tres casos se expone una situación de apremio y, en seguida, hay un ruego muy enfático referido al Señor, para que sea respondido por la Palabra.
La primera instancia es de fracaso total. El creyente está abatido hasta el polvo; no hay fuerzas para permanecer en pie. En esa circunstancia se requiere de la vida, y entonces el clamor es “vivifícame”. La respuesta viene: “y me has respondido”.
Luego, venido ya el primer socorro, el creyente queda en pie. Pero viene una segunda instancia. Los caminos propios son inútiles, sólo llevan al fracaso. Es necesario ser enseñado por Dios acerca de sus propios caminos. Está en pie, pero está aún en angustia porque no sabe caminar. ¿Hacia dónde ir? ¿Qué hacer? Por eso pide el sustento. El problema ahora se centra en el camino, y él sabe que la única manera de apartarse del camino de la mentira y seguir el camino de la verdad es que el Señor le ensanche su corazón. Así podrá no sólo caminar, sino correr por el camino de los mandamientos de Dios.
Finalmente, vemos que en este caminar hay problemas. Surge la prueba, y la ansiedad embarga el alma. ¿Qué se puede hacer? Sólo el Señor puede sustentar al creyente con su Palabra.
Es de notar el paralelismo que hay en estos tres versículos: tres necesidades y tres socorros de Dios por medio de su Palabra.
¡Oh, Señor, vivifícame, enséñame y susténtame por tu Palabra!
Una tríada inseparable
El más grande descubrimiento de Lutero, y que es, al mismo tiempo, el meollo de la epístola de Romanos, es la justificación por la fe. (Rom. 1:17b). Descubrimiento que han seguido haciendo innumerables hombres y mujeres a través de la historia de la cristiandad.
Sin embargo, el Espíritu Santo ha tomado resguardos para que la fe no sea una simple imaginación en la mente de un lector avisado, o una doctrina concienzudamente aprendida.
El más conocido de estos resguardos es el argumento de Santiago, que pone las obras como piedra de toque para probar la verdadera fe. Si una fe es tal, deberá expresarse en obras, tal como ocurrió con Abraham, cuando ofreció al hijo de la promesa en el monte Moriah, “porque como el cuerpo sin espíritu está muerto, así también la fe sin obras está muerta” (Stgo.2:26).
Pero luego está el inspirado autor de Hebreos, quien agrega a la conocida frase: “Mas el justo por la fe vivirá”, la sentencia: “Y si retrocediere, no agradará a mi alma” (Heb. 10:38). Esto es sin duda una advertencia para quienes son hechos justos por la fe. Porque la gratuidad de la gracia y de la justicia divinas, el disfrute de la paz con Dios; el perdón tantas veces hallado en virtud de la preciosa Sangre, la descalificación de los propios esfuerzos, pueden conducir paulatina e imperceptiblemente a un relajamiento en los estándares de vida del creyente, que pueden convertirle, primero, en un remiso, y más tarde, en un apóstata.
Por eso, la fe, siendo un don precioso, ha de ir complementada en el caminar del creyente, para su propia seguridad, por las obras y la perseverancia. ¿Dejaremos de realizar aquello que la misma fe nos impulsa a hacer para la gloria de Dios? ¿Dejaremos de permanecer en esta fe salvadora, y sustentadora en el día malo? Agradecemos a Dios por la fe, pero también le agradecemos por la fuerza que da al corazón para hacer obras de justicia y de amor, con perseverancia.