La tierra de Canaán tipifica las superabundantes riquezas de la gracia concedidas por Dios en su Hijo Jesucristo. En ella halla descanso el alma cuando es salvada de sí misma y ganada para Dios.

Canaán representa el reposo del pueblo de Dios. Tras la dura servidumbre de Egipto y el fatigoso peregrinar por el desierto durante cuarenta años, Israel descansó por fin cuando entró en la tierra de la abundancia. La tierra de Canaán tipifica las superabundantes riquezas de la gracia concedidas por Dios en su Hijo Jesucristo. Pues todas las promesas, bendiciones, dones y favores divinos se resumen en el don inefable de Dios que es Cristo. Toda plenitud fue reunida en él. Por tanto, Cristo mismo es el reposo del pueblo de Dios. El es nuestra tierra de reposo y abundancia.

Las condiciones del reposo

Sin embargo, aunque en Cristo nos fue dado todo, existen algunas condiciones para la plena posesión de nuestra herencia. Ciertamente, la fe es la primera de ellas. En Hebreos 3:19 se nos dice que la primera generación de Israel, salvada de Egipto, no pudo entrar en el reposo de Dios debido a su incredulidad. Aquel pueblo no quiso creer a la palabra de Dios y, como consecuencia, cayó en el desierto. Este es un principio muy importante. Pues, la palabra de Dios es viva y eficaz, y sólo por intermedio de ella podemos entrar en el reposo de Dios.

Pero, surge una pregunta: ¿Cómo nos introduce la palabra de Dios en su reposo? La respuesta se halla en la obra que la palabra de Dios realiza en los creyentes. Hebreos la compara a una espada de dos filos “que penetra hasta partir el alma y el espíritu…” Esta es la segunda condición para el reposo. Porque, en verdad el reposo de Dios es el descanso del alma. Para muchos de nosotros, el mayor obstáculo para disfrutar de la vida abundante que poseemos en Cristo está en nuestra alma. Por ello, el salmista nos dice: “En Dios solamente está acallada mi alma”. Pues nuestra alma es por naturaleza inquieta y activa. Ella está siempre llena de planes, sentimientos, iniciativas y actividades de todo tipo. Pero toda esa actividad es en verdad un estorbo para la manifestación de la vida divina en nosotros. Por tanto, para el pleno disfrute de la vida que está en Cristo, se requiere el descanso del alma.

La vida del alma se encuentra retratada en el largo peregrinaje de Israel por el desierto. Allí todo es inquietud, temor y desasosiego. La palabra que describe mejor dicha experiencia es insatisfacción. Por un lado, gustamos un poco de la vida y las riquezas celestiales, pero, por otro, siempre está ese largo, fatigoso y omnipresente desierto, con todas sus tentaciones, luchas, frustraciones y derrotas. Un ir venir sin norte ni destino. Pero, ¿habrá de ser siempre así? ¿No nos dice la Biblia que la senda de los justos es como luz de la aurora, que va en aumento hasta que el día es perfecto? ¿Por qué, entonces, nuestra vida cristiana parece girar siempre en círculos, sin mostrar ningún progreso evidente? Pues, los mismos pecados, temores, ansiedades y tentaciones que nos acecharon al principio parecen seguir aquí después de tantos años.

Mas, no debe ser siempre así. El desierto no ha de constituir la experiencia normal de nuestra vida. Porque Dios ha provisto para nosotros una tierra de abundancia y plenitud. No obstante, el secreto de su posesión se encuentra en que ella es también una tierra de reposo.

El secreto de su reposo

La tierra no fue conquistada sino recibida con un don. Y existe una inmensa diferencia entre conquistar y recibir. La Escritura nos dice que los israelitas poseyeron la tierra sin esfuerzo ni trabajo de su parte. Dios iba delante de ellos, destruyendo a sus enemigos. Luego, ellos recibieron la tierra como una dádiva de Dios. La primera generación no pudo entrar en ella debido a que la miraron como algo que debía ser conquistado. Pero ésta es una tarea para la cual ningún hombre está capacitado. La capacidad, la habilidad y el esfuerzo meramente humanos jamás podrán obtener ni siquiera un centímetro de la tierra de Canaán. El camino está cerrado por este lado. Esta es la explicación de nuestro fracaso y frustración cuando intentamos vivir la vida cristiana por nosotros mismos. El secreto está en recibir, mas ¿cómo recibir?

Hemos visto que Cristo es una tierra de reposo. Y que este reposo es el descanso del alma. Muchos creyentes entienden mentalmente la verdad de su unión con Cristo en su muerte y resurrección, y saben que el secreto de la victoria se encuentra en Cristo y su vida. Aún más, saben que la fe es el único requisito para disfrutarlo, pero por alguna razón inexplicable esta verdad parece no funcionar con ellos. Se esfuerzan en creer y tomar para sí las verdades de la Escritura, pero siempre acaban desalentados y confundidos. ¿Qué es lo que nos ocurre?

Lo que nosotros no podemos ver, a lo largo de todo este penoso camino, es que en el centro de todo nuestro esfuerzo se encuentra la actividad del alma. Es ella la que ha entendido la verdad y procura ahora reproducirla en la experiencia. El yo humano está todavía en el centro de todo. Él está procurando “extraer” de Cristo la vida y el poder necesarios para la victoria. Pero, la tierra de la abundancia no se alcanza de esta manera, pues es un don y no una conquista. En verdad, el alma es esencialmente incrédula y no puede asir por sí misma la vida de Dios. Por ello, el alma debe cesar primero toda actividad y venir a un estado de reposo y quietud. ¿Por qué razón? Porque la plenitud de Cristo y su vida se encuentran en el espíritu y no en el alma. La vida cristiana es, primariamente, una actividad del espíritu y no del alma. Por tanto, es necesario que el alma sea primero separada o “partida” del espíritu por obra de la palabra de Dios.

La palabra de Dios es una palabra viva y eficaz. Una palabra que es Espíritu y vida. Ella contiene la sustancia de todos los hechos divinos obrados en Cristo, en su muerte, resurrección y exaltación. Es decir, es el Espíritu mismo obrando por medio de dicha palabra en nuestra alma, aplicando sobre ella la obra de Cristo, trayendo la muerte sobre su actividad natural e independiente. Y para ello, se requiere nuestra sincera disposición a ser examinados y juzgados en su luz (eso es, a ser juzgados en la raíz y las motivaciones más profundas de todo lo que somos y hacemos por medio de nuestra alma). La luz de la palabra viva de Dios desnuda y pone fin a la actividad independiente del alma. Entonces, del espíritu el alma recibe la fe necesaria para creer en dicha palabra.

Y aquí hay verdadero descanso. El espíritu, habiendo sido regenerado por el Espíritu de Dios, es el asiento de la vida divina en el hombre. “El que se une al Señor –nos dice Pablo– un espíritu es con él” (1Co.6:17). Por esta razón, Hebreos afirma que los espíritus de los justos han sido hechos perfectos (Hb.12:23), esto es, que participan, por medio de su unión con Cristo, de la justicia perfecta del Hijo de Dios. De este modo, podemos ver que el espíritu humano, en virtud de la regeneración, ha recibido en su interior, de una manera perfecta, la vida victoriosa de Cristo. Sin embargo, puesto que el asiento de la identidad y de aquello que llamamos personalidad se encuentra en el alma, tan sólo por intermedio de ella, esta vida puede y debe ser expresada.

Por consiguiente, el alma necesita ser “salvada” de sí misma, esto es, de su actividad natural e independiente,  para venir a descansar sumisamente en la operación superior del espíritu, para así disfrutar de Cristo en plenitud. Este es el verdadero reposo. Pues el alma es salvada de sí misma y ganada para Dios y su vida cuando llega a este estado de quietud y reposo en Cristo: “En descanso y en reposo seréis salvos; en quietud, y en confianza será vuestra fortaleza” (Isa.30:15).

El fruto del reposo

Entrar en el reposo de Dios es entrar en las obras suyas, ya terminadas desde la fundación del mundo. Todas ellas se encuentran reunidas y acabadas en Cristo. Pues todo fue hecho por medio de él y para él. Este es el reposo de Dios, y los creyentes simplemente entramos a participar de él en virtud de nuestra unión con Cristo. Entonces, Cristo viene a ser todas las cosas de Dios para nosotros. Él se convierte en el aire que respiramos y la tierra que pisamos. Él es nuestro centro y también nuestra circunferencia ¡Él es todo! A continuación, espontáneamente y sin esfuerzo alguno de nuestra parte, su carácter, su poder y su gloria comienzan a reflejarse y manifestarse en nuestra vida. Y no se trata ya de verdades y virtudes que procuramos asir o desarrollar por nosotros mismos, sino de su divina persona llenando cada espacio de nuestro ser. ¡Qué diferencia hay aquí! Cristo mismo pelea nuestras batallas y sujeta a nuestros enemigos bajo nuestros pies. El pecado, la carne, el mundo y Satanás; nada pueden contra Cristo y su vida de resurrección. ¡Esta es la verdadera victoria! Es la tierra de Canaán y es también el reposo de Dios.

En consecuencia, necesitamos que la palabra viva de Dios penetre en nuestro ser y desnude por completo la actividad independiente e infructuosa del alma, trayéndola de este modo a su fin. Cuando ello ocurra, la vida de Cristo encontrará un camino para manifestarse en nosotros. Entonces, todas las “verdades” contenidas en la Escritura llegarán a ser parte de nuestra experiencia y nuestra fe dejará de ser algo meramente conceptual para convertirse en una experiencia real.

Algunos cristianos del pasado llamaron a esto “la vida cristiana victoriosa” o “la vida abundante”. Sin embargo, esta es en realidad la clase de vida que Dios predestinó desde la eternidad para que fuese la posesión de todos sus hijos. No fuimos llamados a un fracaso, una desilusión y una derrota continuas. No fuimos llamados a vagar por el desierto. Nuestra herencia es la tierra de Canaán, vale decir, Cristo en toda su plenitud. Ella es nuestra por derecho de nacimiento, pues somos linaje de Dios. No necesitamos vivir en la pobreza espiritual si tenemos a Cristo como nuestra vida. Simplemente dejemos que el Espíritu Santo nos introduzca en la plena posesión de todo cuanto nos ha sido dado por Dios en Cristo y disfrutemos de ello en el reposo y la quietud de nuestra alma.

“Alma mía, en Dios solamente reposa, porque de él es mi esperanza” (Sal. 62:5).