Con otro de los centenarios de Charles Darwin, comienzan a aparecer cantidad de nuevos panegíricos, llenos de entusiasta fe evolucionista; pero como generalmente lo hacen, siguen también vacíos de verdaderas respuestas científicas.

La insistente fe evolucionista y su forzado entusiasmo a manivela, sólo presenta frases altisonantes pretendiendo dar por sentado lo indemostrado, y peor aún, lo refutado; al mismo tiempo que procuran ignorar u ocultar el verdadero involucionismo de la historia real del darwinismo. Es la nota común de la intolerancia pro-darwinista, pontificar y al mismo tiempo denigrar, al mejor ejemplo de la superstición barata, como si el disfraz de ‘científico’ fuese lo mismo que serlo.

La carencia de argumentación seria es lo más notorio en estos panegíricos. Se ataca con intolerancia, mas no con ciencia, al creacionismo, pero no se responden sus argumentos. Richard Dawkins, el más caracterizado y actual pontífice militante del evolucionismo ateo, ni siquiera quiere conversar con quien cree en Dios; simplemente le da la espalda. Esa es toda su argumentación. En vez de panegíricos y displicencias, desearíamos ver cómo se responde científicamente a la seriedad de los argumentos que desde su inicio se han levantado contra el evolucionismo. Ya estamos cansados de meras asunciones y pataletas.

El propio Charles Darwin, cuyo evolucionismo juvenil se basaba más que todo en la llamada ‘selección natural’, destacó el mismo el punto flaco de su propia hipótesis. Se atuvo a la paleontología, pero ésta no resultó ser su amiga. Mucho menos la genética.

Precisamente en ese campo comenzó la historia de la involución del darwinismo. Mendel y las leyes de la genética fueron de los primeros que forzaron el comienzo del continuado revisionismo involutivo del darwinismo. El revisionismo lamarckiano pretendió entonces que los caracteres adquiridos gracias a la influencia del medio ambiente serían heredados; pero fueron muchos los ratoncillos de laboratorio que dejaron sin cola al nacer, por generaciones, pero los genes seguían produciendo colas.

La derrota del lamarckianismo derivó entonces en la llamada hipótesis de la ‘ortogénesis’, a la que no tardó mucho en intentar refutar Hugo De Vries con la nueva hipótesis de las mutaciones a gran escala, los monstruos viables. ¡Cuán grande fe, y cuán variable! Jean Piaget, en su obra Epistemología del Pensamiento Biológico, al contrastar y analizar las diversas hipótesis evolucionistas –cerca de 40 diferentes– concluye que el biólogo no toma sus datos de la realidad, sino que proyecta sobre esta sus propias presuposiciones.

Las respuestas a Dawkins, y todavía mucho más, las preguntas de autores como Phillip Johnson, han sido sumamente serias. Requieren mucho más que las espaldas y el sarcasmo intolerante. Los asertos de Phillip Johnson no han sido respondidos con altura, que yo sepa, por ninguno de los panegiristas modernos del darwinismo.

Repásense, por favor, lentamente los argumentos de Phillip Johnson, en obras suyas tales como: «Darwin a la Prueba», «Ciencia, Intolerancia y fe», «Las preguntas ciertas», etc., para constatar y ver si en los panegíricos de centuria se vislumbra alguna respuesta científica. Lo mismo acontece con las obras de los defensores del diseño inteligente, tales como Charles B. Thaxton (El Misterio del Origen de la Vida), William Dembski (Diseño Inteligente), Michael Behe (La caja negra de Darwin), que son vilipendiados de ‘creacionistas’, pero no refutados ni respondidos con argumentos científicos. En estos días, mientras la obra del ferviente pontífice Dawkins: «El Delirio de Dios» se convierte en best seller, sus propios compañeros de profesorado en Oxford, los doctores Alister & Johanna McGrath escribieron una acuciosa respuesta titulada: «El Delirio de Dawkins», cuya lectura recomendamos. Como buen atalaya de las publicaciones al respecto de los desarrollos actuales, sobresale desde España la obra del biólogo Dr. Antonio Cruz: «Darwin no mató a Dios», como pretende el deseo de los panegiristas. De igual valor son sus numerosos artículos permanentes publicados en Internet.

Después de la demoledora realidad demostrada por Rudolf Clausius dentro del campo de la ciencia termodinámica, en especial la segunda ley, la de la entropía, y cómo esta afecta terriblemente las ínfulas de la hipótesis evolucionista, se le otorgó apresuradamente el premio Nobel a Illia Prigogine, por especular, aunque por varios años alejado del laboratorio, sobre cómo la llamada ‘negatoentropía’ hubiera podido vencer a la entropía. Lo que no hicieron igualmente notorio los premiantes fue la refutación de las especulaciones de Prigogine realizada por los PH.D. Dres. Henry Morris y Duanet T. Gish. No he visto ninguna refutación científica del trabajo de estos últimos, acerca de lo cual puede leerse en: «La Termodinámica y el Origen de la Vida», I y II respectivamente.

El conflicto de paradigmas da cuenta, pues, de los alinderamientos actuales en la batalla entre creacionismo y evolucionismo. El paradigma de la Simiente de la Mujer es creacionista; el paradigma de la serpiente y su simiente es evolucionista; si bien, dentro de la referida involución histórica del darwinismo, se ha dado lugar también espacio para un intento de ‘reconciliación’ en el llamado ‘evolucionismo teísta’, como el actual del director del proyecto Genoma Humano, Dr. Francis S. Collins, en su libro: «El Lenguaje de Dios», donde reconoce a Dios, y la deuda del científico con los escritos de C. S. Lewis. Pero Yahveh Elohim dijo claramente que pondría enemistad, y no reconciliación, entre los dos paradigmas primigenios y sustentatrices.

No olvidemos lo ya sabido acerca de Charles Darwin mismo en su vejez; como llamó a su casa a Lady Northfield para pedirle que dirigiera estudios bíblicos en su propia morada. Ella lo encontró absorto en la que él mismo llamó «majestuosa» epístola a los Hebreos; y cuando ella le reportó lo que se hacía con su hipótesis, el anciano Darwin se lamentó, muy preocupado por el hecho de que los hombres hubieran tomado como religión «los inmaduros pensamientos de su juventud»; en sus propias palabras.

Gino Iafrancesco