Las vidas de Abraham y Pablo tienen muchas semejanzas, como dos hombres de Dios que vivieron por fe. La soberanía de Dios ha permitido que ellos –y sus experiencias de fe– hayan quedado registrados en las páginas de las Escrituras, para ejemplo, guía y consuelo en nuestra propia experiencia espiritual.

En Romanos 4 se nos explica ampliamente la vida de fe de Abraham. Lo que en Génesis es un registro histórico, en Romanos es una explicación espiritual de aquello. Abraham fue justificado por la fe, por creer las palabras de Dios en relación a su descendencia. Esta fe le fue dada en el momento de oír a Dios, en medio de una situación insostenible. Abraham oyó esa palabra como lo que era, verdaderamente palabra de Dios. Y esa palabra, oída así, «actúa en vosotros los creyentes» (1 Tes. 2:13). Como consecuencia, fue declarado justo.

Sin embargo, el camino de la fe no termina ahí. Luego de ese gozo inicial, hubo momentos de desesperanza en la vida del patriarca. El relato bíblico es breve, pero pasaron años antes de que ese acto de fe tuviera sus frutos. Abraham creyó que tendría hijo de Sara, su mujer, y que de ese hijo vendría una descendencia innumerable como las estrellas del cielo. Pero el hijo llegó en el tiempo de Dios, es decir, no antes de que Abraham experimentase distintas formas de muerte, tanto en lo físico como en lo psicológico. Su cuerpo se marchitó, y con él su orgullo viril. Varios años debieron pasar hasta que este proceso de muerte concluyera y diera paso a la resurrección.

¿No ha ocurrido así contigo también, amado hijo de Dios? Has sido llevado hasta el extremo de la desesperación, pero de alguna manera, sabes que Dios tiene el control de todo. El proceso de muerte es largo; a veces parece que ya no hay esperanza. Humanamente hablando, ya deberías haber sucumbido. Sin embargo, la voz de la fe continúa encendida en tu corazón, de modo que puedes creer «en esperanza contra esperanza … delante de Dios, a quien creyó, el cual da vida a los muertos, y llama las cosas que no son como si fuesen» (Rom. 4:17).

Dios le había hablado a Abraham, y eso era suficiente para él. Por eso «se fortaleció en fe… plenamente convencido que (Dios) era también poderoso para hacer todo lo que había prometido» (Rom. 4:20-21). La promesa de Dios sostuvo a Abraham en medio del «valle de sombra y de muerte».

No es posible experimentar la resurrección sin la manifestación previa de la muerte. El grano de trigo debe caer en tierra y morir, antes de que surja una gavilla de granos nuevos. Si muere un solo grano, son muchos los que surgen en resurrección. La resurrección sobrepuja a la muerte. Unas pocas lágrimas en el valle de sombras, delante de Dios, son la antesala de un gozo incontenible. «Entonces nuestra boca se llenará de risa, y nuestra lengua de alabanza» (Sal. 126:2). ¿Quién puede apagar el gozo que el Señor enciende en el corazón del creyente? Fue así con Sara, por eso ella dijo, cuando nació Isaac: «Dios me ha hecho reír, y cualquiera que lo oyere, se reirá conmigo» (Gén. 21:6).

¿Y qué de Pablo? Esperamos hablar de Pablo mañana.

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