Un barco de turismo lleno de adultos mayores se volcó delante de mis ojos.

Brian Hart, relatado a Peggy Frezon

Yo guiaba la canoa cortando las plácidas aguas. Mi hija de ocho años, Brianna, se balanceaba en el banco detrás de mí, riendo con sus primas. Un cuadro perfecto de un día de otoño. El lago estaba en calma, pero yo estaba inquieto. Mis pensamientos volaban ansiosamente como una abeja que revolotea de brote en brote. ¿Qué estoy haciendo aquí? Tengo un millón de otras cosas que hacer.

En realidad, yo no quería estar en el lago ese día de octubre de 2005. Lo que yo realmente quería era hacer algunos trabajos en casa. Yo tenía un trabajo de jornada completa como contratista eléctrico, y me preguntaba cuándo hallaría tiempo para mis propios proyectos. Pero cuando mi esposa sugirió que llevara a Brianna al nuevo lugar de vacaciones de mis padres –una cabaña a orillas del lago George– asentí de mala gana.

Aún después haber llegado, yo todavía pensaba en volver a casa: Quizá aún podría dedicar un tiempo a mis proyectos. Entonces Brianna y sus tres primas entraron en la cabaña. «Papá, ¿podemos ir a dar un paseo en canoa?», rogó ella, entusiasmada. Afuera, en el muelle, había un viejo bote de fibra de vidrio. ¿Qué podría decir yo?

Zambullí el remo en el agua y avancé un poco. Las chicas estaban realmente disfrutando el paseo, y lentamente yo empecé también a relajarme. Y entonces, a unos 50 metros delante de nosotros, vi al Ethan Allen, un barco turístico blanco y verde con un techo bajo y ventanas abiertas para disfrutar de la vista – una de las muchas embarcaciones que operaban en esa época del año. Estaba cargado casi en su totalidad con adultos mayores. Yo podía ver docenas de pasajeros sentados hombro con hombro, apiñados en los bancos.

Vi el barco dar una vuelta lenta, gradual – pero algo no parecía correcto. Bruscamente, el casco se empezó a levantar. El barco se siguió inclinando, el casco alzándose cada vez más del agua. ¡Se supone que eso no debería suceder! Repentinamente, la gente sentada a un costado resbaló a través de la cubierta y cayó sobre los regazos de las personas que iban al otro lado. ¡Oh, el barco se va a volcar! ¡Esa gente se va a ahogar!

El barco se tambaleó y corcoveó mientras el capitán se esforzaba por tomar el control. Entonces, la embarcación se dio vuelta. Los hombres y las mujeres saltaron por las ventanas abiertas, y otros cayeron debajo del barco mientras se volcaba. «¡No!», jadeé. Era como una escena tomada del Titanic. El casco quedó al revés en el agua; el humo y el vapor del motor del barco chirriaban mientras éste se sumergía.

Brianna y las muchachas saltaban, gritando. «¡Siéntense!», les grité. Ellas estaban asustadas, pero si no detenían el oscilar de la canoa, nosotros también nos hundiríamos. Saqué el celular de mi bolsillo, y pinché el 911. «¡Envíen ayuda! ¡Un barco se ha volcado! ¡De prisa!».

¡Dios, mejor envía a alguien rápido a salvar a estas personas!

Desesperados gritos de ayuda

La gente golpeaba frenéticamente el barco volcado. Oí lamentos desesperados: ¡»Ayúdenme! ¡Ayúdenme!». Mi estómago se retorció. Miré a mi alrededor. No había ninguna otra embarcación a la vista. Yo era el único allí.

Yo no iba a ser ninguna ayuda con cuatro muchachas y una canoa. Tenía que pensar algo velozmente. Telefoneé a mi hermano en la cabaña. ¡»Eric, un barco se ha volcado! ¡Te necesito urgente!». Le expliqué sumariamente los detalles y le dije que me encontrara con el bote de pesca de mis padres. Entonces, llevé la canoa a un cobertizo para botes que estaba cerca. «El tío Eric viene a ayudarnos», dije a las muchachas. «Quédense aquí, y denme sus chalecos salvavidas; los vamos a necesitar todos».

Eric llegó al instante. Subí en el bote más grande, y volamos. El motor del Ethan Allen rugía, y el aire se llenaba del desagradable olor del combustible derramado. Los pasajeros en el agua luchaban para alcanzar el barco volcado y se aferraban a él para salvar sus vidas.

Eric saltó primero. Arrojé al agua todo aquello que podía flotar. Los chalecos salvavidas, los amortiguadores de los asientos; rasgué los asientos del bote y los lancé a la gente en el agua. Entonces me zambullí en el agua fría, cubierta de combustible. ¡Esa gente se debe estar congelando! Avancé hacia el barco, donde la gente se aferraba al casco. Otros intentaban permanecer a flote, agitando los brazos. Ninguno de ellos tenía chalecos salvavidas.

Una mujer forcejeó y se asió de un hombre que se sujetaba desesperadamente del casco del barco. «¡Ella me está tirando hacia abajo!» gritó él. «Ayúdenme!». Agarré uno de los salvavidas flotantes y nadé hacia la mujer frenética. Le ajusté la chaqueta anaranjada y la saqué de allí, mientras el hombre se aseguraba mejor en su posición.

¿Tendré fuerza?

Nadé con la mujer hacia un barco que acababa de llegar al rescate. La subieron a bordo. Lancé un suspiro. Ella ya estaba segura. Pero entonces di vuelta atrás. ¿Tendré fuerza para hacer esto? Muchos gritaban pidiendo ayuda. Volví a nadar, ignorando la fatiga que agarrotaba mis músculos. Eric estaba en el agua también, llevando a otros hacia otros botes que ahora acudían al rescate. Yo no sabía cuántos socorristas había allí. Los necesitábamos a todos.

Comencé a nadar hacia una mujer rubia de pelo corto, pero me detuve. Ella parecía un poco más joven que el resto. Quizás ella podría esperar más tiempo. Cambié mi pensamiento y tomé a otra mujer cercana. ¿Cómo puedo decidir a quién salvar y a quién no? ¿Qué pasará si no puedo salvarlos a todos?

Las pobres víctimas se veían entorpecidas por los pantalones largos y los suéteres empapados. Se aferraban débilmente a mí. El barco se hundía casi por completo. Algunas personas aún se mantenían a flote, lejos del barco. ¿Cuanto tiempo podían resistir? ¡Sosténganse!

Finalmente, me acerqué el barco casi sumergido y había sólo mujer que se agarraba al costado, agitándose incontrolablemente. Era la mujer de pelo rubio corto. Había resistido, pero estaba débil y pálida y parecía apenas consciente. Había estado durante mucho tiempo en el agua fría.

«Yo la ayudaré», le dije. «Voy a sacarla de aquí».
«Soy Carol», susurró. «Soy la guía del grupo. Y no puedo nadar».
«Yo cuidaré de usted, Carol», le dije.

Se aferró a mí, y sentí una confianza completa. Puse mi brazo suavemente alrededor de ella y comencé a nadar. El humo debilitaba mis fuerzas. Pensé que ya no podría mover mis brazos y mis piernas una pulgada más. Señor, necesito un poco más de fuerzas. No podía darme por vencido. No sé cómo lo hice, pero nadé, llevando a Carol a una embarcación que esperaba. Entonces, con un estruendo final, el Ethan Allen se hundió.

Volví a mi bote y remé hacia la orilla. El personal de emergencia había instalado un refugio, y las personas mayores temblaban, esperando para ser llevadas a un centro asistencial. Quedé conmocionado como los otros, agobiado por un terrible pesar. No pudimos salvarlos a todos. ¿Por qué tuve que ser parte de este horrible accidente? ¿Por qué salí en esa canoa? ¿Por qué no me quedé en casa?

«¡Gracias a Dios, usted estaba allí!»

Entonces vi a mujer pequeña sentada sola debajo de un árbol. Era Carol, la última mujer que yo había rescatado. «¿Carol?». Me arrodillé a su lado. «Soy yo. Estuve con usted en el agua». Encontré una manta y la puse alrededor de sus hombros y permanecí con ella hasta que la ambulancia estuvo lista. Ella se aferró a mí, sollozando. ¡»Mi ángel! ¡Oh, Dios lo bendiga. ¡Gracias a Dios, usted estaba allí!».

Yo habría deseado no estar allí. Mi corazón se afligió. Pronto supimos que 20 de las 48 personas a bordo del barco habían muerto; el capitán de 74 años fue juzgado más adelante por no tener personal suficiente a bordo, y llevar mayor cantidad de pasajeros de la que el barco podía soportar.

Aunque no pude cambiar los trágicos resultados, Carol me recordó que yo había representado una diferencia. En ese momento, supe sin duda alguna por qué yo había estado allí. Yo le había pedido a Dios que enviara a alguien salvar a esas personas. Y él me envió. Yo no había planeado salir en esa canoa. Pensé que tenía un millón de cosas que hacer ese día, un millón de lugares diferentes donde estar. Pero Él sabía mejor. Él me puso justo donde yo tenía que estar.

Copyright © 2008 Christianity Today International / Today’s Christian magazine. March/April 2008.