Una selección de testimonios autobiográficos de David Wilkerson.

Conversión

«Dios me llamó para que trabajara para él cuando tenía once años. Ese verano fui a un campamento juvenil con una beca de trabajo, ya que mis padres no podían pagarme la matrícula. Lo pasé muy mal. Los otros muchachos me decían «el flaco» o «el hijo del predicador», y se burlaban de mis lentes gruesos.

Cuando escogían a los que iban a formar parte de un equipo para un juego determinado, nadie quería al flaco. Recuerdo una vez que quedamos seis sin escoger para ninguno de los dos equipos para un partido de básquetbol. Bud Impesivo, excelente atleta pero que también me parecía en esa época el peor abusador del mundo, gritó: «¡Tomaremos a estos cinco si se quedan con el flaco!».

Así fue todo el tiempo en ese campamento. Había ido con la esperanza de disfrutar de un cambio en relación con la escuela, donde había estado sacando malas notas en clase y pasando momentos difíciles fuera de ella, pero resultó todavía peor en el campamento. Me preguntaba por qué había venido.

Lo descubrí la última noche. Se celebraba un culto especial y de repente pareció como que el predicador me estuviera hablando solo a mí.

«No importa quién eres», decía, «Dios te quiere. No importa si eres grande o no, qué edad tienes. No importa cuán flaco seas y si sacas malas notas en la escuela».

Esto me impactó. Seguí escuchando con toda atención, mientras proseguía: «Lo que Dios quiere de ti es un corazón dispuesto. Quiere oírte decir: «Heme aquí, utilízame!».

Cuando el orador invitó a los jóvenes que acampaban allí a que pasaran al frente para entregar sus vidas a Cristo, recorrí apresurado el pasillo para ir a arrodillarme y levantando las manos por encima de la cabeza lo más alto que pude, exclamé con todas mis fuerzas: «Jesús, no soy nada, pero quiero que me utilices. Toma lo que tengo. Es todo tuyo».

Esa noche comenzó a arder en mi alma el fuego de Dios y supe que nunca más volvería a ser el mismo. Después de esto, muchas veces, cuando otros muchachos jugaban, yo oraba. Mientras otros veían películas o leían historietas, yo buscaba a Dios o leía la Biblia. Había aprendido que mi vida tenía un propósito y una misión, y nunca he perdido esto de vista».

«Ministerio en el infierno», 1968.

Predicador callejero

Cuando era pastor en Pennsylvania predicaba hermosos sermones sobre el testificar. Hacía todo lo posible para que mi congregación fuera una iglesia evangelística, salvo testificar yo mismo. Entonces, un día, Dios me sacó del templo a las calles.

Todos los miércoles y sábados me introducía en los restaurantes, salones de billar y boleras de Phillisburg, pescando almas. Cada cierto tiempo pescaba una. Me emocionaba tanto con lo que empezaba a ocurrir, que conté mis experiencias en mis sermones.

Poco después, mi esposa comenzó a recibir llamadas telefónicas de varios jóvenes de la iglesia: «¿Dónde está el pastor Wilkerson esta noche?», preguntaban. «¿En la calle Tres? Gracias. Hasta luego». Y muy pronto un creciente número de adolescentes me acompañaba mientras le hablaba de Jesús a gente que tenía hambre de oír de Dios. Sin ningún programa, salvo la dirección del Espíritu, teníamos con nosotros una genuina cruzada para Cristo.

«¡Hombre, sí que tengo problemas!», 1969.

El comienzo de La Cruz y el Puñal

Toda esta extraña aventura comenzó tarde una noche mientras sentado en mi despacho leía la revista Life, y volví una página.

A primera vista, no parecía que hubiera nada en la página que me interesara. Figuraba un dibujo a tinta de un proceso que se realizaba en la ciudad de Nueva York, a unos 560 kilómetros de distancia. No había estado jamás en Nueva York, ni había deseado ir allí nunca, excepto quizá para ver la estatua de la Libertad.

Comencé a dar vuelta la hoja. Pero al hacerlo, mi atención se concentró en la mirada de uno de los personajes del dibujo. Era un muchacho. Uno de los siete muchachos procesados por asesinato. El artista había captado una mirada tal de estupor, de odio y desesperación en su rostro, que abrí la revista cuán ancha era para observar con más detenimiento. Y al hacerlo solté el llanto. «¿Qué me pasa?» me dije en voz alta enjugándome impacientemente una lágrima. Luego miré con más atención el dibujo. Los muchachos eran todos jovencitos. Eran miembros de una pandilla llamada los Dragones. A los dibujos de los muchachos les seguía la historia de cómo habían ido al parque Highbridge en la ciudad de Nueva York, donde habían atacado brutalmente y muerto a Michael Farmer, un joven de quince años de edad que sufría de polio. Armados de cuchillos, los siete muchachos habían asestado a la víctima siete puñaladas en la espalda, para luego golpearlo en la cabeza con cinturones de cuero reforzados. Y se fueron limpiándose las manos ensangrentadas en el pelo, diciendo: «Le dimos una buena paliza.» La historia me dio asco. Me revolvió el estómago. En nuestro pueblecito ubicado en las montañas, tales cosas eran misericordiosamente increíbles. Es por eso que quedé pasmado ante el pensamiento que nació de repente en mi cerebro, un pensamiento maduro, como si procediera de alguna otra parte.

«Ve a la ciudad de Nueva York y ayuda a esos muchachos». Lancé una ruidosa carcajada. «¿Yo? ¿Ir a Nueva York? ¿Un predicador rural meterse en una situación que desconoce por completo?»

Ve a la ciudad de Nueva York y ayuda a esos muchachos. El pensamiento estaba aún allí, vívido como siempre y al parecer del todo independiente de mis propios sentimientos e ideas.

«Seré un necio si voy. No sé nada de muchachos como ésos. Y no quiero tampoco saber nada de ellos». Pero no había nada que hacer. La idea no se borraba de mi mente: tenía que ir a Nueva York y además era imprescindible que lo hiciera de inmediato, mientras se ventilaba el proceso.

La noche siguiente era miércoles, noche de culto de oración en la iglesia. Decidí informar a todos respecto de mi experimento de oración de las doce a las dos de la mañana y acerca de la extraña sugerencia que había resultado de ese experimento de oración. La noche era fría. Era a mediados del invierno y había comenzado a nevar. No muchas vinieron esa noche a la iglesia. Los agricultores, según creo, temían ser sorprendidos por una tormenta de nieve en el pueblo. Hasta las gentes del pueblo que asistían al culto llegaron tarde y ocuparon los últimos asientos de la iglesia, que es siempre una mala señal para el predicador. Significaba que tendría una congregación «fría» a la cual dirigir la palabra.

No intenté siquiera predicar un sermón esa noche. Cuando me puse de pie tras el púlpito pedí que todos pasaran a sentarse en las primeras bancas, «porque tengo algo que quiero enseñarles,» les dije. Abrí la revista Lije y se la enseñé.

«Miren bien la cara de esos muchachos», les dije, y luego les narré cómo el llanto había acudido a mis ojos y cómo había recibido instrucciones claras de ir yo mismo a Nueva York y procurar ayudar a esos muchachos. Mis feligreses me miraban impasibles. No me daba a entender y me daba cuenta del porqué. El instinto natural de cualquiera sería de aversión hacia esos jóvenes, y no de simpatía. Ni aún yo podía entender mi propia reacción.

Luego ocurrió algo maravilloso. Le informé a la congregación que quería ir a Nueva York pero no tenía dinero. A pesar de que había tan pocas personas presentes esa noche, y de que no entendían lo que yo trataba de hacer, mis feligreses se pusieron de pie en silencio, avanzaron hacia el frente de la iglesia, y uno por uno colocaron su ofrenda sobre la mesa de la comunión.

La ofrenda alcanzó a setenta y cinco dólares, más o menos, lo suficiente para un viaje de ida y vuelta en automóvil a Nueva York.

La Cruz y el Puñal, 1963.

La vida renovada

Cito de mi diario, 24 de agosto de 1965: «Luego de siete años de servicio a mi Señor, todavía no puedo comprender por completo el acto de la crucifixión y la vida renovada que sigue a la resurrección. Debo llegar a saber qué significa morir; que nunca se vuelva a saber de uno».

Ahora, permítame decirle cómo me llegó la muerte, qué me mostró Dios horas antes del momento de morir.

Estaba caminando dentro de mi estudio e invocando a Dios: «Oh, Señor, crucifícame, crucifícame. Permíteme morir. Permíteme vivir la vida crucificada». Mentalmente me estaba dirigiendo despacio hacia el Calvario, tratando de volver a captar y revivir esos últimos momentos con Cristo en el Calvario. Trataba de imaginarme el sufrimiento, la vergüenza, el dolor que él había soportado por mí. Intentaba atrapar las miradas de quienes estaban de pie, mofándose. Luchaba por verlos clavar a Jesús en su cruz y luego elevarlo sobre la colina. Esperaba oír el sonido del trueno y ver los relámpagos que significaban que los cielos estaban observando la escena. Pero no hubo ningún trueno. En cambio, en forma clara y fuerte, resonando sobre las colinas, provino el grito del Salvador: «Consumado es».

De repente, me encontré gritando en voz alta: «Consumado es». Su muerte es mi muerte. Yo estoy muerto con Cristo. Todo ha terminado». En ese momento todo estuvo claro, y la luz comenzó a brillar en mi alma.

La crucifixión es un acto, no una forma de vida. Gracias a Él, las siguientes verdades que nunca había llegado a comprender del todo, comenzaron a convertirse en reales. Nuestra crucifixión finaliza cuando nosotros, con Cristo en nuestra cruz, podemos gritarle al mundo entero: «Consumado es». Debemos reconocer de una vez por todas que Jesús completó la obra, que no es nuestra, sino de él.

No estoy enojado con Dios, 1967.

Ministrando en Europa

Una de las experiencias más irritantes de toda mi vida la tuve en Finlandia, en una iglesia repleta de jóvenes inquietos. La liturgia formal no les interesaba. Me encontraba sentado en el presbiterio, de ornamentación recargada, y mientras se interpretaba un majestuoso coral en el grandioso órgano, vi la luz oscilante de unos fósforos: dos jóvenes barbudos y una muchacha de minifalda estaban encendiendo cigarrillos. Durante un himno muy largo capté el intercambio de miradas entre una muchacha vestida de forma extravagante y su compañero de pelo largo que se encontraban en la segunda banca. Sus miradas eran más elocuentes que las palabras: «Todos estos lamentos son demasiado; ¡larguémonos!»

Eso colmó mi copa. Le hice llegar el siguiente mensaje al pastor: «Si en dos minutos no me cede el púlpito, ¡me voy!».

La dureza de mis palabras debe de haber sacudido al buen ministro hasta las entrañas, porque en una forma muy elegante dio por concluido el himno y me invitó a que tomara el púlpito. Lo que dije probablemente le chocó todavía más. Pero quería conseguir rápidamente la atención de esos jóvenes.

Esa tarde, al recorrer las calles de esa gran ciudad finlandesa, había visto revistas increíblemente explícitas expuestas a la vista de todos. Había hablado con decenas de confundidos adolescentes. Había orado con dos de los drogadictos más desesperados de Europa. Y ahora, de pie en el púlpito, mirando a esa gran cantidad de jóvenes, podía sentir con cuánta ansia muchos de ellos buscaban la realidad. Intenté, de una manera muy sencilla y directa, hacerles ver claramente que el único camino para salir de la confusión y el aburrimiento es por medio de una entrega total a Jesucristo. Les hablé del poder que yo mismo he visto y que ha cambiado las vidas de centenares de criminales, drogadictos y suicidas en potencia.

Antes de que hubiese acabado de hablar, pude sentir que ese poder estaba actuando en medio nuestro. Poco a poco, en pequeños grupos, algunos de esos jóvenes comenzaron a pasar al frente del gran santuario y a arrodillarse ante el altar. Esa noche más de doscientos se concentraron en la parte delantera para encontrarse con la realidad.

Ministerio en el infierno, 1968.

La Visión

He tenido solamente dos visiones en mi vida. La primera me vino en 1958, cuando una visión de Dios me llevó de una pequeña población de Pennsylvania a la ciudad de Nueva York, a trabajar con las pandillas de adolescentes y con los adictos a las drogas.

Aquella no fue una falsa visión. Ahora, transcurridos los años, su realidad queda demostrada por los centros juveniles esparcidos por todo el mundo. No solo se han convertido pandillas y adictos, sino que muchos de ellos están incluso predicando el evangelio.

Una segunda visión vino a mí este verano (1973). Ha sido una visión de cinco trágicas calamidades que vienen sobre la tierra. No vi luces deslumbradoras; no escuché voces audibles ni oí hablar a un ángel. Mientras yo estaba orando tarde una noche, estas visiones de calamidades mundiales vinieron sobre mí con un impacto tal, que no pude hacer otra cosa que seguir arrodillado, estupefacto, y captarlo todo.

Al principio yo no quería creer lo que había visto y oído. El mensaje de la visión era demasiado amedrentador, demasiado apocalíptico, demasiado aflictivo para mi mente materialista. Pero la visión volvió a mí noche tras noche. No podía librarme de ella. En lo profundo de mi corazón yo estoy convencido de que esta visión procede de Dios, que es verdadera, y que llegará a verificarse (…) Partes de esta visión vendrán a ocurrir en un futuro muy próximo. Algunos de los eventos son más remotos. ¡Pero estoy seguro de que todos los eventos que se mencionan, habrán de acontecer e esta generación!».

La Visión, 1974.