Aunque las Sagradas Escrituras son un relato literal e histórico, con todo, por debajo de la narración, hay un significado espiritual más profundo.

El sacrificio de Isaac

La expulsión de Ismael no puso fin a las tribulaciones del hijo del pacto de Abraham; todavía había de pasar una prueba más profunda y una lección más difícil, una prueba y una lección que tienen su paralelo en toda vida consagrada. Una mañana llegó súbitamente una orden, que ponía fin a toda esta esperanza y felicidad con un decreto incomprensible e inexorable de muerte. «Toma ahora a tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas», es el mandato misterioso, «y ofrécelo allí en holocausto sobre uno de los montes que yo te diré».

Estamos acostumbrados a considerar esta escena principalmente desde el lado de Abraham y pensamos en la fe asombrosa y la fortaleza del corazón del padre que pudo renunciar no sólo a su afecto, sino también a la misma esperanza, fe y todo lo que le unía con el futuro prometido por Dios en una obediencia y sumisión ciegas, aunque con una fe inalterable a esta prueba extraña y espantosa. Todo esto es verdad y todo esto es digno de la sublime aprobación que Dios mismo ha puesto sobre ello. Era la prueba suprema de la fe y la obediencia de Abraham. Pero, ¿hemos considerado todo esto bien desde el punto de vista de Isaac? ¿Hemos pensado en todo lo que significaba para este muchacho sensible y tímido, la súbita e inesperada separación de la compañía de su madre, que tuvo que serle difícil, el viaje de tres días sin saber qué significaba, el extraño presagio en la angustia del rostro del padre que no podía hablar, pero tampoco podía esconder las sombras que pendían sobre él, la inocente pregunta: «¿Dónde está el cordero?», y la súbita explosión en su conciencia del significado pleno, cuando se vio atado y puesto sobre aquel altar, la sumisión silenciosa, todo ello más impresionante porque no se nos dice una sola palabra de su sufrimiento, el extraño horror de ver que su propio padre estaba a su lado con el cuchillo en la mano, y el terrible momento de agonía y espera que debe haberle parecido una eternidad antes que la mano fuera impedida de consumar la tragedia?

Lo que podemos decir de Abra-ham podemos decirlo de Isaac, como si el sacrificio hubiera sido realizado. La amargura de la muerte pasada, y todo el tiempo y la eternidad no pueden hacer olvidar a Isaac los recuerdos de aquel momento. Había muerto realmente en la entrega de su voluntad y en su vida futura Isaac quedaba bajo la sombra de la vivencia de que era como uno que ha vuelto de la muerte. Así nos hablan de ello las Escrituras, y así debe haberlo experimentado.

No sólo hemos de ver en esto una figura, más clara que en ninguna otra, del sacrificio de Jesucristo por la mano de su Padre para nuestra salvación –un sacrificio que no se detiene porque no hay voz que diga: «Ahí hay un carnero que ocupará su lugar»–, sino que tiene otro mensaje de importancia equivalente para nuestra vida espiritual. Es para nosotros el símbolo de la muerte al yo y la entrega de nuestra vida interior a Dios que viene con frecuencia en la experiencia del cristiano, incluso después que ya ha empezado esta vida más profunda que vimos en la última sección. La expulsión de Ismael significó separación del pecado y de la carne. El sacrificio de Isaac significó la muerte del yo y la dedicación de la voluntad, la vida y el ser a Dios.

La prueba escrutadora se realiza de varias maneras, y el alma es llevada a rendirse a la voluntad de Dios, y en la hora del sacrificio, halla su vida, y «no vive en adelante para sí, sino para aquel que murió por él y resucitó». A partir de entonces es fácil ceder en todo a la voluntad de Dios. El espíritu ha cedido y se ha inclinado. La cabeza ha sido colocada sobre el pecho de Jesús y la nota clave de la vida es: «No mi voluntad sino la tuya»; y si bien Dios nos devuelve incluso a Isaac; nos da su voluntad más alta y mejor a cada uno, a partir de ahora todo es diferente. Nuestra voluntad está unida a él, y tan unida con nuestra renuncia a nosotros mismos que ya no «vivimos nosotros sino que Cristo vive en nosotros». Así que hemos de aprender a deponerlo todo, no sólo lo malo, sino incluso lo bueno, en su altar, y considerar nuestras esperanzas más altas y nuestras promesas más dulces y sus divinas bendiciones y lo más íntimo de nuestra vida como suyo y todo para él, escribiendo sobre ello: «De él, y por él y para él sean todas las cosas: a quien sea la gloria para siempre jamás. Amén».

El casamiento de Isaac

La boda de Isaac y su cortejo de Rebeca es un ejemplo de amor sagrado tan hermoso a su manera como la historia de Eva, y tan lleno de encanto literario como de significado sagrado.

El hecho que Isaac tuviera sólo una esposa en una edad de poligamia, lo hace un tipo marcado de su ilustre Antitipo, el Señor Jesucristo, quien allega junto a sí a su cónyuge espiritual querida a la comunión de su gloria y de su reino. La esposa de Isaac fue escogida después de un consejo y cuidado explícitos entre sus parientes en la distante Mesopota-mia; del mismo modo, Dios está llamando de entre el mundo remoto a un pueblo para su Hijo, una raza que está unida a él por lazos de parentesco de su misma sangre.

Eliezer, el siervo de Abraham, recibe el encargo de escoger a la novia, y es un tipo, tanto por su nombre como por su carácter, del Espíritu Santo, por medio del cual Dios nos está llamando y conduciendo a Cristo. Como el fiel siervo, el Espíritu bendito viene en su viaje largo y de lejos para buscar y hallar el alma que Él está cortejando. El Espíritu nos halla, como halló a Rebeca, en nuestra vida cotidiana y en los simples incidentes de nuestra experiencia humana, que con frecuencia llevan a las decisiones más importantes de la vida. Así como él presentó a Rebeca y a su familia las pretensiones de Isaac, y habló no ya de él, sino de su amo y del hijo, y de su riqueza y gloria, lo mismo el Espíritu Santo se retira tras su obra y su mensaje, y lo que procura hacer es revelarnos la gloria y hermosura y las pretensiones de Jesús respecto a nosotros.

Como Eliezer mostró a Rebeca los tesoros que Isaac había enviado y aun colocó algunos de ellos sobre su persona, lo mismo el Espíritu no sólo nos muestra las cosas preciosas de Cristo, sino que nos las da y nos bendice con las muestras de su amor incluso antes de nuestros esponsales y nuestra consagración incondicional. Como este antiguo mensajero, espera paciente un poco a que le demos la respuesta, y luego, como él, nos apremia a la llamada imperiosa: «¿Vas a ir con este hombre?». Como Rebeca, cada uno de nosotros tiene que contestar por sí mismo. Cristo no quiere maridar a nadie en contra de su voluntad, sino que exige que la entrega sea gozosa, franca y libre. «Oye, hija, y mira, y pon atento oído: Olvida tu pueblo y la casa de tu padre, y se prenderá el rey de tu hermosura e inclínate ante él, porque él es tu Señor» (Salmo 45:10 y 11). La respuesta de Rebeca fue tan rápida e inequívoca como debería ser la nuestra. «Iré», fue la respuesta que la unió para siempre a las esperanzas y destinos más gloriosos de la humanidad. No podía ofrecer nada, excepto ella misma; y esto es todo lo que Él requiere de nosotros. Los mismos vestidos de boda, y aun el velo en que tenía que ser presentada a Isaac, los trajo el siervo y se los entregó antes que ella se encontrara con su novio; y vestida con los vestidos recibidos, montada sobre el camello, guiada por el siervo, y totalmente consagrada para ser de él, emprendió la marcha para ir a su encuentro.

¡Qué cabalgata! ¡Qué cortejo! ¡Qué cuadro de nuestra permanencia! Así también nosotros podemos llevar los vestidos de boda, antes de habernos encontrado con él en la boda. Él no nos pide nada costoso, sino que nos da todo lo que requiere de nosotros. Si bien se nos dice en un versículo que «las bodas del Cordero han llegado, y su esposa se ha preparado», se nos dice también en el siguiente: «…se le ha concedido vestirse de lino fino, limpio y resplandeciente… las acciones justas de los santos». Sus vestidos eran «concedidos» como lo fueron los de Rebeca y como eran los antiguos vestidos de boda a la misma puerta del palacio del rey. Le recibimos a Él en su propia hermosura y carácter y somos aceptados no por lo que somos, sino por lo que Él hace de nosotros y ha hecho para nosotros. La santificación, pues, es toda de gracia, porque «somos obra suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, que Dios ordenó para que pudiéramos andar en ellas».

Pongámonos, pues, nuestras vestiduras celestiales, y guardemos nuestros vestidos con santa vigilancia, «para que no andemos desnudos y vean nuestra vergüenza». Y como cuando Rebeca contempló a su señor que se acercaba, se envolvió con su velo, y lo recibió con una señal que él no podía confundir, lo mismo, cuando nosotros nos acerquemos a nuestro Señor, que no seamos hallados vestidos de nuestra propia justicia, sino de la que es de la fe de Cristo, llevando las ropas que todo el cielo reconocerá como las propias de la Esposa del Cordero.

La larga cabalgata al fin se acerca al hogar, e Isaac sale a recibirlos. Es al atardecer, y los demás no ven el encuentro plenamente, cuando, unidos en un abrazo, entran en la tienda nupcial y Rebeca pasa a ser la esposa de la simiente escogida y la futura madre del mismo Redentor. Así también será dentro de poco; contemplaremos en el horizonte distante las señales del hogar, pero antes de que lleguemos, nuestro Señor se apresurará a venir a recibirnos. Puede que sea al atardecer de la vida. Será al atardecer de la historia del mundo; y nuestro encuentro con Él, en el aire, es posible que no sea visto por los enjambres que se mueven ajetreados por la tierra, pero nosotros le conoceremos y él nos reconocerá por las prendas que nos ha dado y por el vestido que llevamos y por el testimonio del Espíritu Santo que estará con nosotros todavía. ¡Feliz encuentro! ¡Bienaventurada esperanza! ¡Verdadero hogar! ¡La idea eterna de toda boda y de todo velo matrimonial y de todo latido del amor humano. Dios nos conceda que podamos hallarnos en esta feliz compañía.

Los pozos de Isaac

Las últimas escenas de la vida de Isaac no están exentas de nubes. En una hora de prueba y de hambre parece que Isaac obró prescindiendo del consejo divino. Descendió a la tierra de los filisteos, donde había abundancia de comida y disfrutó de una extraordinaria prosperidad mundana, pero en tanto se halla allí no tenemos registrado ningún caso en que disfrutara de la divina presencia, y se vio constantemente envuelto en problemas con los habitantes de la tierra. Parece seguro que en esto obró equivocado y ha pasado a ser un ejemplo para nosotros de las tribulaciones innecesarias y las pérdidas espirituales inevitables que se siguen de una desobediencia, incluso tácita, y de actuar conforme a la sabiduría, prudencia y voluntad propia.

Isaac obedeció en cuanto no descendió a Egipto; pero salió de su territorio un poco. Lo mismo nosotros, sin entregarnos al mundo, podemos tocar su espíritu y vernos complicados en sus embrollos, por lo que podemos aprender la lección de Isaac.

El primer problema fue debido a la falta de agua; y cuando cavaron los pozos necesarios, o más bien, abrieron los antiguos pozos de Abraham, los enemigos lucharon con ellos y reclamaron prioridad en el derecho a los pozos. El mundo fácilmente se va a salir con la suya cuando nosotros luchamos en un terreno que nos es prohibido. Isaac mostró por lo menos el poder de la gracia en el espíritu que manifestó, a pesar de su error. No contendió con ellos, sino que fue apartándose de pozo en pozo, dejándoselos en posesión y llamando los pozos con los nombres sugeridos por sus amargas experiencias: «Rencilla», «Odio» y finalmente «Ensanchamiento», cuando al fin le dejaron en paz. Siempre hallaremos espacio cuando, como él, seguimos un curso de mansedumbre y preferimos un sacrificio temporal a una lucha impropia.

Esta característica de paciencia y resistencia aparece más fuerte en Isaac que en ningún otro de los patriarcas, y tiene su raíz real en su propio sacrificio, por el que pasó en el monte Moriah. De modo que los que han muerto con Cristo una vez por todas, no van a hallar difícil morir diariamente en las innumerables cruces de las pruebas de la vida.

Al fin salió del todo de la tierra en que se hallaba y plantó sus tiendas en Beerseba, en la tierra de promisión. Inmediatamente, aquella misma noche, Dios se le apareció como prueba de su aprobación, y renovó con él el pacto, en tanto que su siervo le llevaba las noticias de un pozo reciente y valioso que había derramado agua abundante sobre el campamento. Le dieron el nombre del pacto que acababa de ser renovado y lo llamaron Seba, o sea, el «pozo del juramento». Y lo mismo veremos nosotros que un decidido retorno a la línea exacta del pacto de Dios nos traerá liberación de nuestras tribulaciones, la presencia de Dios y fuentes de bendición.

No sólo esto, sino que los filisteos estuvieron contentos de acudir a Beerseba y solicitaron una alianza con Isaac y con su tribu. El hombre a quien habían perseguido y a quien habían requerido que saliera de su presencia, en tanto que se hallaba a su nivel, era buscado como amigo y consejero cuando se colocó en el lugar que le correspondía y se separó de ellos.

Así nosotros nunca podemos bendecir al mundo hasta que nos hemos separado de él, y nunca podemos elevarlo hasta que nosotros estamos en un plano más alto que el suyo. El hombre que no teme perder su influencia es el hombre a quien Dios da influencia sobre los demás. El hombre que está dispuesto a arriesgar la pérdida de la amistad del mundo, por amor de Dios, es el hombre a cuya puerta el mundo va a acudir en su hora de necesidad para encontrar consuelo, ayuda y bendición celestial.

¡Seamos fieles a Dios! Mantengámonos siempre dentro de los confines de nuestra herencia, y Dios nos bendecirá y hará de nosotros bendición.