Si dijéramos así, sin explicación alguna, que es posible ser salvos sin fe, podría sonar a herejía para los que conocen las Sagradas Escrituras. Sin embargo, al examinar más atentamente, nos damos cuenta que en la Biblia muchos fueron salvos sin fe, o con una fe prestada.

En la Biblia se narra el caso de un hombre que fue salvo por la fe de sus amigos, ya que él no tenía fe (Marcos 2:1-5). Este era un paralítico. Él tenía cuatro amigos que lo amaban mucho, y querían que fuera sanado. Ellos decidieron llevarlo a Jesús. Entonces lo tomaron, lo echaron en una camilla, y comenzaron a abrirse paso entre la multitud. Pero, ¡oh, no, de pronto no pudieron seguir, porque no había lugar junto al Señor! Entonces tomaron a su amigo, lo subieron al techo, hicieron una abertura en él, y lo bajaron a los pies del Señor.

La Biblia dice que el Señor Jesús, al ver la fe de ellos, dijo al paralítico: «Hijo, tus pecados te son perdonados». Y le sanó. Este milagro no fue el resultado de la fe del hombre, sino de la de sus amigos. No fue el paralítico quien tomó la iniciativa de acercarse al Señor, sino sus amigos.

Pero aún hubo otros casos más dramáticos. Cierta vez, el Señor encontró en una sinagoga a una mujer encorvada. Hacía 18 años que no podía erguirse. Todo ese tiempo no podía mirar el cielo; ¡cuánta vergüenza y humillaciones habrá sufrido! Cuando el Señor Jesús la vio, la llamó. No le preguntó si tenía fe, tampoco si quería ser sanada. No le dijo nada, excepto:«¡Mujer, eres libre de tu enfermedad!». Y poniendo las manos sobre ella, se enderezó (Lucas 13:10-13). ¿Tendría ella fe o no? Al Señor no le importó.

Otra vez el Señor fue al estanque de Betesda, donde una multitud de enfermos esperaban que bajara un ángel del cielo para que tocara el agua del estanque. Cada vez que bajaba, el primer enfermo que tocara el agua, era sanado. Uno de ellos, un paralítico, había estado allí 38 años, y nunca había podido ser sanado, porque siempre se le adelantaba otro. El Señor se le acerca y, sin más preámbulo, le pregunta: «¿Quieres ser sano?». El Señor no le preguntó si tenía fe. Simplemente le preguntó si quería ser sano. Esa pregunta debe de haberle parecido al paralítico la más bella música a sus oídos. Entonces, obtenida la respuesta, el Señor le sanó.

Este paralítico, lo mismo que la mujer encorvada, representan a la humanidad sufriente, postergada. Ellos son los derrotados de la vida, los que han quedado tendidos a la orilla del camino. Han presenciado cómo otros triunfan, mientras a ellos la suerte les ha vuelto la espalda. Pero aún a éstos el Señor vino. No es necesario tener fe. Basta estar cerca del Señor para ser alcanzado por su mano cariñosa. No es preciso creer (¿quién puede presumir de haber sido salvo por su propia fe?). Basta acercarse a él y abrirle el corazón para que él entre a morar.

Todavía, en el día de hoy, el Señor pregunta a los hombres y mujeres que sufren: «¿Quieres ser sano? ¿Quieres ser salvo?». Basta que usted le diga «sí», y él le salvará y le sanará.

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