En este principio de dolores, ¿cuál ha de ser la actitud y la misión de la iglesia en el mundo?

Y oiréis de guerras y rumores de guerra; mirad que no os turbéis; porque es necesario que todo esto acontezca; pero aún no es el fin. Porque se levantará nación contra nación y reino contra reino… y todo esto será principio de dolores».

– Mat. 24:6-8.

Tras los dramáticos acontecimientos ocurridos recientemente en la ciudad de Nueva York, donde un atentado terrorista de proporciones nunca vistas hizo colapsar las torres del World Trade Center, muchos han querido ver el enfrentamiento entre dos civilizaciones: el así llamado mundo “cristiano occidental”, y el mundo musulmán oriental.

Esta visión simplista y estereotipada, desconoce casi por completo el hecho de que la civilización occidental tiene, en rigor, muy poco de cristianismo real corriendo por sus venas. Su verdadero carácter se nutre de fuentes muy diversas de nuestra fe en el Señor Jesucristo y sus palabras. Para comprenderlo mejor, quizá sea necesario un poco de historia.

La “civilización occidental cristiana” hunde sus raíces en el matrimonio entre dos entidades de muy distinta naturaleza y origen: la iglesia cristiana y el imperio romano. La primera comenzó como la expresión terrenal de un propósito divino y celestial. El segundo era simplemente la más colosal máquina política, económica y militar producida jamás por el esfuerzo del hombre caído. En cuestión de unos pocos siglos, Roma dominó al mundo con el empuje irresistible de sus legiones perfectamente entrenadas para matar. Y fue durante el apogeo de su imperio que Jesús vino a la tierra para fundar su iglesia.

Sin embargo, la naturaleza celestial de la iglesia la hacía imposible de digerir para Roma. Muy pronto, todo su brutal poder se volcaría por completo en la firme determinación de extirpar a la “secta cristiana” del seno de su vasto imperio. ¿Por qué esta decisión? Pues, simplemente, porque la iglesia era “disfuncional” para el sistema. Los creyentes se negaban a adorar al emperador (símbolo de la unidad política del imperio), y a integrar sus legiones conquistadoras (soporte de su poderío militar).

Esto socavaba las bases mismas de su poderío. Como se puede ver, las razones de Roma eran muy prácticas y concretas. Los cristianos eran sencillamente “ateos” y traidores. Si se les dejaban medrar en libertad, el futuro mismo de Roma estaría en peligro. El imperio actuó con la fría lógica del sentido común.

Esta situación perduró hasta el tiempo de Constantino. Durante casi trescientos años la iglesia sufrió la persecución y el martirio a manos del bestial poder de la arrogante ciudad que se hacía llamar “señora del mundo”. Pero la iglesia no murió. Por el contrario, sobrevivió y aún se multiplicó bajo el fuego de la persecución. Y fue así como, en los días de Constantino, casi la mitad del imperio era ya encubiertamente cristiano.

Entonces sobrevino el cambio. Roma comprendió que era mejor unirse a los cristianos que seguir luchando contra ellos. Constantino se hizo cristiano y declaró al cristianismo la religión oficial del imperio. Muchos vieron aquí el triunfo de la iglesia sobre el imperio. Pero la realidad fue muy diferente. Lo que en verdad ocurrió es que Roma convirtió al cristianismo en una religión funcional para el sistema. Y la iglesia perdió su carácter perturbador, revolucionario e iconoclasta del principio. Emergió entonces una extraña hibridación: la fusión del poder político y militar con el poder de la fe. La iglesia legitimaría al imperio, y, a cambio de eso, el imperio defendería a la fe.

Casi toda la historia occidental a partir de entonces es un fruto de esta imposible simbiosis. Y la cristiandad, hasta el día de hoy, no se recupera de sus consecuencias: un cristianismo mutilado en su esencia, que ayuda a legitimar el sistema político y económico del mundo occidental. Un sistema cuya médula es tan terrenal y animal como los hombres que lo han creado

El error de las cruzadas

¿Qué puede ejemplificar mejor esta hibridación que las cruzadas? ¿Aquel inútil intento por recuperar mediante la espada los “santos lugares” de la fe cristiana? Pues allí confluyeron intereses tan poderosos como antagónicos: El fervor de la fe unido a la ambición económica y la crueldad injustificada de los caballeros cruzados. Quizá la mera ocurrencia de este escandaloso hecho nos debiera otorgar alguna luz en los tiempos que vivimos. Al fiero fervor guerrero del Islam, occidente opuso la cruel espada del caballero “cristiano”. Pero este caballero fue, en sí mismo, una contradicción en los términos. El Islam es una religión guerrera. Cuando occidente lo atacó a través de las cruzadas militares, tan sólo consiguió exacerbar el odio y el rechazo musulmán hacia la fe cristiana, cuyos frutos se cosechan hasta hoy.

No obstante, la iglesia de Cristo es algo totalmente diferente. Ella está aquí para conquistar al mundo mediante un evangelio, cuyo tema central gira alrededor del infinito amor de Dios, que permitió que su Hijo pendiera solitario de una cruz entre la tierra y el cielo, ante la mirada atónita de sus ángeles y el escarnio incomprensible de sus criaturas. Y el suyo era un amor derramado hacia los mismos que lo crucificaban.

Esta locura trastornó al mundo romano. El poder de la cruz fue una fuerza irresistible entrando por cada calle y plaza del imperio. Por eso Roma la odió y la persiguió. A esa contagiosa locura de un grupo de “fanáticos” que, al igual que su Maestro, moría con una sonrisa y una palabra de perdón para los mismos que los mataban. ¿Qué poder humano podía detener algo así? Pues lo que operaba en ellos era un poder más que humano: el poder de Cristo y su vida en el corazón de su iglesia. Nada, en todo el mundo, era semejante a eso.

Por esta razón, las cruzadas contra los musulmanes fueron una contradicción en los términos y la “civilización occidental cristiana” también lo es. Occidente no es cristiano. Sólo usa “lo cristiano” en la medida que le permite justificar y legitimar sus intereses y acciones. Pero, en realidad, es tan pagano como la antigua Roma. Por cierto, el terrorismo musulmán también lo es. Tanto el uno como el otro tienen la marca del príncipe de este mundo: el deseo de golpear, matar y destruir. No podemos equivocarnos en este punto. Los intereses de la iglesia no tienen nada que ver con los intereses de este mundo, sea este occidental u oriental. Ella está aquí con la misión de predicar y vivir el evangelio de Cristo en todas las naciones. Un evangelio cuya meta es crear para Dios una nación propia, radicalmente distinta en carácter y naturaleza a todas las demás naciones de esta tierra.

El tiempo del fin

Cuando el Señor habló del tiempo del fin y de su venida, nos hizo una importante advertencia: al escuchar hablar de guerras y rumores de guerras no se turben… porque aún no es el fin. Tan sólo es el “principio de dolores” (Mateo 24:8). La comparación se refiere al proceso de alumbramiento de un niño: los dolores se intensifican a medida que se acerca el momento del parto. Así, se nos dice, será en el tiempo del fin. Esto nos debe hacer reflexionar.

Quizá ahora, como nunca antes, están dadas las condiciones para que este proceso se acelere y precipite. El mundo se ha convertido en una “aldea global”. Los medios de comunicación e Internet nos permiten vivir los hechos simultáneamente mientras se desenvuelven a miles de kilómetros de distancia. Esto tiene un efecto amplificador sorprendente. Hace unas pocas semanas, más de dos mil millones de personas vieron con incredulidad y pavor cómo dos torres, símbolos del poderío occidental, se desmoronaban en una nube de fuego, polvo y cenizas. Pues, debido a la globalización, los acontecimientos que ocurren en un punto específico del planeta, producen efectos magnificados en todo el resto del planeta. Las repercusiones se vuelven incontrolables: la caída de los mercados y los vientos de una conflagración de proporciones imprevisibles. Esto genera, a su vez, una incertidumbre y angustia crecientes entre las naciones. Nos hallamos frente a una situación nueva e impensada para la cual no parece haber soluciones fáciles.

Sin embargo, se nos ha dicho que no debemos temer, pues el Señor no prometió la paz para el mundo. Por el contrario, el afirmó la necesidad de que los dolores de parto crezcan en fuerza e intensidad a medida que el fin se aproxima. El mundo experimentará un paulatino deterioro cuando se acerque a su ocaso definitivo. Las guerras y calamidades se extenderán y sucederán con una violencia creciente. La maldad se multiplicará y las armas serán más terribles y devastadoras (químicas, biológicas y nucleares). Y entonces, cuando la situación parezca desesperada e incontrolable, y la confusión sea total, aparecerá uno con el poder y la sabiduría para traer la tan elusiva y ansiada paz a las naciones. El mundo lo venerará y caerá rendido a sus pies, pues un poder mentiroso obrará irresistiblemente entre los hombres no regenerados. El engaño será perfecto y sus pruebas casi concluyentes. La ciencia, la tecnología y la religión confluirán para avalar el monumental engaño.

Y, entre todas la naciones, tan sólo los elegidos comprenderán.

La misión de la iglesia

La iglesia no está en la tierra para avalar los actos de ninguna nación en particular. Ella está aquí para expresar a Cristo. Ella debe hablar con la voz de su Señor en los cielos y no con la voz de los hombres en la tierra. Y esa voz todavía habla de compasión, misericordia y perdón. Para todos los hombres, sin excepción. Orientales y occidentales. Por tanto, se hace imprescindible que los hijos de Dios se separen completamente de cualquier matrimonio con el mundo, sus sistemas, actos, métodos e, incluso, medidas de justicia. Y en esta hora de confusión, se levanten con poder y autoridad celestial para anunciar en todas la naciones el evangelio eterno de Jesucristo y su venida inminente para poner fin a los reinos de este mundo.

Porque, cuando la marea negra cubra los inciertos y aciagos días por venir, nuestros ojos serán testigos de la más maravillosa de todas las señales: la iglesia de Cristo despertará otra vez y arrojará de sí todas sus alianzas y compromisos con el mundo, para volver a ser lo que ella fue en el principio: una iglesia unida, santa y militante, tan denodada, sencilla, valiente y llena de Cristo como al principio (y, tal vez, igualmente perseguida). Y, entonces, una marea aún más incontenible volverá a precipitarse por todas las calles y plazas de este mundo. Y todas las naciones escucharán, antes de que les llegue el fin, el mensaje eterno de Jesucristo el Señor. Así las palabras del antiguo profeta encontrarán su cumplimiento:

“Levántate, resplandece; porque ha venido tu luz, y la gloria de Jehová ha nacido sobre ti. Porque he aquí las tinieblas cubrirán la tierra, y oscuridad las naciones; más sobre ti amanecerá Jehová, y sobre ti será vista su gloria. Y andarán las naciones a tu luz y los reyes al resplandor de tu nacimiento.” (Is.60:1-3).