La parábola del té

Al preparar una taza de té comprendí la interacción que se produce entre la vida devocional y la santidad. El agua es un cuerpo líquido, incoloro, inodoro e insípido. Como compuesto químico, posee la capacidad de solubilizar gran cantidad de sustancias, y su poder de disolución aumenta a mayor temperatura. Si colocamos algunas hebras de té en un vaso de agua fría, no observaremos ningún cambio por un buen período de tiempo, pero si calentamos el agua hasta su ebullición, lograremos producir una infusión con color, aroma y sabor. De esta manera el agua común adquiere las propiedades y virtudes de la tisana. De la misma forma, sin el aporte de la gracia divina, no tenemos color, aroma ni sabor. No se produce vida espiritual. En la frialdad de una religiosidad carente de relación con Dios, es imposible que el Espíritu Santo nos comunique la vida de Cristo. La oración provee el “calor” que permite al Espíritu de Dios infundirse en nuestra persona, plasmando así la imagen de Cristo, de igual manera que el agua recibe de las hebras de té sus propiedades.

Oscar Marcellino en Violentamente cristiano.

Miremos a las hormigas

Las hormigas no son perezosas: Siempre están corriendo. Más bien, podría reprochárseles su falta de coordinación: circulan en todas las direcciones; durante un rato transportan ramitas, las depositan y se van a otro lugar, sin razón aparente. A veces, se ayudan unas a otras, pero en muchas ocasiones se agotan al arrastrar ellas solas cargas muy pesadas. Al observarlas más de cerca, se constata que la incesante agitación de las hormigas no es en vano: el resultado es el hormiguero. Transitan por verdaderas callecitas, amontonan innumerables ramitas y las arreglan en un conjunto sabiamente organizado. Es cierto que traen algunos materiales inadecuados, pero las hormigas especializadas los apartan. Ninguna hormiga es sabia por sí misma, pero todas juntas manifiestan una notable sabiduría. Ocurre lo mismo con la iglesia del Señor. Ningún creyente es capaz de obrar solo, pero todos somos juntamente «edificados como casa espiritual», llamada el «templo de Dios». Allí mora el Espíritu Santo, allí se conoce a Dios y se le adora. Si un creyente está desalentado por la aparente futilidad de su actividad, es de desear que acepte la instrucción de las hormigas, y por la fe, observe la extraordinaria obra que el Señor efectúa, utilizando la débil contribución de cada uno de sus redimidos. Pronto esa obra del Señor será conocida y admirada por todos.

La Buena Semilla.

Un mono en la espalda

Los toxicómanos tienen una parábola que trata de un hombre que, mientras caminaba a través de una jungla, se encontró con un simpático monito. El hombre le dio al mono una banana y, agradecido, éste dio un salto y se lo subió al hombro. Era un animalito tan pequeño y atractivo que el hombre no pudo resistir el deseo de jugar un rato con él. Luego se fue. Pero el mono todavía quería jugar. El hombre arrancó otra banana de un árbol y se la dio. De nuevo el mono dio un salto y se subió a la espalda del hombre; pero esta vez le rodeó el cuello con los brazos y se mantuvo así.

El hombre decidió dejar hacer al animal durante un rato. Después estiró el brazo para arrancar otra banana, esta vez para sí mismo; pero el mono se la arrebató de la mano y se la comió. El hombre trató de sacudirse el mono, pero no pudo. A medida que pasaba el tiempo, el mono crecía. El hombre tuvo que seguir alimentándolo hasta que, finalmente, el mono fue más grande que él. La única manera en que el hombre pudo sacarse el mono de la espalda, fue caer muerto, y el mono se fue.

Por eso el toxicómano llama a su hábito “un mono en mi espalda”. Al principio no es más que un pecadito excitante con el que juega hasta que salta sobre su espalda. Lo tiene en poco hasta que trata de sacudírselo … y no puede. Tiene que alimentarlo cada vez más, y crece y crece hasta que debilita parte de su vida y la única esperanza que le queda es una dosis excesiva y la muerte. No es sólo el toxicómano el que tiene un mono en su espalda. Tanto jóvenes como adultos tienen toda clase de hábitos malos y pecados que no pueden sacudirse. A menos que el Espíritu Santo los convenza de pecado y respondan a su voz, el mono crecerá cada vez más hasta obtener el completo control de sus vidas.

David Wilkerson, en ¡Hombre, sí que tengo problemas!

Dos clases de oraciones

Dos hombres vienen mendigando a vuestra puerta. Uno de ellos es pobre, lisiado; está herido y casi muerto de hambre; el otro es una criatura sana, rebosante de salud y lozanía. Los dos usan las mismas palabras al pedir limosna. Sí, los dos dicen que están medio muertos de hambre; pero, indudablemente, el pobre y lisiado es el que habla con más sentido, experiencia y entendimiento de las miserias que menciona al pedir. Se descubre en él una expresión más viva cuando se lamenta de lo que le ocurre. Su dolor y su pobreza le hacen hablar en un espíritu de mayor lamentación que el otro, por lo cual será socorrido antes por cualquiera que tenga un ápice de afecto o compasión natural. Así ocurre exactamente con Dios. Algunos oran por costumbre y etiqueta; otros en la amargura de sus espíritus. El uno ora por mera noción, puro conocimiento intelectual; al otro las palabras le salen dictadas por la angustia del alma. Sin duda que Dios mirará a éstos, a los de espíritu humilde y contrito, a los que tiemblan a su Palabra (Isaías 66:2).

Juan Bunyan, en La oración.

El toque de una mano

Hay una piedra preciosa que algunas veces llaman el ópalo de la simpatía. Si viéramos uno de estos ópalos en el aparador de un joyero, preguntaríamos por qué estaba allí. Es opaco, sin lustre, y sin hermosura. Pero si lo colocamos por un instante en la mano, brillará exhibiendo todos los colores del arco iris. Necesita el calor de la mano humana para poder lucir su hermosura. En el mundo hay muchas vidas que son sombrías, sin hermosura y sin cariño que están esperando el toque de una mano amiga y la simpatía de un corazón humano; esperan que las comuniquemos con Aquel que puede transformarlas hasta que brillen cual joyas en su corona eterna.

Edwin Forrest Hallenbeck, en La pasión por las Almas.