Una visión profética y actual del libro de Malaquías.

La condición del pueblo

El libro de Malaquías contiene palabras claves que revelan la condición del pueblo. Palabras que el pueblo empleó para responder a cada uno de los mensajes que el profeta les entregó y que demuestran cuál era su verdadera actitud.

Las palabras referidas son: «¿En qué?», y aparecen en siete ocasiones. El profeta viene por primera vez al pueblo con la declaración: «Yo os he amado, dice Jehová», y ellos responden: «¿En qué nos amaste?» (1:2). Luego dice: «Han menospreciado al Señor», y ellos contestan: «¿En qué hemos menospreciado tu nombre?» (1:6). Luego: «Han contaminado mi altar», y ellos replican: «¿En qué te hemos deshonrado?» (1:7). Después su mensajes es: «Me habéis cansado», y ellos dicen: «¿En qué te hemos cansado?» (2:17). Otra vez dice: «Volveos a mí», y ellos responden: «¿En qué hemos de volvernos?» (3:7). Otra vez más: «Me habéis robado», y ellos preguntan: «¿En qué te hemos robado?» (3:8). Finalmente el mensaje es: «Habéis hablado violentamente contra mí», y su respuesta es: «¿En qué te ofenden nuestras palabras?» (3:13).

Estas palabras nos demuestran la trágica condición del pueblo. El templo se ha reconstruido, el altar levantado, los sacrificios se ofrecen, las fiestas y los ayunos se observan metódicamente, con el ritual y la forma exterior cumplidos perfectamente hasta en el más mínimo detalle. A este pueblo, sumido en esta condición, llega la profecía y se le plantea la queja divina.

Este pueblo no está en abierta rebeldía contra Dios, y tampoco niegan su derecho a recibir sus ofrendas, sino que se engañan pensando que por haber traído sus ofrendas le han sido fieles todo el tiempo. Han estado actuando de una manera muy estricta y meticulosa en las observancias exteriores, pero sus corazones han estado lejos de sus ceremonias. Se han estado jactando en su conocimiento de la verdad, respondiendo a esa verdad de una manera mecánica o técnica; pero sus corazones, sus vidas, su carácter, su naturaleza interior, todos han sido una contradicción perpetua a los ojos del cielo, a la voluntad de Dios.

Cuando el profeta les dice lo que Dios piensa acerca de ellos, con asombro e impertinencia le miran a la cara y le dice: «¡No entendemos nada de lo que dices!». Podemos traducir toda esta situación al lenguaje del Nuevo Testamento recordando las palabras: «Teniendo la forma de la piedad, mas negando el poder de ella» (2ª Tim. 3:5, V. M.). Han llegado a la terrible condición de imaginar que lo que Dios solicita es sólo adherirse a la letra y no comprenden que la letra, en el mejor de los casos, no es más que una desgarbada representación de lo que Dios demanda en el espíritu.

Los reclamos de Dios

En contra de este pueblo formalista y autosatisfecho, por medio de su mensajero Dios expresó siete reclamos que pueden sintetizarse de la siguiente manera: Profanidad, sacrilegio, avaricia, negligencia en el servicio, honra del vicio (o sea la traición contra el pacto del cielo), robo a Dios y blasfemia contra Dios.

Profanidad

«El hijo honra al padre, y el siervo a su señor. Si, pues, yo soy padre, ¿dónde está mi honra?, y si soy señor, ¿dónde está mi temor?» (1:6). «Ofrecéis sobre mi altar pan inmundo … pensáis que la mesa de Jehová es menospreciable» (1.7).

Aquí encontramos que este pueblo se dirige a Dios como «Padre», pero sin darle honor alguno. También le llama «Señor», pero no demuestra tener ningún temor de él. Además, considera que su mesa es despreciable, colocando sobre ella pan inmundo. Sin embargo, al oír el reclamo del profeta, responden: «¿En qué?». Vale decir que están perfectamente satisfechos de que Dios es su Padre. Su posición es absolutamente ortodoxa. Ni por un instante disputan el hecho de que Dios es su Señor. Sin embargo, Dios les dice: «Me llamáis Padre y me llamáis Señor. ¿Dónde está mi honra? ¿Dónde está mi temor?».

Traen su pan al altar y yo pienso que si tuviéramos la oportunidad de analizarlo no lo hallaríamos contaminado en el sentido literal de la palabra. Con sorpresa en nuestra voz, exclamaríamos: «¡Ese pan no está contaminado!». Sin embargo, quedó contaminado por las mismas manos que lo pusieron sobre la mesa. ¿En qué consiste la profanación? La raíz del significado de la palabra es: «alejado del templo» (pro, del; fanum, templo), y su uso se ha generalizado para señalar cosas no sagradas, sino de uso común.

Este pueblo era culpable de la profanidad en el peor sentido de la palabra, ya que se apropiaban de la relación que los nombres involucraban: Padre, «honra», Señor, «temor», pero estaban lejos de temerle, no le atribuían honra alguna salvo en las palabras, credos y obras exteriores. Así degradaban las cosas sagradas de Dios y las relajaban al nivel de la mediocridad, al punto de hacer la afirmación: «La mesa de Jehová es despreciable».

Ningún hombre contaminado puede ofrecer pan puro sobre el altar de Dios. Al recibir o rechazar las ofrendas, Dios las mide por el carácter de la persona que las ofrece. En este caso particular, los hombres se aproximaban a la mesa y colocaban sus ofrendas sobre ella diciendo: «Padre» y «Señor», pero antes de llegar a la mesa no habían rendido ningún honor al Padre, ni habían demostrado temor alguno hacia el Señor. Ellos mismos no eran aceptos, y por lo tanto, sus dones habían sido rechazados.

La profanidad en su máxima expresión se ha de encontrar en el servicio externo, en los mismos tabernáculos del Altísimo. Hoy es la profanidad de la cristiandad. No me refiero a la profanidad de la Iglesia. La Iglesia y la cristiandad son dos cosas distintas. La cristiandad es la expresión exterior del cristianismo que ha difamado a Cristo y ahuyentado a las masas de gentes de nuestras ordenanzas y lugares de culto. No hay profanidad más detestable que la de expresión ortodoxa y corazón heterodoxo. Dones presentados a Dios por manos impuras son en sí impuros, pues Dios sólo acepta la ofrenda en la medida en que ha aceptado al dador. La ofrenda que traemos a Dios es la verdadera expresión del valor con que valoramos el altar.

Esta consideración debería hacernos meticulosamente cuidadosos en lo que respecta a la forma en que ofrendamos a Dios, y salvarnos de la herejía de las herejías, que consiste en imaginar que podemos negociar nuestra aceptación por medio de nuestras ofrendas. Si esta aseveración es correcta, ¿cuántos dones y ofrendas colocadas sobre el altar han sido rechazadas por Dios?

Sacrilegio

«Cuando ofrecéis el animal ciego para el sacrificio, ¿no es malo? Asimismo, cuando ofrecéis el cojo y el enfermo, ¿no es malo? Preséntalo, pues, a tu príncipe, ¿acaso se agradará de ti, o le serás acepto? Dice Jehová de los ejércitos» (1:8).

Aquí hallamos un movimiento progresivo de la maldad, algo que excede a la profanidad, a saber, el sacrilegio. Esto brota inevitablemente de la profanidad. Estos hombres están ahora ofreciendo a Dios lo ciego, lo cojo y lo enfermo. El requerimiento divino según la ley mosaica era que el cordero que se colocaba sobre el altar debía ser «sin defecto», o sea, de lo mejor del redil, pero estos hombres habían perdido el sentido de lo que significaba la adoración, pues guardaban lo mejor del rebaño para sí, y traían al altar el animal cuyo aspecto mismo producía desprecio, sencillamente para mantener la forma del sacrificio y la apariencia que tanto codiciaban.

Dios les llama a hacer cuentas por esta su mezquindad, y les dice – observemos al agudo sarcasmo de las palabras que emplea el profeta: «Preséntalo, pues, a tu príncipe; ¿acaso se agradará de ti, o le serás acepto?». ¿Por qué presenta Dios esta queja? Porque las ofrendas que presentaban sobre el altar no eran de ningún valor para los hombres que las ofrecían.

No les costaban nada, y Dios evalúa siempre la ofrenda por lo que cuesta al dador y no por el valor intrínseco de la misma. ¿Hemos aprendido esta lección, aún en nuestros días? Esta lección fue subrayada por el Señor Jesús cuando «vio a los ricos», los descendientes directos de los hombres a quienes Malaquías profetizaba, «que echaban sus ofrendas en el arca de las ofrendas» (Luc. 21:1). Él no evaluó una sola ofrenda por el valor intrínseco, sino por lo que le costaba al alma que la ofrendaba. En el ofrendar de los ricos no había elemento alguno de negación propia; la viuda en cambio, sí que sintió la ausencia de las dos blancas. Representaban su alimento, el único alimento que podría haber obtenido, y por el hecho de haberse sacrificado, Dios aceptó y valoró su ofrenda infinitamente más que cualquier otra. ¿Qué es lo que revela un sacrificio? No una búsqueda egoísta de un favor, sino la estima de aquél a quien la ofrenda es entregada.

Siempre hemos considerado que un sacrilegio consistía en violar un templo y hurtar elementos destinados al culto. No es así. En realidad es entrar en un templo y colocar algo en el lugar de las ofrendas, sea esto un arca, una bolsa o un platillo. No olvidemos esto. El sacrilegio consiste en darle a Dios algo que nada nos costó, porque pensamos que Dios no vale nada. Dios busca a quienes colocan en su altar un don que les cuesta privación o sacrificio.

Avaricia

«¿Quién hay de vosotros que cierre las puertas o alumbre mi altar de balde?» (1:10). Esta es la más terrible denuncia de la avaricia que encontramos en todo el libro. El servicio a Dios había degenerado en la esclavitud a un apasionado interés egoísta.

Dios desea hombres que le ofrezcan servicio sólo por amor a él aunque nunca reciban una recompensa. Por supuesto que nos referimos a niveles espirituales superiores a los que se podía pretender en los días de Malaquías, pero debemos tener presente que estamos viviendo en una dispensación mucho más elevada que aquella. Nuestro servicio ¿es humano o divino? Si ofrecemos el vaso de agua esperando recompensa, es como si no lo diéramos. Cuando ministramos a personas enfermas o encarceladas, si lo hacemos para que él nos dé su aprobación en el día futuro, es como si no lo hiciéramos. Dios está pidiendo una entrega de nuestras vidas a él que se expresa así: «Derramamos todo a tus pies, y si tú nos coronas, nos regocijaremos, pero sólo por el hecho de disponer de una corona para arrojarla a los pies de Cristo». Cuando un hombre alcanza este estado interior, la avaricia se ha esfumado de su servicio.

Fastidio en el servicio

«Además habéis dicho: ¡Oh qué fastidio es esto! Y me despreciáis» (1:13).

En la vida de estos hombres es dable observar un proceso de degradación. La profanación, el sacrilegio, la avaricia y ahora el fastidio y el aburrimiento. Si el hombre está buscando una recompensa cuando cierra una puerta o enciende una lámpara, pronto se cansará y dirá: «¡Oh qué fastidio!», y lo despreciará. Por otra parte, si pone todo su esfuerzo y energía buscando el reino por lo que es, nunca se quejará de fatiga.

Creo que esta es una de las características más sobresalientes de esta época. Los grandes principios se revelan en cosas pequeñas y de maneras inesperadas, y la cristiandad está diciendo: «Esto es fastidioso», no en palabras, pero sí ciertamente por medio de los hechos. El ritualismo es la cristiandad que dice: «Dios es fastidioso. Dios es cansador», y de esta manera le desprecia. La preocupación por las vestimentas eclesiásticas, el incienso y demás elementos rituales ¿qué significan? Sencillamente que los hombres se han cansado de una adoración espiritual y procuran satisfacer y agradar la parte sensual de su naturaleza. Todo el clamor profano e impío pidiendo sermones más cortos y más amenos es evidencia que los hombres están diciendo: ¡Qué fastidio es esto! Muchos creyentes que no objetarán estar ante una larga película, miran sus relojes y se ponen inquietos si el predicador se excede, por unos minutos, de lo que se considera que es su tiempo asignado.

Este es un problema serio – muy serio. Cuando los hombres se cansan de escuchar y meditar en las cosas de Dios, el mal está adentro. En el fondo existe la avaricia y detrás de ella el sacrilegio, y detrás de él, la profanidad. Examinemos nuestro corazones, y veamos si las cosas de Dios se han transformado en un mero deber, en una carga, de la cual nos desprenderíamos si pudiéramos, y que sólo la soportamos para mantener una apariencia.

Traición

«Habéis hecho cansar a Jehová con vuestras palabras. Y decís: «¿En qué le hemos cansado? En que decís: Cualquiera que hace mal agrada a Jehová, y en los tales se complace; o si no, ¿dónde está el Dios de justicia?» (2:17).

¿Qué quisieron decir con esto? Lo que decían era: «Nuestro Dios es un Dios de amor, y por lo tanto no habrá un juicio. Ese hombre que usted dice ser malo es bueno, sólo que usted no lo conoce. Dios encuentra satisfacción en él».

Esta actitud excede al fastidio y al desprecio. Es una abierta traición en su peor expresión. Equivale a condonar y aun excusar el pecado. Constituye un intento de disimularlo, como si no tuviera importancia. Cuando el hombre comienza a excusar el pecado, y decir que realmente no tiene importancia; cuando dice que Dios se deleita en aquellos que practican la maldad y que no habrá un juicio para condenar al pecador, entonces ese hombre es culpable de grave traición.

Una vez más debemos señalar que este es uno de los pecados que se practica y que prevalece en nuestro tiempo actual. A quien me señale un pueblo o grupo de personas que se ha cansado de un cristianismo robusto buscando sólo un culto estético, le podré decir que tiene delante suyo a un núcleo de personas para quienes la mención de un juicio divino les resulta intolerable. ¿Qué es lo que están haciendo tales personas? Están rebajando el nivel del gobierno divino, y tan pronto un hombre que está dentro de la Iglesia comete este pecado, se constituye notoriamente culpable de la más grave traición contra Dios.

Toda esta filosofía acerca de Dios, como de un Dios de amor que pasa por alto livianamente el pecado, no es ni más ni menos que una equivocada interpretación de lo que es el amor. El amor es el declarado y eterno enemigo del pecado, y en el instante en que Dios comenzara a excusar el pecado –como el hombre es tan propenso a hacer– dejaría de amar al hombre.

Robo

«¿Robará el hombre a Dios? Pues vosotros me habéis robado» (3:8).

¡Qué terrible denuncia! ¿Cómo le habían robado? Ellos preguntaron: «¿En qué te hemos robado? En vuestros diezmos y ofrendas». En otras palabras, había una demanda divina que Dios había formulado a este pueblo. El diezmo le debía ser entregado a él, y ellos habían respondido a esta demanda. Alguien dirá: «Si eso es lo que había pedido Dios, seguramente es lo correcto». No nos engañemos. Constantemente oímos decir que Dios demandaba el diezmo. Esta no es toda la verdad. Dios demandaba el diezmo como el mínimo, y ellos, despreocupadamente, le habían dado lo que él les había reclamado –el mínimo– en diezmos y ofrendas. Le habían robado a Dios en que no habían respondido a la demanda divina en el espíritu que había sido formulada. Habían ofrecido lo que estaba estrictamente permitido por regla y por norma, pero no en el espíritu del amor.

No creo que el diezmo sea algo sobre lo cual debamos insistir. Dios demanda todo. Todo lo que somos debe ser suyo. Cada moneda empleada en forma egoísta equivale a robar, en esta dispensación de la gracia.

Blasfemia

«Vuestras palabras contra mí han sido violentas, dice Jehová. Y dijisteis: ¿Qué hemos hablado contra ti? Habéis dicho: Por demás es servir a Dios. ¿Qué aprovecha que guardemos su ley, y que andemos afligidos en presencia de Jehová de los ejércitos?» (3:13-14).

Este es el pecado de blasfemar. ¿En qué consisten la blasfemia? La palabra significa hablar injuriosamente. Decir algo que herirá a la persona a quien se habla. Los hombres han llegado a emplearla mayormente con relación a cosas divinas. Blasfemar equivale a decir aquello que injuria a Dios, su causa y su reino. A estas personas Dios dice: «Vuestras palabras contra mí han sido violentas». Vale decir: «Han blasfemado violentamente contra mí». Ellos preguntan: «¿Qué hemos hablado contra ti?». Dios prosigue diciendo: «Habéis dicho: Por demás es servir a Dios. ¿Qué aprovecha que guardemos su ley y que andemos afligidos en presencia de Jehová? ¿Qué beneficios sacamos de todo esto?». ¿Pensamos que decían esto en forma explícita y verbal? ¡Por supuesto que no! Ni por un instante podemos imaginarlo.

La más extrema expresión de blasfemia es una descripción engañosa de Dios por parte de personas que profesan amar su nombre y aparentan esperar con un deleite exuberante la venida de su reino. El hombre que blasfema abiertamente y que de pie y con cara al sol grita: «Yo odio a Dios» es menos peligroso en cuanto a la influencia que su vida pueda ejercer, que el hombre que dice amar a Dios pero vive desobedeciéndole. La blasfemia que debe temerse es aquella que en una congregación se une para decir: «Hágase tu voluntad, venga tu reino», mientras que en su vida está constantemente evadiendo la voluntad de Dios y negándole el derecho de reinar dentro de él.

¡Oh hermanos, si la Iglesia creyera en el reino y en la voluntad de Dios, y si toda la Iglesia de Cristo rogara el próximo domingo, en el poder del Espíritu y con incuestionable honestidad esta oración, cómo se aceleraría la venida del reino de Dios! Es la blasfemia dentro de nuestro círculo inmediato la que estorba, y por eso la iglesia se ha tornado en un diletante deprimente en el consejo de los reyes y gobernantes, haciendo poco o nada en su capacidad corporativa para elevar al mundo hacia el cielo y hacia Dios.

Adaptado de «Me han defraudado».