La iglesia es llamada a personificar hoy los rasgos de Cristo que nos muestran los evangelios.

En la Escritura encontramos cuatro evangelios, cada uno de ellos con una visión diferente y particular del Señor. Aunque todos tienen muchas cosas en común, pues su tema es básicamente el mismo, no obstante difieren en cuanto a su énfasis o acento en algún rasgo fundamental de la persona y la obra de Nuestro Señor Jesucristo. En la Biblia el número cuatro representa la suma total de la creación de Dios: cuatro estaciones, cuatro puntos cardinales, cuatro vientos del cielo, cuatro seres vivientes, etc. Pero, ¿cómo se relaciona este hecho con el Señor Jesucristo?

El apóstol Pablo nos dice en Efesios que Dios se ha propuesto reunir todas las cosas en Cristo, así las que están en los cielos, como las que están en la tierra (Ef. 1:9-11). Y en Colosenses agrega que todo fue creado por medio de él y para él. Pero, nos dice, además, que en el centro de todas las cosas y supremo entre ellas, Dios preparó para su Hijo un cuerpo que fuese su perfecta expresión en todo el orbe creado. Un cuerpo llamado a ser el instrumento decisivo por el cual su Hijo reuniría y llenaría todas las cosas de su plenitud. Ese cuerpo es la Iglesia.

Cristo en la creación

Es asombroso pensar en la vastedad del propósito divino: Un universo entero destinado a expresar y reflejar de múltiples e infinitas maneras a su Hijo Jesucristo. Plena de significado y finalidad, cada forma creada, desde los átomos hasta los arcángeles, encierra una medida, grande o pequeña, de la plenitud de su Hijo: Su poder, sabiduría, inteligencia, verdad, gracia y misericordia. Mas, ¿cómo alcanzará Dios la realización de su propósito? El apóstol Pablo nos responde, «por medio de la iglesia». Es decir, a través del hombre. Pues este fue creado con esta expresa finalidad: «Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza». Colosenses nos dice que Cristo es la imagen de Dios. Y Hebreos lo llama «la imagen misma de su sustancia». De modo que el hombre fue creado para convertirse en la expresión de Cristo, que es la imagen de Dios.

De esta manera, encontramos que la centralidad y preeminencia de Cristo en el universo habría de ser revelada y establecida por medio del hombre. Sin embargo, el secreto de su divino propósito estribaba en que Cristo se convirtiera primero en la cabeza de un hombre corporativo. Una realidad más alta que la existencia humana individual, e incluso social y colectiva. Un misterio arraigado en la conformación misma de la criatura humana. Pues Dios creó al hombre con la capacidad de recibir y compartir la vida divina que sólo el mismo posee. Por medio de la participación de su vida, cada hombre también se haría parte de ese propósito más vasto, al quedar indisolublemente unido a todos aquellos que compartieran dicha vida. En otras palabras, cada hombre estaba destinado a convertirse en un miembro del cuerpo de Cristo, participando de una clase de vida que sólo Dios conoce dentro de su naturaleza trinitaria. Una vida de amor y comunión.

Pero, la participación del hombre en la vida divina está subordinada a que Cristo se convierta en la cabeza del cuerpo que es la iglesia. Sólo como miembros de su cuerpo los hombres podemos participar de su propósito eterno. No existe otra posibilidad. Y el objetivo de ese cuerpo es expresar la plenitud de Cristo, su cabeza. Cada aspecto de esa plenitud debe ser revelado y expresado a través de la iglesia hasta que todas las cosas sean reunidas y consumadas en Cristo, tanto en vocación como en finalidad.

Cristo en su encarnación

El cumplimiento de plan de Dios para la creación dependía entonces del destino de una pequeña y débil criatura llamada hombre, y de su repuesta a la voluntad de Dios. Formado del polvo de la tierra y del soplo de Dios, el primer hombre fue colocado en el huerto de Edén para que voluntariamente comiera del árbol de la vida y rehusara el árbol del bien y del mal. Porque en el universo había estallado una rebelión y el hombre debía elegir libremente a quien uniría su destino: a Dios o a los ángeles rebeldes comandados por Satanás. Pero conocemos demasiado bien su elección. El hombre se unió a la rebelión y se convirtió en una criatura caída, incapaz de servir a los planes de Dios. Pero Él había previsto la caída, y también, preparado de antemano el remedio para ella. El hombre no fue abandonado al negro destino que había elegido para sí.

«Y aquel verbo fue hecho carne…». Este es el corazón del evangelio o buena nueva de Dios para los hombres. Extraviados y perdidos a una infinita distancia de Dios y su voluntad y esclavizados bajo el poder cuya voz habíamos elegido obedecer antes que la de Dios, fuimos buscados y hallados por Aquel que ha sido desde siempre toda nuestra razón y destino. Juan agrega que «…habitó entre nosotros y vimos su gloria, gloria como el unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad». Toda la plenitud de Dios se encarnó en medio de los hombres y apareció en medio de ellos vestida con la carne y la sangre de los hijos de Adán, pero libre del pecado. Los evangelios nos hablan de «Dios hecho hombre». El Verbo de Dios hecho visible y accesible en la humilde forma de Jesús de Nazaret.

Por primera vez el mundo conoció al hombre según el pensamiento de Dios. Su carácter, sus palabras y sus hechos revelaron al hombre que Dios esperaba tener para realizar el designio más íntimo de su voluntad. Aquel que estaba destinado a ser la cabeza suprema del universo por medio de la iglesia, se convirtió primero en el siervo de toda la humanidad caída. Su obediencia destruyó por completo todos los efectos de la rebelión y el pecado, para devolverla a su vocación original y eterna.

Cristo en los Evangelios

Sin embargo, puesto que Cristo es la plena expresión de Dios y su voluntad para los hombres, fue necesario que se escribieran cuatro evangelios para describir y expresar a cabalidad su persona y su obra. Pues el está destinado a llenarlo todo y el cuatro es el número de la creación tomada en su conjunto y totalidad. En Mateo lo encontramos como Rey y Cristo, encarnando, estableciendo y consumando el Reino de Dios. En Marcos, como el infatigable Siervo de Dios, que toma sobre sí los pecados, sufrimientos y enfermedades de una humanidad caída y oprimida por Satanás. En Lucas es el hombre perfecto, es decir, la perfecta imagen de Dios sobre la tierra, en carácter y conducta. Y en Juan es el Hijo de Dios, el Verbo encarnado, en quien y por quien toda la vida y gloria del Padre han descendido para habitar entre los hombres y elevarlos desde la esfera terrenal hacia otra, celestial y eterna. Todos ellos nos hablan de la misma persona, pero enfatizando ciertos rasgos especiales de ella.

En este punto surge una pregunta: ¿Cuál es el propósito de los cuatro evangelios? Si estudiamos la historia de la iglesia, encontramos que los evangelios fueron escritos cuando la iglesia tenía entre 20 a 30 años de existencia sobre la tierra. Sin embargo, las cosas escritas en ellos fueron previamente predicadas y enseñadas por los apóstoles a las iglesias. Primero en Jerusalén, luego Judea, después Samaria y finalmente las iglesias de los gentiles. La iglesia, como sabemos, está en la tierra con el propósito de expresar cabalmente a Jesucristo. Desde un punto de vista celestial, su única razón de ser radica en su condición de cuerpo de Cristo. Un cuerpo cuya finalidad es reproducir cada rasgo y aspecto de su Cabeza celestial. Y los evangelios son la suma total de Cristo; la plenitud de lo que la iglesia está llamada e reproducir y manifestar. Ellos no son simplemente el relato inspirado de los hechos y palabras del Señor. Si hemos comprendido profundamente el misterio de Dios, revelado al apóstol Pablo, sabremos que la iglesia es Cristo: «Porque somos miembros de su cuerpo, de su carne y sus huesos». El mismo que se manifestó entre los doce durante aquellos tres años y medio de ministerio.

No obstante, los doce no vivirían para siempre, y cuando los testigos originales se hubieran marchado, las generaciones por venir debían acceder al conocimiento vivo de Cristo que ellos traspasaron a la primera iglesia. Por otra parte, muy pronto la iglesia del primer siglo iniciaría un lento pero inexorable camino de declinación espiritual, olvidándose de Jesucristo como su vida, centro y fundamento, para reemplazarlo por credos, doctrinas, ritos, tradiciones, costumbres e instituciones tan humanas como vacías de realidad espiritual. Entonces, cuando este proceso estaba empezando, Dios inspiró a sus siervos para que escribieran los evangelios.

Cristo en la Iglesia

Por consiguiente, los evangelios nos muestran el camino de la Iglesia. Ella está llamada a reproducir y expresar la misma clase de vida y ministerio que el Señor vivió mientras estuvo sobre la tierra. Pues el Señor tiene ahora en ella un cuerpo colectivo por medio del cual continuar expresándose sobre esta tierra. Por esta razón, en el libro de los Hechos, Lucas comienza diciendo «en el primer tratado (es decir, el evangelio de Lucas) hablé acerca de todas las cosas que Jesús comenzó a hacer y a enseñar».

¿Podemos notar el énfasis? Las cosas que Jesús comenzó… y que ahora, (si seguimos el sentido de la frase) él va a continuar haciendo por medio de su Iglesia en el relato de los Hechos. El Cristo individual y único de los evangelios se ha convertido ahora, por medio de la iglesia, en el Cristo corporativo, formado por muchos miembros con Cristo como su cabeza. Luego, el reino de Dios es ahora la posesión de la iglesia. Ella está llamada a encarnarlo y poseerlo hasta completar la tarea iniciada por el Señor, tal como nos muestra Mateo. El servicio, la liberación, la sanidad y la salvación son también la tarea presente de la iglesia, tal como lo hace Cristo en el evangelio de Marcos. La misericordia, la ternura, la gracia, la santidad, el poder, la dignidad, etc., en suma, el carácter perfecto de Cristo-hombre debe aparecer en ella, como en Lucas. Y, finalmente, esa naturaleza celestial y espiritual, tan enteramente distinta y separada del hombre terrenal, plena de la vida, luz y amor divinos, arraigada en una íntima comunión y dependencia del Padre, debe constituir la esencia de su ser, al igual que en Cristo, el Hijo de Dios, según Juan.

Hemos de leer otra vez los evangelios, no meramente como historia e información acerca de Cristo, sino pidiendo al Espíritu de Verdad que nos revele en ellos nuestra vocación y destino. Pues Aquel que vivió y caminó entre los hombre hace dos mil años, lleno de gracia y de verdad, continúa viviendo y caminando entre los suyos. Esta fue la visión postrera de Juan en el Apocalipsis. El último mensaje de Cristo para sus iglesias sobre la tierra: «El que tiene las siete estrellas en su diestra, el que anda en medio de los siete candeleros de oro dice esto». Es decir, la revelación de sí mismo a las iglesias.

Necesitamos recobrar la centralidad de Cristo en medio de la iglesia, con toda su gloria y supremacía. Y para ello tenemos cuatro evangelios, donde podemos conocerlo una vez más tal como lo hicieron los apóstoles y hermanos de antaño, para reproducir cada uno de sus rasgos y completar su misión en esta tierra. Pues él no ha cambiado: el Rey, el Siervo, el Hombre y el Hijo de Dios vive hoy en su iglesia ¡Que el Espíritu nos conduzca a conocerlo y manifestarlo en toda la plenitud de su persona y ministerio! Ya que así, en un día quizá no muy lejano, cuando el mal haya sido desterrado para siempre de la creación, el universo entero contemplará al fin la gloria de Cristo en todo su esplendor y vastedad, y se llenará de ella como las aguas cubren el mar.