La iglesia como contexto de sanidad y realidad.

Lectura: Lucas 4:16-20

Ustedes pueden imaginarse el contexto, la tensión y la emoción de esta escena de Lucas. Todos estaban atentos al Señor Jesús. Noten que hay muchos años de historia de Israel, de la acción del Espíritu sobre Israel, sobre el pueblo, mucho de la gloria de Dios.

Y él llega a la tierra donde se crió y dice: «El Espíritu de Dios está sobre mí …», y nos declara cuál es su misión: dar buenas nuevas a los pobres, sanar a los quebrantados de corazón, pregonar libertad a los cautivos, dar vista a los ciegos, poner en libertad a los oprimidos, predicar el año agradable del Señor.

Enrolló el libro, y todos siguen atentos a él. «Hoy se ha cumplido esta Escritura delante de vosotros». El Señor vino a cumplir, como dice también en Hebreos 10:7: «He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad, como en el rollo del libro está escrito de mí».

El Espíritu de Dios reposó sobre él. Y toda la gracia de Dios. Dice en las epístolas que toda la plenitud de la Deidad, todo lo que es Dios, reposó sobre él. Toda la infinita y eterna gracia de Dios fue derramada en la persona llamada Jesús. Y eso se estaba cumpliendo en ese momento. Jesús hombre, él era depositario de toda la Deidad. ¡Qué tremendo! ¡Qué maravilloso ver al Señor Jesús!

Lleno de gracia

Nosotros vemos al Señor Jesús en otra dimensión, le vemos con los ojos de la fe, a través de la revelación. Pero me imagino ver al Señor Jesús en su tiempo, lleno de gracia, una gracia desbordante – sus gestos, su mirada, su actitud.

Yo pienso que al Señor no se le escapaba ningún detalle. Él entraba a las tiendas, a los barrios, veía a los pequeños; nada se le escapaba. Aquel que lo miraba, se enamoraba de la gracia de Dios que estaba sobre él.

Dice el evangelio de Juan 1:14: «Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros». El Verbo de Dios, que estaba con el Padre, cara a cara mirando al Padre, «fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad».

«…lleno de gracia». ¿Usted ha visto a algún hermano que tiene gracia? ‘¡Ah, qué linda esta gracia del hermano!’. Y quiere atraparlo, quiere tenerlo; quiere estar con él, con la hermana, con el hermano. ¡Qué gracia más preciosa!

El Señor reunía todas las gracias existentes en el universo. Todas estaban en él. ¿Se imagina usted lo precioso que era ver al Señor? Para algunos, una fuerte contradicción; porque era un hombre común, como todos los demás, que se crió en el barrio jugando con los niños igual que todos los demás, y se resistían a esta verdad. ¡Cómo este hombre tan humano podía estar tan lleno de gracia!

Por eso algunos, cuando le veían, le amaban y se acercaban; en tanto otros se resistían. Ninguno podía quedar indiferente. O le amaban y se rendían al Señor por tanta gracia, o se oponían y crujían sus dientes. Jesús, lleno de gracia y de verdad. ¡Bendito es el Señor Jesús!

Me es muy difícil no pensar en la personalidad del Señor. Permanentemente trabajo en este tema de la personalidad.1 Y comienzo a pensar cómo habrá sido su conducta, su actitud, sus pensamientos, sus emociones. ¿Qué habrá pasado dentro de él? Bueno, todo Dios estaba en él. ¡Él es Dios! Jesús es Dios, Dios hecho carne; Dios hombre habitando entre nosotros.

Siempre he pensado que el Señor, en su personalidad, era de esos que se levantaba de madrugada, y cuando los hermanos salían de sus carpas, él ya tenía el desayuno listo. Y cuando los hermanos se iban a acostar, él iba, los miraba, los tapaba, los cuidaba. Veía si se quedó algo por allí y lo guardaba. Una actitud permanente de servicio, de amor, de entrega.2

Yo pienso que el Señor entraba a una casa y saludaba a todos los de la familia, pero primero iba al más chiquito, a ese que no saludaba nadie. Porque él era lleno de gracia. No se le escapaba ningún detalle. La gracia desbordante.

Gracia y verdad hacia los hombres

Fíjense en el primer capítulo de Juan. Están los primeros discípulos. El versículo 43 dice que Jesús fue a Galilea «…y halló a Felipe y le dijo: Sígueme. Felipe era de Betsaida, de la ciudad de Andrés y Pedro. Felipe halló a Natanael, y le dijo: Hemos hallado a aquel de quien escribió Moisés en la ley, así como los profetas: A Jesús, el hijo de José, de Nazaret».

Versículo 46: «Natanael le dijo: ¿De Nazaret puede salir algo de bueno?». O sea, parece que Natanael era un hombre amargado. ¿Nazaret, algo bueno de allí? ¡Qué va a ser!

«Le dijo Felipe: Ven y ve». Le invita, le lleva la buena noticia. Versículo 47: «Cuando Jesús vio a Natanael que se le acercaba, dijo de él: He aquí un verdadero israelita, en quien no hay engaño». Lo miró de lejos el Señor, y como él era lleno de gracia, y a todos quería llevar a Dios, a todos quería tenerlos, dijo de él: «He aquí un verdadero israelita, en quien no hay engaño».

Natanael venía con su corazón resentido, con problemas sociales, familiares, amargado, y el Señor le dio una palabra sencilla, y lo quebró. ¡Lo mató!

Versículos 48-49: «Le dijo Natanael: ¿De dónde me conoces? Respondió Jesús, y le dijo: Antes que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi. Respondió Natanael y le dijo: Rabí, tú eres el Hijo de Dios; tú eres el Rey de Israel».

Noten el detalle. Uno lo lee muy rápido, pero seguramente este Natanael estaba allí bajo la higuera hace mucho tiempo, rumiando su amargura, como muchos de nosotros. Y el Señor lo vio allí, y cuando apareció le dio una palabra y lo sanó. Lo tomó, lo quebró y lo sanó. «Rabí (Maestro), tú eres el Hijo de Dios».

¡Oh, hermano, el Señor es maravilloso! Porque su misión, como bien lo dice allí en Isaías, era venir a los quebrantados de corazón, a dar libertad a los cautivos, a los oprimidos. ¡Bendito es el Señor! Él vino y nos dijo: «He aquí un verdadero israelita», y nos quebró, y caímos rendidos a sus pies.

La mujer samaritana

Fíjense, el pasaje en el capítulo 4, con la mujer samaritana. Es muy precioso. Nos habla de esto también. Ustedes han leído el pasaje; cómo se vincula con esta mujer, lleno de gracia, lleno de amor, lleno de ternura, estableciendo un diálogo con ella lentamente, atrayéndola, atrapándola. Lleno de gracia y verdad.

Gracia y verdad. Son los dos componentes esenciales para edificar la iglesia. No se puede edificar solamente con verdad; es con gracia, y es con verdad. Como dice Efesios, es «la verdad en amor».

Porque nosotros, ¿qué hacemos con la verdad? ¡Nos destrozamos! Tenemos años de historia como iglesia, cientos de años destrozándonos unos a otros, con la verdad, y peleando con doctrinas, peleando por posiciones, por interpretaciones. Y tenemos la iglesia dividida en montones de fracciones, tomando la verdad como una espada para pelear entre hermanos.

La verdad se sigue en amor. Es gracia y es verdad. Si no está el amor, si no está la gracia, no podemos hablar algunos temas. ¡Amémonos, hermanos! El mandato del Señor fue amarnos, no fue conversar acerca de la verdad y de las doctrinas. «Que os améis unos a otros». Ese es el primer y esencial elemento de la iglesia. «En esto conocerán todos que sois mis discípulos…» (Juan 13:35).

Gracia y verdad. Cuando está la gracia entre los hermanos, en la relación de unos con otros, se crean las condiciones, el ambiente apropiado para hablar algunos temas. Cuando sabemos que nos amamos, cuando estamos seguros que nos tenemos, que somos familia, cuando tenemos un ambiente de amor, entonces hablemos la verdad y edifiquémonos, y busquémosla juntos.

Pero si no está el primer componente, es difícil hablar de la verdad, porque la verdad nos va a destrozar, y tenemos un cuerpo de Cristo desmembrado a causa de la verdad. Ha habido hasta guerras y cruzadas y un montón de pleitos a causa de la verdad, y la iglesia se ha olvidado del amor y de la gracia.

Oh, hermanos, es tiempo que avancemos en esto de la gracia y del amor, avancemos en esta actitud del Señor tan preciosa de estar los unos con los otros. Qué terrible es cuando un hermano se llena en su mente de una verdad, convencidísimo. ¡Dios mismo le habló! Y a otro, también, Dios mismo le habló. Y se juntan y comienzan a discutir. Y se pelean, y se dividen. Y ambos convencidos de estar haciendo la voluntad de Dios. ¿No le parece que esto es una tragedia? ¡Es una tragedia!

Jesús se acercó a esta mujer habiendo un problema con los samaritanos de antaño, que no se podían ni mirar, ni juntar. Cuando un judío iba rumbo a otra región, daba una vuelta larga para no pasar por Samaria, porque le era abominable. Y el Señor se acerca a esta mujer y comienza a hablar con ella, con esta gracia de Dios, un diálogo del agua viva.

Ustedes conocen el pasaje. La mujer quedó cautiva del Señor, de su gracia maravillosa. Vio al Señor. ‘¿Cómo tú, siendo judío, hablas conmigo y me pides que te dé de beber?’. Llegaron los discípulos. ‘¿Cómo habla con una mujer samaritana? ¡Qué terrible!’. Y el Señor estuvo con ella, lleno de gracia. Y entonces, cuando hubo un ambiente de amor, de intimidad, entonces el Señor le da la verdad y le da la palabra: «Vé y llama a tu marido, y ven acá».

«Respondió la mujer y dijo: No tengo marido. Jesús le dijo: Bien has dicho: No tengo marido; porque cinco maridos has tenido, y el que ahora tienes no es tu marido esto has dicho con verdad» (Juan 4:18-19). La confronta a su realidad. La gracia y la verdad.

No podemos confrontar a los hermanos apenas llegan a la iglesia y hacerlos pedazos. La gente que viene del mundo viene derrumbada, viene herida, viene dañada. La iglesia es un ambiente de amor y de gracia; no podemos tomarlos y descuartizarlos. Tenemos que sanarlos, recibirlos, amarlos incondicionalmente, tenerlos juntos, llevarlos al amor de Dios, ayudarlos.

Y después de mucho tiempo de amor y de gracia, entonces también viene la verdad, a lo particular, a tu situación, a tu problema, cuando los hermanos comienzan a ver la dificultad de este hermano. Y entonces, en ese amor, en esa gracia, se aplica la verdad, y es para ayudar, para corregir, para sanar, cuando hay amor, cuando hay certeza de que hay amor y que hay gracia. Si no hay amor, no lo hagamos; si no hay gracia, esperemos.

Ahora, no podemos estar permanentemente en este estado de gracia, y tolerar situaciones, equivocaciones y errores sin la corrección, porque también hay corrección. Está la verdad aplicada, porque Dios quiere crecimiento espiritual para todos. Todos se constituyen en discípulos, y deben ser formados por el Señor Jesucristo y para el Señor Jesucristo.

No podemos tener personas que dicen ser hermanos y que siguen viviendo vidas pecaminosas. Eso no está bien, y en algún momento también hay que decirlo, pero llenos de gracia y de verdad.

La iglesia es un contexto de gracia. Yo siempre he pensado que la iglesia es una comunidad de sanidad. Aquí, todos hemos llegado enfermos. ¿Y dónde nos sanamos? En la iglesia.

El testimonio de los profetas

Vamos a Isaías. «El Espíritu de Jehová el Señor está sobre mí, porque me ungió Jehová; me ha enviado a predicar buenas nuevas a los abatidos, a vendar a los quebrantados de corazón, a publicar libertad a los cautivos … a consolar a todos los enlutados» (Isaías 61:1-2). La misión del Señor: maravillosa. Un médico, un sanador del alma, del espíritu y del cuerpo.

A causa de que estaba el Espíritu en él, entonces el Señor podía cumplir esta misión de ir, de pregonar, de sanar. Fíjese usted, cuando hay un ambiente tenso en su casa y usted da una palabra cortita. ¡Cómo cambia el ambiente, cómo se distiende todo, cómo la luz que sale de su boca echa fuera la tensión, las tinieblas!

Es maravilloso lo que tenemos en nuestra boca, la palabra que Dios nos dejó. Y así era el Señor. Entraba, y decía una palabra, y las tinieblas iban retrocediendo, porque él era la vida, en él estaba la vida.

Isaías 11:1-5 dice: «Saldrá una vara del tronco de Isaí, y un vástago retoñará de sus raíces. Y reposará sobre él el Espíritu de Jehová; espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y de poder, espíritu de conocimiento y de temor de Jehová. Y le hará entender diligente en el temor de Jehová. No juzgará según la vista de sus ojos, ni argüirá por lo que oigan sus oídos; sino que juzgará con justicia a los pobres, y argüirá con equidad por los mansos de la tierra; y herirá la tierra con la vara de su boca, y con el espíritu de sus labios matará al impío. Y será la justicia cinto de sus lomos, y la fidelidad ceñidor de su cintura».

Este es el Señor. Todo el Espíritu de Dios en él. Y ahora, hermanos, ¿dónde reposa ahora, dónde habita el Espíritu de Dios? El Espíritu de Dios habita en nosotros. Entonces, ¿podemos hacer nuestra la misión de Cristo? ¿Podemos tomar como nuestras estas palabras? Sí, mi hermano.

El Espíritu de Dios habita en la iglesia, y por eso va sanando, va consolando, va curando. Recuerde cómo llegó usted a la iglesia; piense cómo llegaron otros, y cómo han ido transformándose lentamente por la comunión con los hermanos, por la relación. Cuando uno se va relacionando con personas sanas, saludables, se va sanando. Todos nos vamos sanando.

Cuando nos vamos vinculando unos con otros, el Espíritu de Dios nos va sanando, nos va limpiando, en la medida que nos vamos involucrando en el cuerpo de Cristo. ¡Bendito es el Señor!

Yo creo que lo que viene aquí después es la iglesia. Mire, versículo 6: «Morará el lobo con el cordero…». Eso es la iglesia. «…el leopardo con el cabrito se acostará…». Veloz el leopardo, y el cabrito, indefenso. Y si uno empieza a mirar, este hermano, mira, la personalidad tan fuerte, y este otro tan tranquilo. Y allí, Dios los hace uno. Juntos allí. ¡Qué maravilloso!

«…el becerro y el león y la bestia doméstica andarán juntos, y un niño los pastoreará. La vaca y la osa pacerán, sus crías se echarán juntas…». Y díganme que no se juntan nuestros niños, todos allá jugando. ¿Quién puede hacer esto? El Señor puede hacerlo.

«Y el niño de pecho jugará sobre la cueva del áspid, y el recién destetado extenderá su mano sobre la caverna de la víbora». ¿Qué está diciendo? Un ambiente de tranquilidad y amor, sano, saludable, respetándose cada uno en su individualidad, en su personalidad; pero todos sanos, vinculados, amándose, queriéndose. ¡Qué maravilloso! El ambiente, qué saludable es esto. Esto es la iglesia.

No podemos hacer de la iglesia un ambiente tenso, de estar juzgándonos unos a otros permanentemente. ¡Qué lata ir a la reunión y saber que los hermanos me van a juzgar! ¡Oh, qué terrible, si la iglesia es un ambiente de amor! Todos amamos al Señor. Y si se cayó el hermano, recibámoslo. ¿Quién lo va a sanar sino nosotros? ¿Dónde está el Espíritu de Dios, dónde está el amor de Dios depositado? ¡En la iglesia!

No podemos estar poniendo requisitos en la entrada. ‘Aquí están sólo los justos, los blancos’. Nada de eso. La iglesia tiene que recibirlos y tener paciencia hasta que el Señor complete su obra. Paciencia con los débiles. Paciencia, gracia de Dios, amor de Dios. Tómelo, recíbalo, y mientras lo va amando, también déle la verdad poco a poco. Pero ámelo, acójalo.

Los débiles y los de poco ánimo

Veamos un último texto. «También os rogamos, hermanos, que amonestéis a los ociosos, que alentéis a los de poco ánimo, que sostengáis a los débiles, que seáis pacientes para con todos» (1ª Tes. 5:14).

Fíjense en los verbos: Amonestar … alentar … sostener … ser pacientes. Claro, a alguno habrá que amonestarlo, por supuesto, en amor. Ayudarlo como a un niño. A un niño se le ama, pero también se le corrige en amor, porque sigue siendo hijo. No deja de ser nunca hijo, y se le amonesta. ‘Mira, estás muy ocioso, te estás deteniendo; no está bien eso’, en amor.

Cuando un niño ve que le aman y que le amonestan en amor, crece. Cuando un hermano ve que lo amonestan con amor… ‘Yo recibo la amonestación. Yo sé que me ama, se ha desvelado por mí, se ha ganado el derecho de amonestarme. Está bien, tiene toda la autoridad para hacerlo’. Pero si tú no has hecho nada por el hermano, y ni siquiera has orado por él, ¿cómo lo vas a amonestar?

Alentar a otro que anda con poco ánimo … Aliéntalo. Provéele espíritu de gracia, provéele fe. Háblele, porque lo que necesita es palabra. Que la Palabra llene su mente, y tu ánimo es el ánimo de él, y lo alientas y lo levantas. Y él se alienta y bebe de ti.

Sostener a los débiles … No lo sueltes, sosténlo. Es débil, aguántalo firme. Hay algunos que necesitan ser sostenidos por mucho tiempo, tal vez muchos años. Claro, uno quiere que en la iglesia no haya ningún problema. ‘Estamos todos bien, cada uno cumple lo suyo; no hay ninguna dificultad’. Eso no es la iglesia.

En la iglesia siempre vas a tener débiles y gente de poco ánimo; siempre va a haber alguien que da problemas. Siempre. Y qué bueno que estén, porque eso que te complica, te va transformando a ti. A ése está usando Dios para transformar tu paciencia. Sí, Dios está pensando en ti cuando pone estos miembros en la iglesia.

Lo dice Pablo en Corintios: «Los miembros más débiles son los más necesarios». ¿Y sabes por qué? Para edificar la iglesia. Sí, para que todos crezcamos, Dios puso a esos miembros débiles. ¡Gracias, Señor!

Un último versículo. «Yéndose luego David de allí, huyó a la cueva de Adulam; y cuando sus hermanos y toda la casa de su padre lo supieron, vinieron allí a él. Y se juntaron con él todos los afligidos, y todo el que estaba endeudado, y todos los que se hallaban en amargura de espíritu, y fue hecho jefe de ellos; y tuvo consigo como cuatrocientos hombres» (1 Sam. 22:1-2). Esto es la iglesia.

Recuerden, «no hay muchos nobles entre vosotros», dice Pablo. Porque Dios escogió la escoria del mundo, para sanarla, para recuperarla, y llegar a tener de éstos a los famosos valientes de David, que combatieron las batallas con él, que pelearon y conquistaron reinos. Eran endeudados, afligidos, amargados, deprimidos; pero cuando se juntaron, y el Señor estuvo con ellos, fueron sanados. Y Dios los puso por cabeza, para llevar adelante su obra.

Dios quiere eso de nosotros, de todos nosotros. Él lo hará. ¡Bendito es el Señor!

1 El autor es psicólogo de profesión. (Nota del Editor).
2 El autor imagina una escena similar a la que se vive en el Retiro de Callejones, donde fue impartido este mensaje. (Nota del Editor).
 
(Síntesis de un mensaje impartido en Callejones, 2008).