La incertidumbre en que viven muchos hijos de Dios se debe a no haber recibido en sus corazones un Cristo pleno, como la total provisión de Dios para ellos.

A partir del momento en que el alma es llevada a sentir la realidad de su condición delante de Dios –a la profundidad de su ruina, culpa y miseria– no podrá haber descanso hasta que el Espíritu Santo revele al corazón un Cristo pleno y todosuficiente.

Esta es la única solución posible, y el remedio perfecto de Dios para nuestra completa pobreza.

Se trata de una verdad muy simple, pero de la mayor importancia; y podemos decir con toda seguridad, que cuanto más completa y profundamente el lector aprenda esto para sí mismo, mejor será. El verdadero secreto de la paz está en descender hasta el fondo de un yo irremediablemente culpable, arruinado y sin esperanzas, y ahí encontrar un Cristo todosuficiente como la provisión de Dios para nuestra más profunda necesidad. Esto es verdaderamente descanso – un descanso que nunca puede ser perturbado.

En este artículo nos proponemos mostrar al lector necesitado, que en Cristo se encuentra atesorado para él todo lo que pueda llegar a necesitar, sea para atender las necesidades de su propia conciencia, los ardientes deseos de su corazón, o las exigencias de su camino.

Buscaremos probar, por la gracia de Dios, que la obra de Cristo es el único lugar de reposo verdadero para la conciencia; que suPersona es el único objeto para el corazón; y que su Palabra es la única guía verdadera para el camino.

La obra de Cristo para la conciencia

Al considerar este importante asunto, hay dos cosas que exigen nuestra atención: primero, lo que Cristo hizo por nosotros; segundo, lo que él está haciendo para nosotros. En la primera, tenemos la expiación; en la última, la intercesión como Abogado. Él murió en la cruz por nosotros: él vive para nosotros sentado en el trono.

a) Lo que Cristo hizo por nosotros

Por su preciosa muerte expiatoria él suplió plenamente todo lo que tenía que ver con nuestra condición de pecadores. Él cargó nuestros pecados, y los llevó del todo y para siempre. Él llevó la culpa por todos nuestros pecados – los pecados de todos los que creen en su nombre. Jehová cargó en él todas nuestras iniquidades (Is. 53). «Porque también Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios» (1ª Ped. 3:18).

Esta es una verdad inmensa, y de total importancia para el alma necesitada – una verdad que se asienta en el propio fundamento de la posición cristiana. Es imposible que un alma despertada, espiritualmente esclarecida, pueda disfrutar de la paz divinamente establecida hasta que esta tan preciosa verdad sea recibida en simplicidad de fe. Debo saber, sobre la base de la autoridad divina, que todos mis pecados fueron quitados de la vista de Dios para siempre; que él mismo se deshizo de ellos de modo que viniese a satisfacer todas las exigencias de su trono y todos los atributos de su naturaleza; que él se glorificó a sí mismo por lanzar fuera mis pecados, y esto, de una manera mucho más tremenda y maravillosa que si me hubiese enviado al infierno eterno por causa de ellos.

Sí, fue él mismo quien lo hizo. Esta es la esencia y el meollo de todo el asunto. Dios puso nuestros pecados sobre Jesús, y él nos dice esto en su santa Palabra, a fin de que podamos saberlo sobre la base de la autoridad divina – una autoridad que no puede mentir. Dios lo planeó así, Dios lo hizo así; y así Dios lo dice. Todo viene de Dios, de principio a fin, y nosotros tan solamente tenemos que descansar en eso como niños. ¿Cómo sé que Jesús llevó mis pecados en su propio cuerpo sobre el madero? Por la misma autoridad que me dice que yo tenía pecados que debían ser llevados. Dios, en su maravilloso e inigualable amor, me asegura a mí, un pobre y culpable pecador, merecedor del infierno, que él mismo cuidó de todo el asunto de mis pecados, y se libró de ellos de un modo tal que vino a traer una rica cosecha de gloria para su eterno Nombre, por todo el universo, en presencia de toda inteligencia creada.

Y en esto, la fe viva debe tranquilizar la conciencia. Si Dios se satisfizo a sí mismo con la solución para mis pecados, yo debo quedar igualmente satisfecho. Sé que soy un pecador – puede que incluso sea el mayor de los pecadores. Sé que mis pecados son mayores en número que los cabellos de mi cabeza; que son negros como la medianoche – negros como el mismo infierno. Sé que cualquiera de esos pecados, el menor de ellos, merece las llamas eternas del infierno. Sé –porque la Palabra de Dios lo dice– que una simple partícula de pecado no puede jamás entrar en su santa presencia; y que, por consiguiente, no había para mí otro destino sino la eterna separación de Dios.

Todo eso lo sé, sobre la base de la clara e incuestionable autoridad de aquella Palabra que está para siempre afirmada en los cielos.

Pero, ¡oh profundo misterio de la cruz, el glorioso misterio del amor redentor! Veo al propio Dios llevando todos mis pecados –pecados de la peor especie– todos mis pecados, de la manera como él los vio y los avaluó. Lo veo colocándolos todos sobre la cabeza de mi bendito Sustituto, y tratando con él allí por causa de los pecados. Veo las oleadas de la justa ira de Dios –su ira contra mis pecados– su ira que debería haberme quemado a mí, alma y cuerpo, en el infierno, por toda una terrible eternidad; yo las veo abalanzándose sobre el Hombre que quedó en mi lugar, que me representó delante de Dios, que soportó todo lo que yo merecía, con Quien un Dios santo trató como si hubiese tratado conmigo. Veo la imparcialidad de un Juez, la santidad, verdad y justicia tratando con mis pecados, y librándome de ellos eternamente, ¡no dejando escapar ninguno de ellos! Sin connivencia, sin paliativos, sin indiferencia, pues el mismo Dios tomó el caso en sus manos. Su gloria estaba en juego; su inmaculada santidad, su eterna majestad, las sublimes reivindicaciones de su gobierno.

Todo eso tenía que ser satisfecho en una medida tal que lo glorificase delante de los ángeles, hombres y demonios. Él podría haberme enviado al infierno por causa de mis pecados. Yo no merecía nada menos que eso. Todo mi ser moral, desde lo más profundo, merecía esto – y debería haberlo recibido. No tengo ni siquiera una palabra como disculpa para un simple pensamiento pecaminoso, eso para no hablar de una vida manchada por el pecado de principio a fin.

Otros pueden argumentar como quieran acerca de la injusticia de una eternidad de castigo para una vida de pecado – la completa falta de proporción que hay entre algunos años de prácticas malas y las interminables eras de tormento en el lago de fuego. Pueden argumentar, pero creo plenamente, y lo confieso sin reservas, que por un simple pecado contra un Ser tal como es el Dios que veo en la obra de la cruz, yo merecía sobradamente el castigo eterno, oscuro, y el sombrío abismo del infierno.

No estoy escribiendo como un teólogo; si fuese uno de ellos, sería una tarea muy simple adornar esto con una larga lista de evidencias de las Escrituras a fin de probar la solemne verdad del castigo eterno. Pero no; estoy escribiendo como alguien que fue divinamente instruido del verdadero desierto que es el pecado, y este desierto, yo, calmada, deliberada, y solemnemente declaro, es, y sólo puede ser, la eterna exclusión de la presencia de Dios y del Cordero – tormento eterno en el lago que arde con fuego y azufre.

Sin embargo – ¡y eternas aleluyas sean dadas al Dios de toda gracia!, porque, en vez de enviarnos al infierno por causa de nuestros pecados, él envió a su Hijo para ser la propiciación por esos mismos pecados. Y en el desarrollo del maravilloso plan de redención, vemos un Dios santo tratando con la cuestión de nuestros pecados, y ejecutando juicio sobre ellos en la Persona de su tan amado, eterno y co-igual Hijo, a fin de que el pleno manantial de su amor pudiese fluir en nuestros corazones. «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados» (1ª Juan 4:10).

Por tanto, esto debe traer paz a la conciencia, si tan solamente fuere recibido con sencillez de fe. ¿Cómo es posible que alguien crea que Dios se satisfizo a sí mismo en cuanto a los pecados de él, y al mismo tiempo él mismo no tener paz? Si Dios nos dice: «Y no me acordaré más de su pecado» (Jer. 31:34) ¿qué más podríamos desear como fundamento de paz para nuestra conciencia? Si Dios me asegura que todos mis pecados están invisibles como en densa oscuridad –que fueron lanzados detrás de Sí –y que han salido para siempre de delante de sus ojos, ¿por qué es que yo no tendría paz? Si él me muestra al Hombre que cargó mis pecados sobre la cruz, ahora coronado a la diestra de la Majestad en las alturas, ¿acaso mi alma no debería entrar en el perfecto descanso en lo referente a mis pecados? Con toda seguridad.

La liberación del pecadoSin embargo, bendito sea el Dios de toda gracia, porque no es sólo la remisión de los pecados que se nos anuncia por medio de la muerte expiatoria de Cristo. Tenemos también completa liberación del presente poder del pecado. Este es un gran asunto para todo verdadero amante de la santidad. De acuerdo con la gloriosa dispensación de la gracia, la misma obra que asegura la completa remisión de los pecados rompió para siempre el poder del pecado. No se trata sólo de que hayan sido borrados los pecados de la vida, sino el pecado de la naturaleza está condenado. El creyente tiene el privilegio de considerarse a sí mismo como muerto al pecado.

«Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí» (Gál. 2:20). Esto es cristianismo. El viejo yocrucificado, y Cristo viviendo en mí. El cristiano es una nueva creación. Las cosas viejas ya pasaron. La muerte de Cristo encerró para siempre la historia del viejo yo; y, por tanto, aunque el pecado habite aún en el creyente, su poder está roto y eliminado para siempre. No solamente la culpa que él llevaba está pagada, sino que su terrible dominio fue totalmente destruido.

Es esta la gloriosa enseñanza de Romanos 6 al 8. El estudioso atento de esta magnífica epístola observará que a partir del capítulo 3:21, hasta el capítulo 5:11 tenemos la obra de Cristo aplicada a la cuestión de los pecados; y del capítulo 5:12 hasta el final del capítulo 8 tenemos otro aspecto de la obra de Cristo, es decir, su aplicación a la cuestión del pecado – «nuestro viejo hombre … el cuerpo del pecado … el pecado en la carne». No hay, en las Escrituras algo como el perdón del pecado. Dios condenó al pecado; Dios no lo perdonó – una distinción que es inmensamente importante. Dios demostró su eterna aversión al pecado en la cruz de Cristo. Él expresó y ejecutó su juicio sobre el pecado, y ahora el creyente puede considerarse ligado e identificado con Aquel que murió en la cruz y que ha resucitado de entre los muertos. Él salió de la esfera del dominio del pecado y entró en aquella esfera nueva y bendita donde la gracia reina por la justicia. «Pero gracias a Dios, dice el apóstol, que aunque erais esclavos del pecado (antes, no ahora), habéis obedecido de corazón a aquella forma de doctrina a la cual fuisteis entregados; y libertados del pecado(no meramente teniendo los pecados perdonados), vinisteis a ser siervos de la justicia. Hablo como hombre, por vuestra humana debilidad, que así como para iniquidad presentasteis vuestros miembros para servir a la inmundicia y a la iniquidad, así ahora para santificación presentad vuestros miembros para servir a la justicia. Porque cuando erais esclavos del pecado, erais libres acerca de la justicia. ¿Pero qué fruto teníais de aquellas cosas de las cuales ahora os avergonzáis? Porque el fin de ellas es muerte. Mas ahora que habéis sido libertados del pecado y hechos siervos de Dios, tenéis por vuestro fruto la santificación, y como fin, la vida eterna.» (Rom. 6:17-22).

Aquí está el precioso secreto de una vida santa. Estamos muertos al pecado; vivos para Dios. El reino del pecado terminó. ¿Qué tiene que ver el pecado con un hombre muerto? Nada. Bien, entonces, el creyente murió con Cristo; está sepultado con Cristo; está resucitado con Cristo para andar en novedad de vida. Él vive bajo el precioso reino de la gracia, y tiene como fruto la santificación. El hombre que hace uso de la abundante gracia divina como disculpa para vivir en pecado niega el mismo fundamento del cristianismo. «Porque los que hemos muerto al pecado, ¿cómo viviremos aún en él?» (Rom. 6:2). Imposible. Sería una negación de toda la posición cristiana. Imaginar al cristiano como alguien que debe seguir, día tras día, semana tras semana, mes tras mes, y año tras año, pecando y arrepintiéndose, pecando y arrepintiéndose, es degradar el cristianismo y falsificar la posición cristiana como un todo. Decir que un cristiano debe seguir pecando porque él tiene la carne en sí es ignorar la muerte de Cristo en uno de sus grandes aspectos, y reputar como mentira toda la enseñanza de los apóstoles en Romanos capítulos 6 al 8.

Gracias a Dios, no existe razón de por qué el creyente debería cometer pecado. «Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis» (1ª Juan 2:1). No deberíamos justificar ni siquiera el más simple pensamiento pecaminoso. Se trata de nuestro dulce privilegio andar en la luz, como Dios está en la luz; y con toda certeza, cuando estamos andando en la luz, no estamos cometiendo pecados, o salimos de la luz y cometemos pecado; pero la idea normal, verdadera y divina de un cristiano es la de alguien andando en la luz, y no cometiendo pecado. Un pensamiento pecaminoso es extraño al verdadero carácter del cristianismo. Tenemos pecado en nosotros, y vamos a continuar teniéndolo mientras estemos en el cuerpo; pero si andamos en el Espíritu, el pecado en nuestra naturaleza no se irá a manifestar en la vida. Decir que no necesitamos pecar es la afirmación de un privilegio cristiano; decir que no podemos pecar es un engaño e ilusión.

b) Lo que Cristo está haciendo para nosotros

Considerando que nuestra condición es imperfecta y que nuestro andar es imperfecto; considerando también que nuestra comunión es susceptible de ser interrumpida, es por esta razón que necesitamos del actual oficio de Cristo por nosotros.

Jesús vive a la diestra de Dios por nosotros. Su activa intervención a nuestro favor no cesa ni por un momento. Él atravesó los cielos en virtud de la expiación consumada, y allí ejerce continuamente su perfecta intercesión por nosotros delante de Dios. Él está allí como nuestra justicia permanente, a fin de mantenernos siempre en divina integridad de la posición y de la relación a la cual su muerte expiatoria nos introdujo. Por eso leemos en Romanos 5:10: «Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida». Así también leemos en Hebreos 4:14-16: «Por tanto, teniendo un gran sumo sacerdote que traspasó los cielos, Jesús el Hijo de Dios, retengamos nuestra profesión. Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado. Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro».

Y también en Heb. 7:24-25: «Mas éste, por cuanto permanece para siempre, tiene un sacerdocio inmutable; por lo cual puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos». Y en Hebreos 9:24:«Porque no entró Cristo en el santuario hecho de mano, figura del verdadero, sino en el cielo mismo para presentarse ahora por nosotros ante Dios».

Tenemos también, en la 1a Epístola de Juan, el mismo asunto representado bajo un aspecto un poco diferente. «Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis; y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo. Y él es la propiciación por nuestros pecados; y no solamente por los nuestros, sino también por los de todo el mundo» (1a Juan 2:1-2).

¡Cuán precioso es todo esto para el cristiano sincero, que está siempre consciente –perfecta y dolorosamente consciente– de su debilidad, necesidad y fracaso! ¿Cómo es posible que alguien que vea estos pasajes que acabamos de citar pueda poner en duda la necesidad del cristiano de un ininterrumpido ministerio de Cristo en su favor? ¿No es espantoso que algún lector de la Epístola a los Hebreos, algún observador de la condición y del andar del creyente más fiel, pudiese ser hallado negando la aplicación del sacerdocio e intercesión de Cristo por los cristianos hoy?

¿A favor de quién (permítasenos preguntar) está Cristo viviendo y actuando ahora a la diestra de Dios? ¿Será a favor del mundo? Ciertamente no; pues él dice, en Juan 17:9: «No ruego por el mundo, sino por los que me diste, porque tuyos son». ¿Y quiénes son ésos? ¿Se tratará acaso del remanente judío? No; ese remanente todavía no entra en escena. ¿Quiénes son ellos, entonces? Creyentes, hijos de Dios, cristianos, que están ahora pasando por este mundo pecaminoso, sujetos a fallar y a ser engañados a cada paso del camino. Estos son el objeto del ministerio sacerdotal de Cristo. Él murió para hacerlos limpios; él vive para mantenerlos limpios. Por su muerte él expió nuestra culpa, y por su vida él nos limpia, por medio de la acción de la Palabra por el poder del Espíritu Santo. «Este es Jesucristo, que vino mediante agua y sangre; no mediante agua solamente, sino mediante agua y sangre» (1ª Juan 5:6). Tenemos expiación y somos limpios por medio de un Salvador crucificado. La doble fuente emanó del costado herido de Cristo, muerto por nosotros. ¡Toda alabanza sea dada a su Nombre!

Tenemos todo, en virtud de la preciosa muerte de Cristo. ¿Es nuestra culpa el problema? Ella fue cancelada por la sangre de la expiación. ¿Son nuestras faltas diarias? Tenemos un Abogado para con el Padre – un gran Sumo Sacerdote para con Dios. «Si alguno hubiere pecado» (1ª Juan 2:1). Él no dice «si alguien se arrepiente». No hay duda de que hay, y debe haber, arrepentimiento y auto-juicio; pero ¿cómo ellos son producidos? Aquí está: «Tenemos un Abogado para con el Padre». Y su siempre prevaleciente intercesión consigue, para aquel que peca, la gracia del arrepentimiento, el juicio propio y la confesión.

Es algo de suma importancia para el cristiano tener bien claro lo que se refiere a esta verdad cardinal de la intercesión abogadicia o sacerdocio de Cristo. Acostumbramos erróneamente a pensar que necesitamos hacer algo de nosotros mismos para resolver la cuestión entre nuestra alma y Dios. Nosotros nos olvidamos hasta del por qué estamos conscientes de nuestra falla – antes de que nuestra conciencia se tornase consciente del hecho ya nuestro Abogado estuvo delante del Padre para tratar de eso; y es por su intercesión que tenemos la gracia de nuestro arrepentimiento, confesión y restauración. «Si alguno hubiere pecado…», ¿tenemos qué? ¿La sangre a la cual debemos recurrir? No; repare cuidadosamente lo que el Espíritu Santo declara. «Abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo». ¿Y por qué dice, «el justo»? ¿Por qué no dice, «el bondadoso», «el misericordioso», o «el que se compadece de nosotros»? ¿Acaso él no es todo eso? Ciertamente; pero ninguno de esos atributos cabría aquí, aunque podrían estar. El bendito apóstol coloca delante de nosotros la consoladora verdad de que en todos nuestros errores, pecados y fallas, tenemos un representante «justo» delante de Dios justo, el Padre santo, de modo que nuestras cuestiones nunca terminen en fracaso. Él vive siempre para hacer intercesión por nosotros, y porque él vive siempre «puede salvarperpetuamente» – salvar hasta el fin– «a los que por él se acercan a Dios».

¡Qué firme consuelo existe aquí para el pueblo de Dios! ¡Y cuán necesario para nuestras almas es estar fundamentados en el conocimiento y comprensión de eso! Hay algunos que poseen una comprensión imperfecta de la verdadera posición de un cristiano, por no comprender lo que Cristo hizo por ellos en el pasado; otros, al contrario, tienen una visión tan unilateral de la condición del cristiano que no perciben nuestra necesidad de lo que Cristo está ahora haciendo por nosotros. Ambos deben ser corregidos. Los primeros ignoran la extensión y el valor de la expiación; los últimos ignoran el lugar y la aplicación que tiene la intercesión abogadicia. La perfección de nuestra posición es tal, que el apóstol dice: «Pues como él es, así somos nosotros en este mundo»(1ª Juan 4:17). Si eso fuese todo, ciertamente no tendríamos necesidad del sacerdocio o de la intercesión abogadicia; pero nuestra condición es tal, que el apóstol necesita decir: «Si alguno hubiere pecado…». Esto prueba cuán continuamente necesitamos del Abogado. Y, bendito sea Dios, nosotros lo tenemos continuamente; nosotros lo tenemos viviendo siempre por nosotros. Él vive y sirve en las alturas. Él es nuestra justicia sustitutiva delante de nuestro Dios. Él vive para mantenernos justos en el cielo, y para hacernos justos cuando hayamos errado en la tierra. Él es el vínculo divino e indisoluble entre nuestras almas y Dios.

La persona de Cristo para el corazón

Habiendo revisado hasta aquí las verdades fundamentales relacionadas con la obra de Cristo por nosotros –su obra en el pasado y su obra en el presente– su expiación y su intercesión, debemos ahora intentar, por la gracia del Espíritu de Dios, presentar al lector algo de aquello que las Escrituras nos enseñan en cuanto al segundo tema de nuestro asunto, a saber, Cristo como un objeto para el corazón.

Se trata de algo maravillosamente bendito poder decir: «Encontré a Alguien que satisface plenamente mi corazón – encontré a Cristo». Es esto lo que nos pone verdaderamente en la cima del mundo. Nos torna completamente independientes de los recursos a los cuales el corazón inconverso siempre se apega. Nos concede un descanso permanente. Nos da una calma y quietud de espíritu que el mundo no puede comprender. El pobre amante del mundo puede pensar que la vida del cristiano es muy estática, insípida, llegando incluso a ser una ocupación idiota. Tal vez él quede espantado de ver cómo alguien puede vivir sin aquello que él llama «diversión». Privar al inconverso de aquello sería casi lo mismo que llevarlo a la desesperación o a la locura; pero el cristiano no desea tales cosas – él no las practicaría. Ellas son incluso un aborrecimiento para él. Hablamos aquí, evidentemente, del verdadero cristiano, de alguien que no es un mero cristiano de nombre, sino de verdad.

¿Qué es un cristiano? Es un hombre celestial, un participante de la naturaleza divina. Él está muerto para el mundo –muerto para el pecado– vivo para Dios. No tiene ni siquiera una conexión con el mundo: pertenece al cielo. Así como Cristo, su Señor, él no pertenece más al mundo. ¿Podría Cristo tomar parte en las diversiones y festejos de este mundo? La propia idea de eso sería una blasfemia. Bien, entonces, ¿qué decir del cristiano? ¿Puede él tomar parte en cosas que él sabe en su corazón que son contrarias a Cristo? ¿Puede ir a lugares, frecuentar ambientes y desenvolverse en circunstancias donde, él tiene que admitir, su Salvador y Señor no puede tomar parte? ¿Puede él tener comunión con un mundo que odia a Aquel a Quien él profesa deber todas las cosas?

Tal vez a algunos de nuestros lectores pueda parecer que estamos hablando de un terreno muy elevado. A éstos preguntamos: ¿Qué terreno debemos tomar? Ciertamente, el terreno cristiano, si somos cristianos. Bien, entonces, si debemos asumir una posición cristiana, ¿cómo podemos saber lo que es una posición cristiana? Evidentemente, buscando en el Nuevo Testamento. ¿Y qué es lo que allí se enseña? ¿Acaso él da alguna autorización para que el cristiano se mezcle, en cualquier forma o medida, con las diversiones y los vanos deseos de este presente siglo malo? Escuchemos con atención las importantes palabras de nuestro bendito Señor en Juan 17. Escuchemos de sus propios labios la verdad en cuanto a nuestra porción, nuestra posición, y nuestro camino aquí en este mundo. Al dirigirse al Padre, él dice: «Yo les he dado tu palabra; y el mundo los aborreció, porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del mal. No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, así yo los he enviado al mundo» (Juan 17:14-18).

¿Será posible concebir una medida más próxima de identificación de la que se nos presenta en estas palabras? Por dos veces, en este breve pasaje, nuestro Señor declara que no somos del mundo, así como él tampoco lo es. ¿Qué tenía que ver nuestro bendito Señor con el mundo? Nada. El mundo lo rechazó completamente y lo expulsó. El mundo lo clavó en una vergonzosa cruz, entre dos malhechores. El mundo continúa actual y plenamente bajo la acusación de todo eso como si el acto de crucifixión hubiese ocurrido ayer, bien en el centro de su civilización y con el consentimiento unánime de todos. No existe ni siquiera un vínculo moral entre Cristo y el mundo. Sí, el mundo está manchado con su asesinato, y nada tiene que decir a Dios a favor de su crimen.

¡Qué solemne es esto! ¡Qué asunto serio para ser considerado por los cristianos! Estamos pasando por un mundo que crucificó a nuestro Señor y Maestro, y él declara que no somos de este mundo, así como tampoco él lo es. De ahí que si tenemos alguna comunión con el mundo estaremos siendo falsos para con Cristo. ¿Qué pensaríamos de una esposa que se sentase, riese, y contase anécdotas con un grupo de hombres que hubiese asesinado a su marido? Es exactamente lo que los cristianos profesantes están haciendo cuando se mezclan con el presente siglo malo, y se hacen parte y porción de él.

Tal vez alguien pregunte: ¿Qué debemos hacer? ¿Debemos salir del mundo? De ningún modo. Nuestro Señor dijo expresamente: «No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del mal» (Jn. 17:15). En el mundo, pero no del mundo, es el verdadero principio para el cristiano. Para valernos de una figura, el cristiano en el mundo es como un buzo equipado con una escafandra. Él está inmerso en un elemento que lo destruiría si no estuviese protegido de su acción, y mantenido por una continua comunicación con el ambiente que está encima de él.

¿Qué debe hacer el cristiano con el mundo? ¿Cuál es su misión aquí? Esta: «Como tú me enviaste al mundo, así yo los he enviado al mundo». «Como me envió el Padre, así también yo os envío» (Juan 17:18; 20:21).

Tal es la misión del cristiano. Él no debe encerrarse entre las paredes de un monasterio o convento. Nada de eso. Somos llamados para estar ocupados en las diversas responsabilidades de la vida, y para actuar en las esferas que nos son divinamente asignadas, para la gloria de Dios. No es un asunto de qué estamos haciendo, sino de cómo lo estamos haciendo. Todo depende del objeto que gobierna nuestros corazones. Si es Cristo quien comanda y cautiva el corazón, todo estará bien; si no es él, nada estará bien. Es nuestro dulce privilegio colocar al Señor siempre delante de nosotros. Él es nuestro modelo. Así como él fue enviado al mundo, nosotros también. ¿Qué vino a hacer él? Glorificar a Dios. ¿Cómo vivió él? Por el Padre. «Como me envió el Padre viviente, y yo vivo por el Padre, asimismo el que me come, él también vivirá por mí» (Jn. 6:57).

Eso hace todo muy sencillo. Cristo es el patrón y la clave de todo. Ya no se trata meramente de una cuestión de que algo sea correcto o incorrecto de acuerdo con las reglas humanas; es más bien una cuestión de qué es digno de Cristo. ¿Haría él esto o aquello? ¿Iría él allá o acullá? Él nos dejó «ejemplo, para que sigáis sus pisadas» (1ª Ped. 1:21). Y con toda seguridad, nunca deberíamos ir adonde no pudiésemos percibir sus benditas pisadas. Si vamos de un lado a otro sólo para satisfacernos a nosotros mismos, no estamos siguiendo sus pisadas, y no podemos esperar disfrutar de su bendita presencia.

Aquí está el verdadero secreto de todo el asunto. La gran cuestión es esta: ¿Es Cristo mi objeto? ¿Para qué estoy viviendo? ¿Puedo decir que «lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí»? (Gál. 2:20). Nada menos que esto es lo que corresponde a un cristiano. Se trata de algo demasiado miserable estar contento sólo con ser salvo, y luego seguir adelante abrazados con el mundo, viviendo para la satisfacción propia y en busca de los propios intereses – aceptar la salvación como el fruto de la pasión y tribulación de Cristo y después vivir lejos de él. ¿Qué pensaríamos de un niño al que sólo le importan las cosas buenas que el padre le da, y que nunca busca la compañía de su padre, prefiriendo la compañía de extraños? Ciertamente sería alguien digno de desprecio. Cuánto más despreciable es el cristiano que debe todo su presente y su futuro eterno a la obra de Cristo y, aun así se contenta en vivir a una fría distancia de su bendita Persona, sin preocuparse ni un poco de la promoción de su causa – ¡de la promoción de su gloria!

La palabra de Cristo para el camino

Para terminar, debemos hacer una breve referencia al tercero y último tema de nuestro asunto: La Palabra de Cristo como la guía todosuficiente para nuestro camino.

Si la obra de Cristo es suficiente para la conciencia; si su bendita Persona es suficiente para el corazón; con toda seguridad, su preciosa Palabra es suficiente para el camino. Podemos admitir, con toda la confianza posible, que poseemos en el divino volumen de las Sagradas Escrituras todo lo que podríamos necesitar, no sólo para atender las necesidades de nuestra senda individual, sino también para las variadas necesidades de la Iglesia de Dios, en los mínimos detalles de su historia en este mundo.

Estamos bien conscientes de que al hacer tal afirmación nos exponemos a mucha burla y oposición, procedentes de más de alguna dirección. Seremos confrontados, por un lado, con los que defienden la tradición y, por otro, por aquellos que luchan por la supremacía de la razón y voluntad humanas. Pero eso nos preocupa muy poco. Consideramos las tradiciones de los hombres, sean ellos de padres, hermanos o doctores, cuando son presentados como proviniendo de alguna autoridad, como una partícula de polvillo en una balanza; y en lo que se refiere al racionalismo humano, sólo puede ser comparado a un murciélago puesto al sol de medio día, ciego por la luz, y lanzándose contra obstáculos que no puede ver.

Es motivo de profundo gozo para el corazón del cristiano poder zafarse de las engorrosas tradiciones y doctrinas de los hombres y entrar en la tranquila luz de las Sagradas Escrituras, y al estar delante de los imprudentes raciocinios del impío, del racionalista, del escéptico, sujetar todos su ser moral a la autoridad y el poder de las Sagradas Escrituras. Él reconoce, con gratitud, en la Palabra de Dios el único patrón perfecto para doctrina, moral, y todo lo demás. «Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra» (2ª Tim. 3:16-17).

¿Qué más podemos necesitar? Nada. Si las Escrituras pueden hacer a un niño «sabio para la salvación», y si ellas pueden tornar a un hombre «perfecto y enteramente preparado para toda buena obra», ¿qué tenemos que ver nosotros con la tradición o con el racionalismo humano? Si Dios escribió un volumen para nosotros, si él condescendió en darnos una revelación de su pensamiento, en cuanto a todo lo que debemos conocer, pensar, sentir, creer y hacer, ¿nos volveremos a un pobre mortal semejante a nosotros –sea él ritualista o racionalista– para ayudarnos? ¡Lejos de nosotros tal pensamiento! Sería lo mismo que nos volviéramos a nuestro semejante a fin de agregar algo a la obra consumada de Cristo, a fin de hacerla suficiente para nuestra propia conciencia, o suplir lo necesario para cubrir alguna deficiencia que encontrásemos en la Persona de Cristo a fin de hacerlo suficiente para nuestro corazón.

Toda alabanza y gracias sean dadas a nuestro Dios por no ser este el caso. Él nos dio, en su amado Hijo, todo lo que necesitamos para la conciencia, para el corazón, para el camino aquí –para el tiempo, con todos sus escenarios en constante mutación– para la eternidad, con sus eras incontables.

Podemos decir: «Tú, oh Cristo, eres todo lo que necesitamos / más que todo en ti encontramos». No hay, ni puede existir, ninguna falta en el Cristo de Dios. Su expiación y su intercesión deben satisfacer todos los anhelos de la conciencia más profundamente ejercitada. Las glorias morales –la poderosa atracción de su divina Persona– deben satisfacer las más intensas aspiraciones y deseos del corazón. Y su inigualable revelación –ese volumen sin precio– contiene, entre sus tapas todo lo que podamos necesitar, de principio a fin, en nuestra carrera cristiana.

Lector cristiano: ¿Acaso estas cosas no son así? ¿Acaso usted no reconoce la verdad que hay en ellas, en lo más íntimo de su ser moral renovado? Si así es, ¿está usted descansando, en tranquilo reposo, en la obra de Cristo? ¿Se está deleitando en su Persona? ¿Se está sujetando, en todas las cosas, a la autoridad de su Palabra? ¡Dios quiera que así pueda ser con usted, y con todos los que profesan su Nombre! Pueda haber un testimonio cada vez más pleno, más claro y más decidido para la total suficiencia de Cristo, hasta aquel día.