Si preguntamos hoy cuáles son las características necesarias para que un grupo de cristianos sea llamado iglesia, hallaremos muchos conceptos, pero el Señor no ve como ve el hombre. Los ojos de Dios y el placer suyo están vueltos hacia su Hijo. Somos aceptos a Dios en el Amado. Donde no está el Hijo, no hay vida.

Laodicea fue reprendida por el Señor porque sus riquezas eran aquello que no tenía valor, aquello que era del hombre y no de Él. El concepto de riqueza de ellos estaba puesto en cosas viles. Al contrario de Laodicea, Pablo escribe que los tesalonicenses se volvieron una iglesia modelo para las otras iglesias. ¿Qué tenían ellos? Tenían obras de fe, trabajo de amor y constancia en la esperanza en nuestro Señor Jesucristo (1 Tes. 1.3).

Es muy rica la revelación en este versículo, pero hoy nos vamos a detener solo en las obras de fe. Nosotros damos mucho valor a la fe, tal vez porque inconscientemente pensamos que ésta proviene de nosotros. Y a menudo pensamos que la fe es la forma como nosotros vemos las cosas de Dios –nuestra opinión–, y a causa de eso entramos en debates y discusiones.

Lo primero que tenemos que entender es que la fe es la obra y la consumación de una persona – la persona de Cristo en nosotros (Heb. 12.2). La fe proviene de Cristo (1 Tim. 1.14), y no es un tipo de sentimiento o entendimiento del hombre, sino la expresión de la vida del Señor en nosotros. Esta fe no proviene de nosotros, porque además de ser ella un don de Dios, es repartida a cada uno (Rom. 12.3); es por gracia, según la medida del don de Cristo (Ef. 4.7). ¡Y algo que es repartido por Dios no puede ser del hombre!

A unos Él hace débiles en la fe; a otros, fuertes. Su medida repartida es conforme a la medida que un creyente es como miembro, de su función en el Cuerpo de Cristo. Dios puso a cada uno en el Cuerpo como quiso y para cada función repartió una medida de fe (1 Cor. 12.18-22). Una medida menor no desmerece al miembro, antes, ella tiene su importancia en el Cuerpo.

Ahora, el Señor no repartió la fe para que sea instrumento de disputas ni de discusiones, como enseña Pablo en Romanos capítulo 14. Dios no repartió la fe para que sea instrumento de medida para la vida cristiana, sino para que aquella medida de Cristo en cada uno, sea conocida de la iglesia por medio de Su vida.

La fe no es para ser conocida ni medida por los otros, es para el cristiano delante de Dios (Rom. 14.22). La fe es para Dios; ahora, la vida, el testimonio del Señor, las obras de fe, son para los hombres. Nadie necesita mostrar la fe que tiene, esa Dios la ve y la conoce porque él la repartió, pero si ella no tiene obras, si no hay vida manifiesta del Señor por esta fe, entonces ella es muerta.

Entonces, ¿cómo podemos conocer la fe de alguien? ¿Por el énfasis o por el conocimiento que él da de las Escrituras y de las doctrinas? No, por su vida, por el testimonio, por las obras de fe: «Tú tienes fe, y yo tengo obras: muéstrame tu fe sin tus obras, y yo te mostraré mi fe por mis obras» (Stgo. 1.18).

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