En los prólogos del evangelio de Juan y de su primera epístola, encontramos las principales referencias respecto de la vida al interior de la Deidad antes de la encarnación del Verbo. Veamos: «En el principio ya existía el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba con Dios en el principio» (Jn. 1:1-2).

La expresión «ya existía» traduce perfectamente el sentido del texto griego. El Verbo no existe desde la creación, sino que ya estaba en el principio de todas las cosas. El Verbo es eterno. Pero la expresión que aquí nos interesa destacar es la que sigue: «El Verbo estaba con Dios». Esta frase se repite aquí dos veces. Juan nos dice que cuando llegó el principio de todas las cosas el Verbo estaba con Dios. Para contemplar la riqueza de esta expresión deberemos acudir al texto griego: «kai jo logos en pros ton Theón»:

«Kai jo logos» = Y el Verbo.
«En» = Era, estaba o existía. Forma verbal del verbo ser.
«Pros ton Theón» = En dirección hacia Dios o en relación con Dios.

«Y el Verbo existía en dirección hacia Dios». La partícula clave es la preposición «pros». Es ella la que indica cómo existía el Verbo en el principio. Las ideas son las siguientes: El Verbo existía vuelto hacia Dios; en comunión íntima y eterna con él. El Verbo existía en una permanente contemplación de Dios. El Verbo existía centrado en Dios; existía en una relación de mutuo amor con Dios. Pero ¿no será decir mucho a partir de una sola preposición? La verdad es que no. El mismo Jesús lo confirma en el resto del evangelio. Orando al Padre dijo: «Y ahora glorifícame tú, Padre, al lado de ti mismo con la gloria que tenía junto a ti, antes que el mundo existiera» (Jn. 17:5 según el Nuevo Testamento Interlineal). Luego, en la misma oración, dijo: «…pues me amaste antes de la fundación del mundo» (Jn. 17:24, Interlineal). En definitiva, entonces, el Verbo existía en comunión eterna con Dios y en una relación de amor con él.

En el prólogo de la primera carta de Juan, éste repite casi exactamente la frase del evangelio: «Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con los ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos acerca del Verbo de vida –porque la vida fue manifestada y la hemos visto y testificamos y os anunciamos la vida eterna, la cual estaba con el Padre y se nos manifestó».

Aquí el Verbo es llamado Verbo de vida. ¿A qué clase de vida se refiere? Juan la califica de vida eterna. El adjetivo «eterna» no indica aquí una característica de esta vida, sino más bien la clase de vida de que está hablando. Esta vida es la eterna, es decir, la vida que estaba con el Padre. La vida eterna es la vida de Dios; la clase de vida que hay en Dios. La vida eterna es la vida por medio de la cual Dios vive. Esta vida de Dios –que para nosotros se manifestó cuando el Verbo fue hecho carne– consiste en la relación eterna que existe entre el Verbo y el Padre. Aquel que es la vida eterna, existía «en pros ton patera».

Lo más extraordinario, sin embargo, es que la relación entre Dios y su Verbo no cambió cuando el Verbo fue hecho carne. ¿Cómo fue la relación al interior de la Divinidad cuando el Verbo fue hecho carne? De alguna manera la respuesta ya nos fue dada en el prólogo de la primera carta de Juan. Allí Juan nos dice que cuando el Verbo se hizo carne, la vida eterna fue manifestada. Esto significa que –en el fondo– lo que el Hijo manifestó en la tierra fue la relación eterna con su Padre. En otras palabras, lo que especialmente hizo el Señor Jesucristo en los días de su carne, fue traer a la tierra la vida divina.

Esta relación eterna de amor y comunión entre el Verbo y Dios no sólo siguió aquí en la tierra, sino que nos fue hecha visible: La vida eterna fue manifestada. El verbo «manifestar» significa «hacer visible», «mostrar», «demostrar». Que el Hijo de Dios vivió la vida divina aquí en la tierra significa, pues, que –como hombre– vivió la misma relación con su Padre que había tenido con él antes de la encarnación. Esto tiene una importancia superlativa para nosotros, toda vez que la vida cristiana consiste precisamente en vivir la vida divina. De alguna manera, entonces, el que viene al Hijo tiene acceso a esa clase de vida intratrinitaria. Amén.