Los israelitas temieron a Moisés; pero amaron a David. Él fue su gran gobernante, pero también su amigo amado. Fue ‘el Rey de Amor’ en el Antiguo Testamento. Por desgracia, en la historia posterior, su dinastía cayó en decadencia, y en los tiempos del Nuevo Testamento había perdido toda la virtud de la realeza; pero, aun así, todos sabían que Dios había prometido las ‘misericordias fieles’ a David, y creían que finalmente aparecería Uno que sería la verdadera simiente de David, no sólo en su genealogía, sino en la sucesión espiritual (Sal. 89:35-37).

Entonces vino el censo romano, milagrosamente cronometrado por la providencia de Dios para asegurar que el Hijo de David largamente esperado naciera en Belén, la ciudad de David (Luc. 2:11). Gabriel había anunciado a María que su hijo estaba destinado a heredar el trono de David, con un reino sempiterno e ilimitado (Luc. 1:32-33), y Zacarías había proclamado que el bebé en el vientre de la virgen representaba el cumplimiento de todas las profecías del Antiguo Testamento «en la casa de David su siervo» (Luc. 1:69).

Cuando Jesús creció, no mostró ninguna intención de adaptarse a una forma meramente nacionalista o terrenal de soberanía, aunque aceptaba sin protestar ser aludido como el Hijo de David (Mat. 9:27; 20:30-31). Parece que la gente encontraba en él tal combinación de bondad y autoridad que sentían que el título más digno para él era el de Hijo de David (Mat. 12:23).

Cuando la obra de su vida llegaba a su culminación, fue recibido como el Hijo de David por la muchedumbre en las calles de Jerusalén y por los niños que le gritaban hosannas en el templo (Mat. 21:9, 15). Él aceptó este título, porque tenía todo derecho a él, pero en un encuentro con sus detractores, demostró que era tanto el Hijo de David, así como el Señor de David (Mat. 22:42-45). Así que, por esta doble referencia a David, se da mayor énfasis a la majestad de Cristo: él es el verdadero Rey de Amor.

Su majestad es universal, porque está íntimamente involucrada en ese evangelio que es poder de Dios para todas las naciones, incluyendo a los judíos (Romanos 1:3). El evangelio es las buenas nuevas de que Cristo ha sido levantado de los muertos para ser nuestro Rey, así como nuestro Salvador. Esta es la esencia de lo que Pablo describe como ‘su’ evangelio, el hecho de que las promesas de David han sido garantizadas a todos los creyentes en todo lugar por la resurrección de Jesucristo. Todos nosotros estamos incluidos en «las misericordias fieles de David» (Hechos 13:34) y siempre debemos ser celosos en recordar la majestad universal de nuestro Señor resucitado (2 Timoteo 2:8).

La moderna nación de Israel reaccionaría con desprecio a la idea del reinado de Jesucristo haciéndoles la principal nación de la tierra, aunque esto es lo que está destinado a suceder. El Israel terrenal también está incluido en ese vasto reino cósmico del Hijo de David; esa pequeña expresión en un área limitada de Palestina tiene su lugar propio en el mayor contexto del reinado universal del Hijo. En oposición a la ceguera de Israel, nuestros ojos han sido abiertos para conocer al Señor de las iglesias como «el que tiene la llave de David» (Ap. 3:7).

Tras la conquista de Jerusalén, en 70 d. de C., las autoridades romanas estaban tan ansiosas de asegurarse que los judíos nunca tuvieran otro aspirante al trono, que dieron órdenes para que todos los descendientes del linaje de David fuesen ultimados. ¡Pero llegaron demasiado tarde! La resurrección ya había puesto al Heredero de David más allá del alcance del hombre y del diablo. Así, mientras algunos pobres infortunados de esa familia real estaban siendo perseguidos y asesinados, el gran Hijo de David ya estaba instalado en su trono en el cielo. El León de la tribu de Judá, la raíz de David, había recibido los derechos de título del universo de Dios (Apoc. 5:5).

La esperanza de Israel y nuestra es la nueva venida, ahora en gloria, del gran Rey. Él, que es «la raíz y el linaje de David», también es «la estrella resplandeciente de la mañana», cuya última palabra a las iglesias es: «Ciertamente, vengo en breve». Conociéndolo como el Hijo de David, nosotros contestamos alegremente: «Sí, ven, Señor Jesús» (Ap. 22:16,20).

De «Toward the Mark» May – Jun. 1972.