Los cristianos necesitan tener una experiencia espiritual más profunda a fin de ser de utilidad para Dios.

¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?».

– Romanos 7:24.

La bien conocida exclamación de Pablo en Romanos 7:24, suele desconcertar a muchos cristianos. Muchos llegan a dudar de que esta expresión represente a un renacido; más bien les parece la condición de un mundano sin relación alguna con Jesucristo el Salvador. Sin embargo, debemos reconocer que, en la sabiduría divina, este famoso capítulo 7 del libro de Romanos está muy bien ubicado en el Nuevo Testamento.

La revelación de nosotros mismos

Hasta la mitad del capítulo 5 de Romanos, Pablo expone profusamente acerca de la obra de nuestro Señor Jesucristo en la cruz en su aspecto externo al hombre en sí: el lavamiento de los pecados cometidos, por medio de la sangre derramada (3:25), el reposo de la conciencia o la bienaventuranza de quien se sabe perdonado (4:7) y en paz para con Dios (5:1). Pero, a partir de la segunda parte del capítulo 5 de esta importante epístola, el Espíritu Santo comienza a revelarnos la condición de «nosotros mismos»; ya no sólo los delitos y pecados que nos alejaban del Dios santo, sino más bien la «constitución» del hombre mismo a causa de la herencia adánica (5:19).

Ninguno de los frutos del verdadero cristianismo podrá verificarse en la vida y testimonio prácticos del creyente, a menos que logre comprender esta vital revelación que las Escrituras nos muestran acerca de nosotros mismos. La soñada restauración de la iglesia, la vida corporativa, el funcionamiento de todos los miembros, la unidad de los hijos de Dios renacidos en Cristo, el testimonio del evangelio por medio de la iglesia a las naciones, etc., no será posible, nada será una gozosa realidad, a menos que todos, o la mayoría, o al menos muchos hermanos y hermanas en Cristo, lleguemos a una clara e inteligente experiencia de Romanos capítulos 6 y 7.

Una de las mayores desgracias del cristianismo contemporáneo consiste en que la gran mayoría de los hermanos no pasa de Romanos 4 en su experiencia de fe, lo cual les hace tremendamente vulnerables a la hora de enfrentar situaciones de prueba, tribulaciones, persecuciones, desilusiones, conflictos entre hermanos, (léase divisiones), y batallas espirituales con el enemigo, Satanás, el acusador.

Cuando leemos Romanos capítulos 12 al 16, nos encontramos con una iglesia soñada: con todos los miembros amándose, prefiriéndose y bendiciéndose unos a otros (12), con un fiel testimonio ante el prójimo, ante las autoridades civiles, desechando las obras de las tinieblas y vistiéndose del Señor Jesucristo (13), recibiéndose unos a otros, sin contiendas, menosprecios ni juicios, viviendo para el Señor (14), soportándose, recibiéndose y abundando en esperanza por el poder del Espíritu Santo, llenos de todo conocimiento (15), y todos los santos sirviendo con gozo al Señor, abriendo sus casas para la comunión de la iglesia y para la evangelización, atentos contra toda división y tropiezo contra la doctrina (Cristo), sirviendo siempre a «nuestro Señor Jesucristo» y aplastando a Satanás bajo sus pies (16). Bendita iglesia de Cristo, bendita novia que espera a su amado, bendito testimonio a quienes yacen en sus pecados, bendita luz a un mundo egoísta y esclavo de bajas pasiones… Esa es la iglesia soñada por todo siervo fiel y –por qué no decirlo–, por Cristo mismo. Es la iglesia gloriosa, es la gloria postrera (mayor que la primera), por la cual el Señor vendrá, cerrando la historia de la gracia e iniciando la nueva era de su bendito reinado (como se anuncia en Apocalipsis 12:10; 19:7 y 20:6).

Pero, amados hermanos, nada de esto podrá realizarse, si no pasamos por el «molinillo» de Romanos 6 y 7. Hemos de llegar al fin de «nosotros mismos», a tenernos por hombres y mujeres miserables, incapaces de realizar los propósitos divinos; nuestras fuerzas deben ser debilitadas al extremo, para dar lugar a la vida siempre poderosa y triunfante del Espíritu Santo. Cuando un cristiano no ha pasado por este tipo de crisis, suele tornarse peligroso –más aún, de poco fiar– en la obra de Dios.

Cuando Pedro sugirió al Señor que no fuese a Jerusalén, sin darse cuenta, estaba recurriendo a sus propias ideas, o sea, a su fuerza natural, a sus «buenas intenciones». Como sabemos, el Señor Jesús atribuyó a Satanás mismo tales intenciones (Mateo 16: 22-23). (En este episodio Pedro representa a muchos cristianos inexpertos, a medio formar, llenos de buenas opiniones, pero lejos de agradar a su Señor). Fue sólo tras el triste episodio de la negación, que este siervo llegó a conocerse a sí mismo. Tal experiencia es el mejor símil de lo relatado por el apóstol Pablo en Romanos 7:24. En aquel llanto amargo (Mateo 26:75), Pedro tomó real conciencia de su miseria personal.

En Lucas 5:8, Pedro tiene conciencia de los pecados cometidos en su vida antes de conocer al Señor Jesús, pero en Mateo 26 llega a tener conciencia de su incapacidad natural de agradar al Señor con sus propias fuerzas: tuvo el «querer hacer el bien, pero no la capacidad de realizarlo» (Romanos 7:18). Esto es lo que técnicamente podríamos definir como «la operación o experiencia subjetiva de la cruz». En el Antiguo Testamento este tema está ampliamente tipificado en todos los fracasos de Israel en su peregrinación por el desierto y también en la circuncisión de todos los varones en el collado de Aralot, hecho relatado en el libro de Josué capítulo 5, entre otros pasajes.

La necesidad de una experiencia más profunda

Amados hermanos y hermanas que de corazón limpio invocáis el precioso nombre de nuestro Jesucristo en todo lugar, vivimos una hora crucial en el desarrollo del propósito de Dios en esta generación. Es urgente y necesario que inclinemos el corazón ante el trono de nuestro bendito Dios y Padre y reconozcamos que, a menos que la vida de resurrección de Jesucristo nuestro Señor se manifieste en cada uno de nosotros, no seremos de mucha utilidad en su reino. Para esto, es necesario que Su palabra se haga vida en nosotros, que dejemos atrás los tiempos de flojera y negligencia, los tiempos en que sólo leíamos pasajes devocionales favoritos en nuestras Biblias, y roguemos al Señor que nos revele su palabra de la cruz (1ª Cor.1:18) tal como él desea que la conozcamos; que pasemos a una etapa más elevada, más madura, de nuestra experiencia en Cristo Jesús.

¿Hasta cuándo nuestro testimonio estará limitado a la experiencia del lavamiento de nuestros pecados por Su sangre? ¿No será ya tiempo de levantarnos a proclamar que en Cristo hemos muerto al pecado y que además hemos muerto a la ley? No descansemos (en realidad no hay descanso posible), hasta que lo que está escrito en Romanos 6, 7 y 8 venga ser parte de nuestra vida misma, de nuestra bendita experiencia en Cristo. De otra manera, pasaremos a formar parte de la extensa lista de cristianos frustrados, que jamás entraron en las riquezas de la gracia de nuestro Dios y que están expuestos a tener gran pérdida en el tribunal de Cristo.

Dios nos llama a ser protagonistas de nuestro tiempo, vencedores en medio de un cristianismo tibio y conformista. Es hora de levantarnos con el poder de la «ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús», para que el Señor Jesucristo obtenga Su iglesia gloriosa. Él la obtendrá sin duda, pero nuestra aspiración debe ser estar ahí: ser parte de la novia vestida de lino fino, ser uno de los vencedores de Apocalipsis 2, ser de los siervos fieles de Mateo 25.

Es fácil reconocer la vida de Cristo fluyendo en otro hermano. Resulta hermosa y sencilla la relación de comunión, de amor y aun de servicio entre siervos, hermanos y hermanas, cuyo único centro de sus vidas es Cristo mismo. De otra forma, si tan sólo nos encontramos con un ‘sabio cristiano’, de conocimientos fuera de nuestro alcance, con una vida cristiana teórica y religiosa, al relacionarnos con tal hermano, nos encontraremos tal vez con buenas doctrinas, con una linda historia, pero, en fin, sólo tocaremos ‘al hombre’ que sostiene ciertas verdades (por las cuales luchará hasta rendir su vida), pero lamentablemente, al no encontrarnos con la inconfundible vida de Cristo en él, la comunión es algo casi imposible… La cruz no ha sido probada en la experiencia; la arrogancia y la autosuficiencia del hombre natural aún están demasiado presentes.

Seguramente para muchos de nuestros lectores este tema les resultará conocido y recurrente en esta publicación, pero de alguna manera sentimos que no debemos dejar de insistir sobre el mismo, pues la ignorancia de muchos hijos de Dios les tiene cautivos, sin salida ni respuesta ante las grandes interrogantes del estancamiento de la fe. Es triste ver a multitudes de cristianos, en muchos lugares, siguiendo liderazgos y/o doctrinas erráticas. Muchas veces, las ovejas del Señor terminan esquilmadas por quienes –como profetizó Pablo en Hechos 20:29– no perdonando al rebaño, hacen mercadería de los santos, mientras éstos yacen en su ignorancia, obnubilados por las cosas externas de la fe.

Muchos terminarán frustrados, desilusionados, pues nunca maduraron; vivieron por la fe de otros, hasta terminar enredados en su propia ruina.  Digamos, finalmente, que Dios quiere que, además de reconocernos pecadores a causa de las faltas cometidas, lleguemos al fin de nosotros mismos, a reconocer que, a menos que Cristo viva en nosotros (esto implica nuestra crucifixión en él), no podremos agradarle jamás. Entonces nos aferraremos al Espíritu Santo, poderoso para vivificarnos interiormente y, en comunión con todos los que se han negado a sí mismos, veremos los días más gloriosos de la historia de la iglesia… ¡la iglesia gloriosa por la cual nuestro Esposo celestial no tardará en regresar!