La ruina de Israel comenzó cuando se levantó una generación que no conocía a Dios ni la obra que él había hecho.

Lectura: Jueces 2:6-11.

Este pasaje es quizás uno de los más  tristes de la Biblia. El Espíritu Santo dejó registradas estas palabras que  reflejan no solo la tragedia del pueblo de Israel, sino también el dolor del  corazón de Dios. Volviendo atrás, encontramos el maravilloso libro de Josué,  donde vemos una nación victoriosa, entrando en posesión de la tierra  prometida.  Pero luego viene un cambio  violento, donde Israel se hunde, en forma progresiva, en la apostasía  generalizada.

Los  jueces de Israel son la respuesta de Dios a la tremenda anormalidad espiritual  en que la nación se ha sumergido. Aquello no era el propósito de Dios; sin  embargo, ocurrió, y ha quedado registrado para nuestro propio provecho, porque  hay aquí lecciones fundamentales para la iglesia del Señor.

Note  cómo comienza el relato: Josué había despedido al pueblo, la tierra había sido  repartida y los hijos de Israel se habían ido cada uno a su heredad para  poseerla. Versículo 7: «Y el pueblo había servido a Jehová todo el tiempo de  Josué, y todo el tiempo de los ancianos que sobrevivieron a Josué, los cuales  habían visto todas las grandes obras de Jehová, que él había hecho por Israel».

Dios  estaba en medio de su pueblo, y peleaba por Israel. Esta era la razón de su  victoria. Así fue como poseyeron la tierra. Pero luego, tras la muerte de Josué  y de toda aquella generación, se levantó «otra generación que no conocía a  Jehová, ni la obra que él había hecho por Israel». La consecuencia de todo  esto fue que después «los hijos de Israel hicieron lo malo ante los ojos de  Jehová, y sirvieron a los baales».

Así  comienza la historia del libro de Jueces. Pero, ¿por qué Israel se hundió en la  ruina que vino a continuación? ¿Dónde comenzó todo? La respuesta es, en una  generación que no conocía a Dios ni la obra que él había hecho. Por esa razón  vino toda la degradación moral y espiritual.

Es  interesante observar que aquella degradación los entregó en manos de sus  enemigos. La falta de conocimiento los llevó a la idolatría, pero la idolatría  produjo como efecto lo siguiente: «Y se encendió contra Israel el furor de  Jehová, el cual los entregó en manos de robadores que los despojaron, y los  vendió en mano de sus enemigos de alrededor; y no pudieron ya hacer frente a  sus enemigos» (Jue. 2:14).

La  historia de Israel contiene una tipología espiritual. Hay verdades espirituales  contenidas en la historia del Antiguo Testamento que tienen que ver con nuestra  experiencia de hoy. Vamos a tratar de entender, entonces, el significado  espiritual de este pasaje, para luego aplicarlo a nuestra vida actual.

El Dios vivo

Veamos  1ª Timoteo 3:15-16. «…para que si tardo, sepas cómo debes conducirte en la  casa de Dios, que es la iglesia del Dios viviente, columna y baluarte de la  verdad». La frase «la iglesia del Dios viviente» es una expresión  que aparece varias veces, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento.

En  Hebreos capítulo tres, por ejemplo,  se  hace alusión a la historia de Israel  y  su llamado a entrar  en la tierra  prometida. Se nos dice que, antes de que Josué introdujera al pueblo en la  Canaán, hubo otra generación que fracasó y murió en el desierto sin poder entrar.  Y aquí se usa otra vez la expresión «el Dios viviente».

Observe  cómo comenzó la ruina de Israel: «…se levantó otra generación que no conocía  a Jehová», esto es, la generación posterior a Josué. La generación  anterior, que no pudo ingresar en la tierra, tuvo una experiencia similar.  Hebreos 3:12 dice: «Mirad, hermanos, que no haya en ninguno de vosotros  corazón malo de incredulidad para apartarse del Dios vivo». Ellos no solo  se apartaron de Dios, sino «del Dios vivo».

«No  endurezcáis vuestros corazones, como en la provocación, en el día de la  tentación en el desierto, donde me tentaron vuestros padres; me probaron, y  vieron mis obras cuarenta años. A causa de lo cual me disgusté contra esa  generación, y dije: Siempre andan vagando en su corazón, y no han conocido mis  caminos. Por tanto, juré en mi ira: No entrarán en mi reposo» (Heb. 3:8:11). La  generación que salió de Egipto no pudo entrar, y la generación posterior perdió  los privilegios de la tierra; siguió morando en ella, pero era como si no  estuviera allí, pues fue derrotada por sus enemigos. Deuteronomio 28:7,  hablando de las bendiciones de la tierra prometida, dice: «Jehová derrotará  a tus enemigos que se levantaren contra ti; por un camino saldrán contra ti, y  por siete caminos huirán de delante de ti». Esta era la promesa asociada a  la tierra prometida. Una tierra que fluía leche y miel, por la cual ellos no  trabajaron, que les fue dada por gracia y no por sus méritos. Y en esa tierra  tendrían con ellos la presencia de Dios y sus enemigos no podrían resistirlos.

¿En  qué consistía la bendición de la tierra prometida? ¿Por qué ella era tan  gloriosa? Porque Dios estaría allí. La primera generación no  logró entrar, por causa de su incredulidad.  ¿Cuál era la raíz de su incredulidad? «…no han conocido mis caminos», es  decir, «no me han conocido a mí». La incredulidad surge de la falta de  conocimiento de Dios. No hay mayor tragedia que no conocer a Dios. Cuando  Israel fue llevado a Babilonia, Dios dijo: «Mi pueblo fue llevado cautivo,  porque no tuvo conocimiento» (Is. 5:13). No se refiere al conocimiento de  matemáticas, la física o de la astronomía. Más bien: «Así dijo Jehová: No se  alabe el sabio en su sabiduría, ni en su valentía se alabe el valiente, ni el  rico se alabe en sus riquezas. Mas alábese en esto el que se hubiere de alabar:  en entenderme y conocerme» (Jer. 9:23-24). Ellos no conocieron a Dios, y  por eso se perdieron.

El  conocimiento de Dios no es un entendimiento doctrinal acerca de él. Las  doctrinas son importantes, pero conocer a Dios no consiste en eso. Se puede  conocer toda la doctrina, todas las corrientes de teología sistemática, y aun  así, no conocer a Dios. El conocimiento de Dios, del que habla la Biblia, es el  conocimiento del Dios vivo. Un conocimiento nacido de la fe y la experiencia,  que brota del caminar con Dios.

El ejemplo de Abraham

El  libro de Josué dice que después de la muerte de éste se levantó otra generación  que no conocía a Jehová. ¿Es que acaso no tenían noción alguna del Dios de sus  padres? Probablemente conocían las doctrinas y tenían enseñanzas acerca de  Dios, pues había sacerdotes que enseñaban al pueblo. Pero el problema yacía en  un lugar más profundo. La muerte del conocimiento de Dios siempre tiene como  punto de partida la pérdida de la palabra de Dios. Cuando termina el periodo de  los jueces y empieza el de los reyes de Israel, encontramos una pequeña frase  que viene a ser el punto de inflexión de toda la historia. El tiempo de los  jueces termina de manera trágica cuando el arca es capturada, y entonces Elí,  el último juez de Israel, muere a causa de la inmensa conmoción que le produce  su pérdida.  Sin embargo, en ese mismo  tiempo, un niño pequeño había crecido en el tabernáculo junto a Elí: Samuel. Y,  hay una frase allí que describe todo el problema: «La palabra de Jehová  escaseaba en aquellos días; no había visión con frecuencia» (1 Sam. 3:1). Y  como escaseaba la Palabra, cuando Samuel oyó la voz de Dios, ni siquiera pudo  reconocer que era Dios quien lo llamaba. Pero después que comprendió, se nos  dice: «Y Jehová se manifestó a Samuel en Silo por la palabra de Jehová» (1 Sam. 3:21). Este fue el punto de inflexión, porque allí volvió a  manifestarse la palabra de Dios.

Ahora, la pregunta es: ¿No tenían ellos la Torá, los libros de Moisés? ¿Entonces, cómo  habían  llegado al punto en que nadie  conocía al Señor? Josué, Caleb y toda su generación caminaron con Dios y vieron  sus obras, porque vivieron en la presencia del Dios vivo. La única manera de  conocer a Dios es caminando en comunión y compañerismo con él. Y esta historia,  de caminar en comunión con el Dios vivo,   comienza, según la Biblia,  con  Abraham.

Abraham, «el padre de todos los creyentes», habitaba en Ur de los caldeos, una ciudad  gobernada por el paganismo. Cuando Dios lo llamó, no había conocimiento de Dios  en la tierra. Todos adoraban dioses falsos. Sin embargo, Abraham fue llamado a  vivir en comunión con el Dios vivo y verdadero.

Abraham  fue llamado a caminar con Dios. «Yo soy el Dios todopoderoso; anda delante  de mí, y sé perfecto» (Gén. 17:1). Y esto comenzó cuando, «El Dios de la  gloria apareció a nuestro padre Abraham» (Hch. 7:2). No fue una simple  aparición, sino la aparición del Dios de la gloria. La visión de la gloria de  Dios fue lo que transformó a Abraham en el padre de la fe.

No héroes, sino creyentes

En  Hebreos capítulo 11 hallamos una lista de hombres de fe que caminaron con Dios:  erróneamente llamados «héroes de la fe». La palabra «héroe» nos puede inducir a  error. Normalmente, ellos son personas aguerridas y fuertes. Por ello, se puede  llegar a creer que la fe es  propia de  ciertas personas que tienen algo naturalmente superior al resto, por lo que,  lógicamente, nosotros no podemos ser   como tales héroes, ya que no poseemos esas cualidades en nuestra  naturaleza.

Pero  estamos errados. Miremos a Abraham. ¿Era él un héroe espiritual que encontró a  Dios después de una búsqueda ardua y heroica? No, sino que era un pagano, como  cualquier otro de su época. No tenemos antecedentes de que Abraham haya buscado  a Dios. Por el contrario, fue Dios quien buscó a Abraham primero. Fue la visión  de la gloria de Dios la que hizo nacer la fe en el corazón de Abraham. Pues,  quien conoce a Dios aprende a creer y a confiar en él.

No  pensemos, por tanto, en Abraham como un hombre heroico. Lo que en verdad  ocurrió fue que él vio la gloria de Dios y esa visión hizo nacer su fe. Al  estudiar su vida, vemos que él no tuvo un camino ascendente todo el tiempo.  Tuvo altibajos importantes, aunque  al  final terminó en una ascensión completa. Pero hubo momentos en que Abraham retrocedió.  Dos veces descendió a Egipto, y una vez, queriendo hacer las cosas a su  manera,  tuvo un hijo que significó  problemas hasta el día de hoy. No, Abraham no fue un hombre perfecto ni  heroico. Pero había algo que caracterizaba supremamente a Abraham: Conocía a  Dios y confiaba en él.

¿Recuerda  con qué apodo llamaron a Abraham cuando llegó a la tierra prometida? El hebreo.  Literalmente, el hebreo significa «del otro lado del río», es decir, el  extranjero. Abraham era un extranjero en la tierra, un hombre que estaba en  este mundo, pero no era de este mundo; que caminaba en contacto con lo  invisible, con lo eterno, porque caminaba tomado de la mano de Dios. Su corazón  no estaba puesto en este mundo; su mirada estaba posada más allá. Él veía al  Dios de la gloria, al Dios invisible y eterno, y por eso,  a través de Abraham, el reino de los cielos  podía descender  sobre la tierra.

La  voluntad del Dios eterno se reveló sobre la tierra en la vida del creyente  Abraham. Cuando los demás lo veían, contemplaban los efectos de su relación con  Dios, porque Abraham llegó a ser inmensamente rico, no solo en recursos  materiales, sino, sobre todo, espirituales. Pero eso fue solo el efecto que  dejó la ola divina tras golpear la playa de esta tierra. La explicación más profunda  estaba en que Abraham conocía a Dios, y caminaba en su presencia.

En  este sentido, la tierra prometida expresa la voluntad de Dios para su pueblo,  pero su significado es espiritual: Ella representa las riquezas insondables del  Señor Jesucristo, de las que nos habla el Efesios 3:8. Toda la historia de  Israel, desde que sale de Egipto hasta su entrada a la tierra prometida, es  figura de nuestra propia experiencia con Cristo. Al igual que ellos, nosotros  salimos del dominio de Egipto, esto es, del dominio del mundo,  la muerte y el pecado. Fuimos sacados  poderosamente a través del mar Rojo, vale decir de la muerte de Cristo, que se  abrió delante de nosotros, y así pasamos, a través de su muerte, a la vida.

Pero  allí no terminaba el propósito de Dios. Él quería llevar a su pueblo a una  tierra que fluía leche y miel. Esta es la vida que Dios nos dio en Cristo.  Cristo es la tierra de abundancia. Tales son las riquezas insondables o  inescrutables de Cristo representadas por Canaán; una tierra de plenitud, una figura  material de algo mucho más grande. Porque lo insondable es algo que no tiene  fondo, que no se agota nunca. Colosenses dice del Señor Jesús que, «en él  habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad». No existe una criatura  que sea insondable. Toda criatura tiene un límite, un fondo. Hay solo uno que  no tiene final, porque tampoco tiene principio. Uno solo que es insondable:  Dios. ¿Y por qué, entonces, Cristo posee riquezas insondables? Porque él es  Dios.

El Dios de gloria

El  Dios de gloria apareció a Abraham. En la Escritura, no hay una definición de la  palabra «gloria». Se habla del Dios de la gloria, pero nunca se nos dice qué es  exactamente esa gloria. De hecho, si se pudiese definir la gloria, también se  podría definir a Dios. Pero Dios no puede ser definido por el lenguaje humano,  y tampoco su gloria puede ser definida, porque ella siempre será mayor que las  palabras con las que intentemos definirla o expresarla.

La  gloria de Dios es la expresión de Dios mismo. Quien ve su gloria, ve a Dios. La  gloria que vio Abraham al principio de su jornada, es la misma gloria del Señor  Jesucristo. Hebreos nos dice que él es «….el resplandor de su gloria».  Jesucristo es el resplandor de la gloria de Dios. Una mejor traducción del  griego sería «el brillo refulgente de su gloria». De manera que, cuando Abraham  vio la gloria de Dios, vio la gloria de Cristo. El Dios de la gloria le dijo: «Sal  de tu tierra y de tu parentela, y ven a la tierra que yo te mostraré» (Hch.  7:3). Abraham dejó su tierra y salió, aunque no obedeció completamente, pues  llevó con él a su padre y a su sobrino Lot. Pero hay algo importante allí. Él  salió, para ir en pos del Dios de la gloria, y dice la Escritura que «salió  sin saber a dónde iba» (Heb. 11:8). Dios no le dijo dónde estaba ubicada la  tierra. Abraham tenía que ir paso a paso detrás del Señor. Salió sin saber a  dónde iba, pero aún así, salió. Y finalmente Dios lo introdujo en la tierra, y  Abraham se quedó en ella, aunque nunca se estableció por completo. Este es un  misterio en la vida de Abraham, que representa la vida de fe.

«Por  la fe habitó como extranjero en la tierra prometida… morando en tiendas». ¿No estaba ya en la  tierra que Dios le había prometido? ¿Por qué no se estableció allí? Porque, en  su caminar con Dios, Abraham aprendió a mirar más allá de lo que se ve y de lo  que se toca. Él entendió, finalmente, que la tierra no era un espacio físico o  material. La tierra de verdad, su herencia, era Dios mismo. «Porque esperaba  la ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios». En  Apocalipsis vemos la ciudad que tiene la gloria de Dios, porque el Dios de la  gloria habita en ella. Abraham quería hallar, finalmente, la tierra del Dios de  la gloria. Este es el significado más profundo de la tierra prometida. Y, ¿dónde  encontramos al Dios de la gloria en plenitud? Solo en Jesucristo. Porque él es  el resplandor de la gloria de Dios.

El  conocimiento de Dios es el conocimiento del Dios vivo, del Dios de la gloria. Y  esto quiere decir que él es más que suficiente para suplir todas nuestras  necesidades. Cuando Dios apareció a Abraham, le dijo: «Yo soy el Dios  todopoderoso». Esto es,  el Dios todo  suficiente para las necesidades de su pueblo. Literalmente, en hebreo (El-Shaddai)  quiere decir, el Dios que amamanta a su pueblo. ¿No es maravilloso? Esto  significa «el Dios de la gloria», un Dios tan amplio, tan lleno de riquezas y  recursos, que es más que suficiente para suplir todas nuestras necesidades.

Dios  le dijo a Abraham: «Vete de tu tierra y de tu parentela… a la tierra que te  mostraré. Y haré de ti una nación grande, y te bendeciré, y engrandeceré tu  nombre». ¿Qué quería decir Dios a Abraham con todo ello? Por supuesto,  estaba hablando del propósito eterno de su corazón, que se realiza en la  edificación de la iglesia, que vendrá   mucho más adelante en la historia. Todo comenzó en Abraham,  pero termina en aquella ciudad eterna que es  la iglesia, donde habita el Dios vivo. El sentido de todo esto es que el Dios  infinitamente  grande y lleno de  recursos, quiere que sus riquezas lleguen a ser nuestras.

Pero  observen, esta no es una riqueza material. Puede llegar a ser una riqueza  material, si él lo quiere, pero no es en ello que Dios está pensando, y Abraham  lo entendió muy bien. Él no pensó en que Dios quería crear un imperio para él  aquí en la tierra. Por ello, «esperaba la ciudad que tiene fundamentos».  Sus riquezas están más allá de este mundo, pero tocan y alteran el curso de  este mundo. Son las riquezas del reino de Dios y la vida celestial, en resumen,  las riquezas insondables de Cristo.

La pérdida de la palabra viva de Dios

Volviendo  a la historia del libro de Jueces, y trayendo su significado a nuestra  experiencia actual, podemos decir que hoy día, la mayor tragedia de la iglesia  está en la falta de conocimiento de Dios. Isaías dice: «Jehová Dios nuestro,  otros señores fuera de ti se han enseñoreado de nosotros» (Is. 26:13). Y en  Jueces se nos dice que «sirvieron a los baales». En hebreo, baal significa señor. Este era el nombre que genéricamente se daba a los dioses  falsos. Ellos sirvieron a otros dioses, y no al Dios vivo. Ese fue el comienzo  de su decadencia y derrota: «Y se encendió contra Israel el furor de Jehová,  el cual los entregó en manos de robadores que los despojaron, y los vendió en  mano de sus enemigos de alrededor; y no pudieron ya hacer frente a sus  enemigos» (Jue. 2:14). Esta es, también, la tragedia de la iglesia: Está  sirviendo a otros señores que no son el Dios verdadero, porque se ha perdido el  conocimiento de Dios.

El  conocimiento de Dios comienza a perderse cuando se pierde la palabra de Dios.  No la palabra de Dios en el sentido de enseñanza, instrucción o conocimiento de  la Biblia, sino la palabra viva de Dios. Jeremías dice de Israel: «Cercano  estás tú en sus bocas, pero lejos de sus corazones» (Jer. 12:2). El  contexto es el reinado de Josías. Nunca hubo un rey en Israel que se  convirtiera tan profunda y definitivamente al Señor como Josías,  de todo su corazón. La Escritura nos dice  que, cuando era joven, mandó a reparar el templo, y allí fue hallado el libro  de Dios. ¡Qué tragedia! La ley de Dios se había extraviado en aquel tiempo. El  rey comenzó a leer el libro de la ley y comprendió  la inmensa   tragedia de su pueblo mientras lo hacía. Entonces, Josías destruyó los  lugares altos, quemó todos los ídolos y celebró la pascua. No obstante, el  profeta declaró: «Cercano estás tú en sus bocas, pero lejos de sus corazones».  Luego, murió Josías, y la nación fue llevada cautiva.

«Mi  pueblo fue llevado cautivo, porque no tuvo conocimiento». Ellos tenían muchos  profetas, que hablaban supuestamente de parte de Dios. Sin embargo,  la palabra del Señor vino a Jeremías: «No  escuchéis las palabras de los profetas que os profetizan; os alimentan con  vanas esperanzas; hablan visión de su propio corazón, no de la boca de Jehová.  Dicen atrevidamente a los que me irritan: Jehová dijo: Paz tendréis; y a  cualquiera que anda tras la obstinación de su corazón, dicen: No vendrá mal  sobre vosotros. Porque ¿quién estuvo en el secreto de Jehová, y vio, y oyó su palabra?  ¿Quién estuvo atento a su palabra, y la oyó?» (Jer. 23:16-19). La palabra  de Dios solo puede ser obtenida en la presencia de Dios. No es suficiente la  enseñanza bíblica, si esta no brota del conocimiento íntimo de Dios. En  consecuencia, necesitamos recuperar el verdadero ministerio de la palabra de  Dios.

Hay  en Dios el deseo más profundo de darse a conocer. Él quiere caminar con  nosotros. Por ello, Watchman Nee decía: «Todo siervo de Dios no solo debe tener  conocimiento de las doctrinas o enseñanzas de la Biblia, sino una historia de  hechos con Dios». En el siglo XIX, en Inglaterra, George Müller, un misionero  alemán que se radicó allá, construyó un orfanato solo con oraciones y fe, y  llegó a atender a más de 5.000 niños. Él llevaba un diario donde anotaba todas  sus oraciones y las respuestas que recibía. Cuando Müller murió, había anotado  más de 90 mil oraciones y la misma cantidad de respuestas. Esa es una historia  de hechos con Dios.

En medio de ti

Nuestro  Dios es un Dios vivo. La iglesia es la iglesia del Dios viviente. Nuestro Dios  no es simplemente una enseñanza o una doctrina. Él es un Dios vivo, y nosotros  existimos para mostrar al mundo su viviente realidad. ¡Qué tragedia es que se  levante una generación que no conozca a Dios, ni conozca todo lo que él hizo  por nosotros en Cristo Jesús. Una generación que no conoce la obra de Dios en  Cristo es una tragedia, que solo  trae  ruina y derrota: «Jehová los vendió en manos de sus enemigos». Entonces  Satanás puede afrentar a la iglesia   porque no hay conocimiento de Dios. Nuestra única posibilidad de  victoria es que el Señor esté en medio de nosotros.

Dice  Sofonías: «Jehová está en medio de ti, poderoso, él salvará; se gozará sobre  ti con alegría, callará de amor, se regocijará sobre ti con cánticos» (3:17).  Este es nuestro Dios. Qué también se pueda decir de nosotros,  Jehová el Señor está en medio de ti. El  enemigo huirá y no podrá resistir delante de nosotros, porque conocemos al Dios  vivo y su obra, y caminamos delante de él.

Síntesis de un  mensaje impartido en Encrucijada, Cuba, marzo de 2013.