Es absolutamente necesaria la operación de la gracia de Dios Padre, revelándonos a su Hijo, por medio del Espíritu Santo, para llegar a conocerle realmente.

«Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero y a Jesucristo a quien has enviado».

– Juan 17:3.

La vida eterna consiste en el conocimiento del único Dios verdadero y de Jesucristo el enviado de Dios. El conocimiento de Dios no se obtiene por la vía del intelecto; se requiere una operación de la gracia de Dios para tal efecto. Una doctrina errada en cuanto a Dios y al Señor Jesucristo traerá como consecuencia la pérdida del disfrute de la vida eterna.

Puesto que la vida eterna consiste en el verdadero conocimiento de Dios, sin vida eterna no hay salvación, sino una eterna exclusión de Dios.

Conociendo al Dios único

Existe un solo y único Dios verdadero, el cual coexiste en tres personas distintas, pero unidos por una misma sustancia. Estas tres personas son reveladas en las Escrituras teniendo la vida eterna como naturaleza propia de cada cual. La naturaleza esencial de Dios es la vida eterna que posee, lo que nos permite percibir una unidad en pluralidad de personas.

Ninguna de las tres personas fue originada; de lo contrario, no tendrían como propiedad la vida eterna. Esta coexistencia eterna da testimonio de la calidad de vida que hay en Dios, lo que hace que Dios sea único. La vida increada es única, pues no hay otros seres que la posean, con excepción de aquellas criaturas humanas a quienes se les ha conferido tenerla por la gracia del Dios que la posee.

En Dios, habiendo tres personas distintas, no hay jerarquía, pues los tres comparten una vida exactamente igual en calidad. Si bien es cierto, cada uno se nos revela en distintas funciones, pero la función no les da una categoría mayor, pues los tres tienen una misma esencia, y esto nos libra de pensar en tres dioses, sino en un Dios único.

Algunas evidencias muestran que el Padre es quien preside, el Hijo quien ejecuta los planes del Consejo Eterno y el Espíritu Santo quien comunica los secretos de Dios.

Consejo eterno

El concepto de Consejo Eterno de Dios, apunta a una reunión de personas con autoridad para tomar decisiones. Pedro hace referencia a ese Consejo Eterno: «…a este, entregado por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios, prendisteis y matasteis» (Hech. 2:23).

Este Consejo Eterno ha existido siempre, antes de todas las cosas, antes de todo lo creado. De ahí salió todo lo creado. El orden del universo, el orden de los tiempos, la creación de los ángeles, la creación del hombre, todo fue originado en ese Consejo Eterno. Desde allí salió la voz del Padre, en su función de presidir el Consejo: «Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza» (Gn. 1:26).

Lo expresado por el Padre es lo que siempre hubo en la esencia de los tres, pues en la naturaleza divina hay un mismo pensamiento, un mismo sentir; lo que uno quiere, lo quiere también el otro; lo que uno dice, lo confirma el otro.

Allí, en el Consejo Eterno, hubo acuerdo unánime, determinaciones y planes en relación a lo que sería creado. La figura central de la creación sería el hombre, destinado a ser configurado a la imagen de Dios, obra maestra de la creación, la corona de toda la creación.

La creación del hombre fue prevista en el espacio y tiempo predeterminado por Dios; la caída y la redención también fueron previstas. En el Consejo Eterno se supo que el hombre caería y necesitaría de un Redentor. Por ello, alguien debería encarnarse para ser el Redentor de la humanidad caída.

A este acuerdo, pactado entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, se refiere Pedro en el texto ya citado.

Pacto eterno

Siempre que el Padre preside, lo hace en representación de la Deidad. Él no habla por sí mismo, sino en el sentir de los tres. No hay contrariedad en las deliberaciones. No hay imposiciones en los acuerdos, sino aceptación de la voluntad divina. A esto hace referencia el Señor Jesús cuando da testimonio de lo pactado en la eternidad: «Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida, para volverla a tomar. Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar. Este mandamiento recibí de mi Padre» (Jn. 10:17-18).

Lo pactado con el Padre constituye mandamiento para el Señor Jesús, a lo cual se somete para dar cumplimiento a los acuerdos del Consejo Eterno. El Señor Jesús es el ejecutor de esos acuerdos. El Padre preside, el Hijo ejecuta. Estos dos aspectos resaltan en la revelación de la Palabra escrita de Dios.

La voz presidencial del Padre se oye cuando dice: «Descendamos y confundamos allí su lengua» (Gn. 11:7). El Padre toma la iniciativa en la Trinidad para castigar la soberbia de los hombres. Isaías ve la gloria de Dios en el templo y oye la voz presidencial: «¿A quién enviaré, y quién irá por nosotros?», y luego la voz del Ejecutor: «Heme aquí, envíame a mí» (Is. 6:8).

Función del Espíritu Santo

El rol del Espíritu Santo es comunicar los acuerdos del Consejo Eterno, sobre la base de lo ejecutado por el Redentor. El Señor Jesús dijo a sus discípulos: «Tengo muchas cosas que deciros, pero ahora no las podéis sobrellevar. Pero cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda verdad, porque no hablará de su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oyere, y os hará saber las cosas que han de venir» (Jn. 16:12-13).

El Espíritu Santo es revelado aquí como el comunicador del Consejo Eterno de Dios; por eso, la blasfemia contra el Espíritu Santo no tiene perdón de Dios, pues, quien resiste la comunicación del Espíritu, ¿cómo conocerá lo que Dios le ha dado? Por eso, «nadie puede llamar a Jesús Señor, sino por el Espíritu Santo» (1a Cor. 12:3b).

La consistencia del conocimiento del Dios único y verdadero es contundente para apreciar que Dios no es un individuo, sino un conjunto de personas viviendo en una belleza de unidad armónica.

Familia de Dios, iglesia de Dios

Lo que se dice de Dios, se dice también de la familia, pues la familia, al igual que Dios, es un conjunto de personas viviendo en unidad. Lo mismo se puede decir de la iglesia, como un conjunto de personas viviendo en unidad. Esto pone un sello a la imagen de Dios en la naturaleza humana; pues aún el hombre no convertido tiene la necesidad de vivir una vida de conjunto; tal es el origen de la vida tribal, la vida en pueblos y naciones, pues el hombre fue hecho para vivir en sociedad.

La iglesia es el lugar donde está el Consejo de Dios en la tierra. Allí está la autoridad para atar y desatar. Allí están «las sillas del juicio» (Sal. 122:5).

La sabiduría que recibimos para aconsejar proviene del Consejo Eterno de Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo en su obra redentora y la comunicación del Espíritu Santo, que no solo nos comunica los planes eternos, sino que nos imparte la vida eterna de Dios en forma orgánica.

El Espíritu Santo cumple la misión de glorificar a Cristo y comunicar lo que oye del Padre y del Hijo a los santos de Dios, como asimismo persuade al mundo de pecado, de juicio y de justicia, para que procedan al arrepentimiento, apuntando a la vida eterna manifestada en la persona de Jesucristo, «porque la vida eterna fue manifestada, y la hemos visto, y testificamos y os anunciamos la vida eterna, la cual estaba con el Padre y se nos manifestó» (1ª Jn. 1:2)

Los fieles, amados y escogidos de Dios deben reconocer el Consejo de Dios en medio de Su casa y valorar el hecho de que la iglesia se junta para declarar la multiforme sabiduría de Dios a las potestades superiores (Ef. 3:10). La iglesia es la depositaria de los consejos de Dios y la administradora de los misterios de Dios, revelados por el Espíritu Santo.

Conocimiento de Jesucristo

De acuerdo a lo pactado entre el Padre y el Hijo en el Eterno Consejo de Dios, el Hijo debería venir en forma de hombre –Dios encarnado–, para representar los intereses del Consejo Eterno logrando el cumplimiento de los planes eternos de Dios.

Ya vimos que el Hijo aceptó la encarnación y la entrega de su vida en rescate de los pecadores, no por imposición, sino voluntariamente, en términos de pacto; no por ser inferior, sino siendo co-igual. Era necesario de acuerdo a lo previsto, la encarnación del Hijo para ejecutar el plan de redención.

Esto está registrado maravillosamente en Filipenses 2:5-11. En este sentido, el Hijo no sólo representaría los acuerdos del pacto, sino que vendría en representación de la humanidad para traerlos de vuelta hacia Dios, para rescatarlos de su caída, salvándolos, a fin de conducirlos a la gloria.

A fin de salvar a los hombres, el Hijo asumió la naturaleza humana. Al asumir ésta, él tendría que vivir de una manera humanamente perfecta, y pudo hacerlo, porque en él no había pecado y era imposible que el pecado lo tentara al punto de hacerlo pecar.

No hay forma de separar la naturaleza humana de la naturaleza de Cristo. Lo que viene del Salvador no se sabe si es divino o humano; lo absoluto es que viene de una sola persona – Jesucristo el Salvador. En él, hay dos naturalezas en una persona; en tanto que, en la Trinidad, hay tres personas en una misma naturaleza.

Entre los acuerdos pactados, el Hijo tendría que asumir la condenación de los pecadores representados en él; tendría que asumir el castigo de toda la humanidad, morir en representación de todos los hombres, mayormente de aquellos que habrían de creer en él.

Hebreos 5:7 describe los padecimientos de Cristo en el momento de asumir la muerte de los pecadores: «Y Cristo, en los días de su carne, ofreciendo ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que le podía librar de la muerte, fue oído a causa de su temor reverente».

¿De qué muerte pedía Cristo ser librado? No era la muerte física, pues ésta estaba totalmente asumida. Cuando puso su rostro como pedernal para ir a Jerusalén, y Pedro trata de evitarlo, Jesús reprende al espíritu del diablo que quiere impedirle la muerte física.

Cuando, orando al Padre, le dice: «Ahora está turbada mi alma ¿y qué diré? ¿Padre sálvame de esta hora? Mas para esto he llegado a esta hora» (Jn. 12:27), él sabía para qué había llegado a esa hora – para morir físicamente por los pecadores. Entonces, ¿de qué muerte pedía ser librado? De la muerte espiritual, de la separación eterna que el ser humano tenía a causa de la condenación por sus pecados, «la muerte segunda», que consiste en quedar separado de Dios, pues la muerte en todas sus formas es separación.

Es a esta muerte a la que Jesús temía; pues, en toda la eternidad, él jamás se había separado del Padre ni por un instante. Siendo omnisciente, no había experimentado la separación del Padre. El Padre y el Hijo habían vivido eternamente –«en esto consiste la vida eterna»– en una unión esencial. Para redimirnos, él tenía que representarnos en toda nuestra humanidad, sin dejar ningún aspecto legalmente representado; de lo contrario, no hubiera podido salvarnos.

El Cordero inmolado

El día en que Jesús murió, el cielo se oscureció durante tres horas. Fue el tiempo en que el Padre se separó por primera y única vez del Hijo.

Hay quienes piensan que la relación de Padre e Hijo es temporal, y que comenzó cuando el Hijo fue encarnado en María. Sin embargo, las Escrituras dan cuenta de una relación eterna entre el Padre y el Hijo. El dolor de la separación es algo espantoso; no podemos dimensionarlo, sólo imaginarlo; pero no sería tan doloroso si la relación del Padre y del Hijo fuera temporal y no eterna.

Ese día, de acuerdo a Flavio Josefo, debían morir en Jerusalén 256.000 corderos. Lo más probable es que ese día murió un solo Cordero (debido a la oscuridad) pues los otros eran solo símbolos de la gestión redentora que efectuaría el Enviado de Dios, dejando atrás los rituales simbólicos para dar paso a la realidad de Jesucristo.

En todos los pactos de Dios intervino muerte en aquello que fue pactado. La versión Reina-Valera, traduce mal el texto: «…porque donde hay testamento, es necesario que intervenga muerte del testador» (Heb. 9:16). El testador es el Padre, y el Padre no es quien murió sino el Hijo. La traducción correcta sería que, para que los herederos de lo pactado reciban la heredad, es necesario que intervenga muerte en aquello que fue pactado.

La noche que iba a ser entregado, Jesús celebró el cumplimiento del Pacto Eterno. Horas más tarde, en el Getsemaní, él pidió que el Padre lo volviera a aquella gloria que había tenido con él antes de la fundación del mundo –otra prueba de la eternidad de la relación entre el Padre y el Hijo–, porque había acabado la obra que el Padre le había encomendado.

Títulos de Cristo

En las Escrituras, los títulos del Señor Jesucristo son una revelación contundente de quién es esta persona tan gloriosa. Se señala que Jesús tiene 252 títulos en toda la Biblia; otros eruditos dicen que son muchos más.

Esos títulos revelan quién es la persona y cuál es la obra de nuestro Señor Jesucristo. El texto que ahora estamos comentando, «Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado» (Juan 17:3), señala que la vida eterna consiste en conocer a Dios, el Dios único y verdadero, y a Jesucristo, el Enviado de Dios.

Precisamente, este título de Jesús, el Enviado en castellano –en griego, el Cristo, en hebreo, el Mesías–, da cuenta de la misión pactada en la eternidad entre el Padre y el Hijo.

Otro título asociado con esta misión es el de Apóstol. Jesús es el único apóstol que vino siendo él la luz, para alumbrar a los que estábamos en tinieblas. Los demás apóstoles vinieron de las tinieblas a la luz. ¡Cuán importante es conocer los títulos de Cristo para conocer su persona y su obra!

Isaías 9 señala varios títulos de Cristo, que nos revelan Su participación en el Consejo Eterno de Dios. «Porque un niño nos es nacido, hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro; y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz» (Is. 9:6).

La versión portuguesa de Joao de Almeida, dice: «Maravilloso Consejero». Esto, implícitamente, da a entender la participación de Cristo en el Consejo Eterno de Dios. El título de «Padre Eterno», es por representar los acuerdos del Consejo, donde el Padre habla en representación de los tres. «Dios Fuerte», pone en evidencia la fortaleza de Jesús en cuanto a su humanidad y divinidad, que «no estimó el ser igual a Dios como cosa a qué aferrarse» (Fil. 2:6) Demostró ser fuerte, porque se despojó de la forma de Dios para asumir nuestra humanidad, sin dejar de ser Dios.

«Príncipe de Paz» es un título que revela cómo Cristo estableció la paz entre Dios y los hombres y eso, asumido desde la eternidad.

Comunión eterna

También estos títulos ponen en evidencia la preexistencia de Cristo y la comunión eterna con Dios el Padre, haciendo resaltar la calidad de la obra que fue consumada sobre la base de la calidad de la Persona que la realizó.

Jesucristo es la vida eterna manifestada; él es la vida de Dios encarnada. La vida suprema, increada, vino para acercarnos a la comunión del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo. Agradó a Dios darse a conocer, manifestando su vida eterna en la encarnación de Jesucristo.

Cristo nos mostró la forma de la vida eterna diciendo: «Creedme que yo soy en el Padre y el Padre en mí» (Jn. 14:11). En estas palabras se encuentra la revelación de la vida eterna en cuanto a su forma: consiste en que uno está contenido en el otro – el Hijo siempre estuvo contenido en el Padre y el Padre siempre contenido en el Hijo.

El Espíritu Santo, procedente del Padre y del Hijo, indica que el Espíritu habitaba en el Padre como en el Hijo. Las personas de la Trinidad han vivido una vida intra-trinitaria eternamente, han vivido el uno hacia adentro del otro.

En Juan 17, en su oración sacerdotal, Jesús oró pidiendo que aquellos que habían creído en su misión, que habían creído que él había venido del Padre, vivieran de la misma manera como ha vivido la Trinidad, «para que todos –los que habían creído en él y en su misión– sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros» (Jn. 17:21).

Cristo revelado

Aunque esta es una revelación registrada en la Biblia, ella no es experimentada solo por leerla o memorizarla. Es necesario que el mismo Padre nos revele al Hijo y, a la vez, que el Hijo nos revele al Padre. De lo contrario, todo lo que sepamos de Dios y de Jesucristo es mera letra.

Es absolutamente necesaria la operación de la gracia de Dios para conocerle: «Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque escondiste estas cosas de los sabios y de los entendidos, y las revelaste a los niños. Sí, Padre, porque así te agradó … Nadie conoce al Hijo, sino el Padre, ni al Padre conoce alguno, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar» (Mt. 11:25-27).

Es mi oración que estas palabras aporten un enfoque hacia el conocimiento de Dios y del Señor Jesucristo, con el fin de disfrutar la vida eterna de Dios, especialmente para aquellos a quienes ya les ha sido revelado el secreto de la vida eterna, pero necesitan crecer en el conocimiento de Dios y del Señor Jesucristo.