Cosas viejas

La simiente de la mujer

La escena de la desobediencia en el huerto de Edén es dolorosa. Todavía nos duele cuando la leemos. La tentación y la caída. Adán y Eva avergonzados, temblando ante la presencia de Dios; la serpiente, triunfante; la creación de Dios, confundida.

Dios sale al encuentro de los protagonistas de tan trágicos acontecimientos. Sus palabras son fuertes; su sentencia, irrevocable.

Pero de las palabras a la serpiente hay unas que tienen especial importancia, porque son un aviso velado de un hecho que ocurrirá unos cuatro mil años después: «Y pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya» (Gén. 3:15).

No nos referiremos aquí a la enemistad entre ambas simientes, sino al hecho de que todo ello, y lo que sigue, está referido a la simiente de la mujer. No a la simiente de Adán y Eva, sino a la simiente de la mujer.

La misma mujer que fue objeto del engaño; y que provocó el más grande descalabro habría de ser el instrumento por medio del cual Dios habría de traer el remedio.

Cuando el ángel se aparece a María, la doncella de Nazaret, en aquella inolvidable escena, le dice: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por lo cual también el Santo Ser que nacerá, será llamado Hijo de Dios» (Luc. 1:35).

El ángel habla con María acerca del nacimiento de Jesús. No lo comunica a hombre alguno, sino a esta mujer. Y es que se ha cumplido el tiempo de que aquella vieja profecía se cumpla. Era el tiempo de que naciera la simiente de la mujer.

Como sabemos, Jesús no nació por voluntad de varón, sino de Dios. Esto lo sabe todo cristiano, y en ello se alegra. Sin embargo, lo admirable y no siempre conocido, es que Dios lo anunció en el huerto, en aquellas palabras dichas a la serpiente. ¿Lo entendió la serpiente? ¿Lo supo la mujer?
Seguramente no.

Ésta es, entonces, la primera clave dejada por Dios en las Escrituras acerca de su misterio eterno, y es el anuncio de la vindicación de aquella débil criatura que cayó tan vergonzosamente.

Cosas nuevas

El canto de Zacarías

Lucas 1:63-79.

Zacarías ha estado nueve meses mudo. No es un hombre ignorante, no es un hombre cualquiera. El pertenece a la familia de los sacerdotes de Israel. Incluso más: se le ha aparecido un ángel, y le ha hablado. Pero hace nueve meses que Zacarías no habla.

El ángel le dijo que su mujer (¡tan anciana ya!) va a tener un hijo. ¿Un hijo? (¿No es ella una anciana?) ¡Un hijo! Y que será un profeta. Zacarías enmudece de puro espanto, de estupefacción … ¡de incredulidad! Entonces el ángel le deja mudo.

Zacarías ahora está hablando por señas, escribiendo en tablillas. Todos están consternados, ¿qué sucede? ¡Zacarías ha visto visión en el santuario! ¡Algo grande va a ocurrir!

Pasan los nueve meses, y Zacarías ni una sola palabra. Nace el niño. «¿Cómo se llamará?» – le preguntan. Él anota en una tablilla: «Juan es su nombre». Entonces ocurre un milagro: Zacarías habla. Su boca se ha abierto y un chorro de alabanza comienza a fluir por ella. ¡Espanto! Siguen ocurriendo cosas extrañas en esta familia.

Luego ocurre un segundo milagro. Zacarías habla, no de su hijo que está ahí, a la vista de todos, atrayendo todas las miradas. Zacarías, lleno del Espíritu Santo, bendice a Dios y comienza a hablar de otra persona. Habla de Uno que aún no ha nacido, pero que hará una obra portentosa. Por Él serían salvados de sus enemigos y del temor para servir a Dios. ¡La alabanza fluye a raudales no hacia Juan, su hijo, sino hacia el Santo Ser que habrá de nacer en tres meses más! Luego, Zacarías habla de su hijo, de Juan, el profeta precursor. El preparará su camino. Eso es todo. Aunque no es poco.

Dos milagros. El primero de ellos da lugar al segundo, al más grande: El testimonio acerca de Jesucristo. Lo primero que Zacarías habló, luego de su mudez, no fueron palabras para recibir a su hijo, sino para anunciar a su Señor.