Una lección básica para creyentes nuevos.

Dios ha provisto en Cristo todos los recursos del cielo para una vida triunfante. Cristo es nuestra herencia, es la herencia de Dios nuestro Padre. Pablo oraba por los creyentes para que «…el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de gloria, os de espíritu de sabiduría y revelación en el conocimiento de él, alumbrando los ojos de vuestro entendimiento, para que sepáis cuál es la esperanza a que él os ha llamado, y cuáles las riquezas de la gloria de su herencia en los santos y cuál la supereminente grandeza de su poder para con nosotros los que creemos, según la operación del poder de su fuerza» (Ef. 1:17-19).

Lo que soy determina lo que hago

Alguien que se inicia en la vida cristiana, necesita saber lo que tiene, saber con qué cuenta ahora, después de su encuentro con el Señor. Lo primero es saber quién soy. Antes de conocer al Señor yo era un perdido y ahora que he sido hallado por él soy un hijo, redimido en la casa de Dios. Lo que soy determina lo que hago. Algunos enfoques del cristianismo ponen el acento en lo que se debe hacer; esto es partir al revés. Lo primero es establecer lo que somos para que después el quehacer sea el producto de lo que se es. «Soy lo que soy por la gracia de Dios», decía Pablo.

Hemos llegado a creer que somos lo que somos por la gracia de Dios, por haberle creído a Dios, porque en definitiva es por lo que él dice que somos, que creemos ser lo que realmente somos. Somos hijos de Dios porque así nos trata Dios. Hijos de Dios son solamente los que habiendo oído su llamado y creen a su palabra, reciben la potestad de ser llamados hijos de Dios; y si hijos, herederos juntamente con Cristo.

He vuelto al corazón del Padre. Ni siquiera sabía que Dios era mi Padre, e ignoraba su riqueza. Me doy cuenta que tengo nuevos hermanos, una nueva familia. ¡En realidad, todo es nuevo para mí! Todos mis hermanos tienen lo mismo – la vida de Cristo, la misma fe. Unos van más adelante, se ven más crecidos, pero todos tienen lo mismo: es la vida cristiana.

Porque soy hijo, soy heredero. Mi Padre me ha dejado un testamento firmado con la sangre de Jesús. En la medida que abro el testamento, me doy cuenta que Dios ha dispuesto una riqueza inconmensurable para mí y para mis hermanos. Es una riqueza para comenzar a disfrutarla ya. Ahora cuento con una vida que antes no tenía, una fe que no tenía, un poder que me capacita para vencer las debilidades de mi naturaleza. Antes era dominado por mis impulsos, ahora no estoy solo, Cristo está en mí y con él todos los recursos del cielo para ayudarme en mis debilidades.

Descubriendo la vida nueva

Estoy descubriendo el amor de mi Padre, la gracia de mi hermano mayor –Jesucristo– y el poder de su Espíritu. Estoy habitado y al mismo tiempo, inmerso en las personas de la Trinidad, estoy siendo ministrado por la palabra de Dios, para conocer la familia celestial y los hijos de Dios. Todo esto es nuevo para mí.

Aunque vislumbro las riquezas espirituales que mi Padre me ha dejado, no logro asimilarlas, aún hay vestigios de la vida vieja en mí. ¿Qué hacer para disfrutar plenamente la vida cristiana? Viví tanto tiempo en la esfera de una vida terrenal y mundana, que me cuesta asumir la herencia de mi vida nueva.

Renunciando a la vida antigua

Es necesario renunciar a la vida anterior. La vida que heredamos de nuestros padres terrenales es una vida que tiene una herencia pecaminosa carnal, «sabiendo que fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir, la cual recibiste de nuestros padres, no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación» (1ª Ped. 1:18, 19). La vida terrenal tiene el estigma del pecado y las desgracias ancestrales de quienes vivieron toda una vida separados de Dios. Es una vida que arrastra cadenas. Es preciso cortar con el pasado; tiene que haber un quiebre con la vida anterior.

«Sabiendo…»

Desde el inicio, en la vida cristiana, es muy importante considerar que Dios quiere que sepamos. El texto citado arriba dice: «Sabiendo». ¿Qué cosa? Que «fuisteis rescatados». Si lo sabes, es porque lo creíste y así lo recibiste. Estás rescatado de parte de Dios y no depende de que te sientas rescatado sino de que lo creas. Toda la verdad y las verdades de Dios tienen que asentarse en el corazón de los creyentes por la fe. No es por intelectualismo ni por sentimentalismo: es por la fe.

El bautismo, una forma de renunciar al pasado

Cuando el pueblo de Israel salió de Egipto, cruzaron el Mar Rojo. Eso fue un verdadero bautismo; estuvieron bajo el mar, inmersos en las aguas, aunque cruzaron en seco. Las aguas sobrepasaron sus cabezas en ambos costados, un portento glorioso. Cuando ellos pasaron, las aguas se cerraron a sus espaldas, dejando definitivamente atrás a sus perseguidores, sus enemigos. Los que no querían dejarles libres para rendirle culto al Señor, quedaron sepultados en el mar, al tiempo que para Israel se cerraron los caminos de retorno para Egipto.

Así también, para los que hemos venido a la vida cristiana, no hay retorno a la vida pasada. El enemigo quiere perseguirnos para impedirnos el disfrute de la vida nueva que hemos emprendido, pero hemos de decirle que nos perdió. Una forma de decirlo es bajando a las aguas del bautismo, testificando que renunciamos al mundo, a la vana manera de vivir que habíamos heredado de nuestros padres. Renunciamos a la esclavitud de Satanás y del pecado.

Bautismo significa inmersión. Por lo tanto, me zambullo en la muerte de Cristo, identificándome con él en su muerte. Su muerte es la mía. Asumo que mi vida vieja quedará sepultada; pero de la misma manera, como Cristo resucitó de entre los muertos, así también creo que me resucitó juntamente con él, para andar en una vida completamente nueva. Ahora Cristo será la vida de mi vida.

Una vez que estamos al otro lado del Mar Rojo, nos encontramos con el desierto. Emprenderemos el viaje rumbo a la tierra prometida. Dios ha prometido la tierra por heredad. En el camino habrá dificultades, que representan para los cristianos las pruebas y aflicciones que les esperan en el desierto que es el mundo. «Las aflicciones del tiempo presente no son comparables a la gloria venidera que ha de manifestarse» (Romanos 8:18). «En el mundo tendréis aflicción…» (Juan 16:33).

Aunque, en el desierto que es este mundo, Dios está siempre con nosotros, la plenitud de su heredad se encuentra en Canaán. La tierra prometida hay que poseerla, hay que conquistarla. Así también la vida cristiana hay que entrar a poseerla para disfrutarla. La tierra de nuestra herencia es Cristo. Cristo es nuestro Canaán. Nos ha sido dado, y está en nuestro espíritu; pero desde ahí tiene que trasuntar hacia nuestra alma. Ese es precisamente el viaje interno, espiritual, que a los cristianos nos corresponde realizar hasta lograr que Cristo sea disfrutado.

El terreno de nuestra alma, lo mismo que Canaán, presenta muchos enemigos a quienes quieran poseer la tierra como heredad. No obstante, con Dios haremos proezas, y a «nuestros enemigos los comeremos como a pan», como dijeron Josué y Caleb cuando vieron a los enemigos en Canaán. Así también hoy en día, necesitamos llenarnos de la fe de Josué y Caleb para conquistar para nuestra alma a Cristo, nuestro Canaán actual.

Ahora pertenecemos a Aquel que nos compró con su sangre. No soy mío ya, no me pertenezco; soy de Jesús y de la familia celestial.

La vida vieja, que era una mala y vana manera de vivir, además de ser una vida mundana, estaba gobernada por tres características: «…los deseos de la carne, los deseos de los ojos y a la vanagloria de la vida» (1ª Juan 2:16).

Los deseos de la carne. La carne es la naturaleza humana con sus virtudes y defectos. Nada que provenga de la carne agrada a Dios, sea bueno o sea malo. El hombre en sí no está habilitado para producir ninguna obra hacia Dios; por esta razón es que Dios no recibe ni se complace con nada que se origine en el hombre. Por lo mismo, Dios otorga la gracia al hombre, para que todos sus impulsos, deseos y motivaciones tengan un nuevo origen, esto es, en la vida cristiana que hemos recibido.

Los deseos de los ojos. El principal problema de los deseos de los ojos tiene que ver con el sexo opuesto. Vivimos en un mundo erotizado. Los pecados de voyeurismo (observador sexual) han llevado a muchos cristianos a naufragar en cuanto a la fe. Los deseos de los ojos también tienen que ver con las cosas que codiciamos. La lámpara del cuerpo es el ojo; es decir, el cuerpo es alumbrado por lo que ven los ojos. Pero si el ojo mira hacia las tinieblas, el cuerpo también se llenará de lo mismo. «La lámpara del cuerpo es el ojo; así que, si tu ojo es bueno, todo tu cuerpo estará lleno de luz; pero si tu ojo es maligno, todo tu cuerpo estará en tinieblas» (Mateo 6:22, 23).

La vanagloria de la vida. Es cualquier motivo que ocupe el lugar que le corresponde a Dios en el corazón del hombre. Puede ser el dinero, el sexo, la fama, la profesión, la familia, lo que sea, si está en el primer lugar en la escala de valores. Eso es la vanagloria de la vida. Todo esto es lo que proviene del mundo, y necesitamos ser librados de esta vana manera de vivir.

Le invito a declarar una oración de liberación: «Padre, en el nombre del Señor Jesucristo, rompe mis cadenas que me ataban al pasado. Límpiame en la sangre de Jesús y libérame del enemigo. Libera mi conciencia de cargas y pecados. Corta las maldiciones de mis antepasados, pasa por alto los juicios que me tocaban por parte de mis ancestros. Consagro a ti mi espíritu, alma y cuerpo. Me presento a ti como una ofrenda. Recibe la consagración de todos mis miembros. Fui esclavo del pecado, pero ahora me hago esclavo tuyo, para servir a la justicia. Voy a las aguas del bautismo para sellar el fin con mi pasado. Voy para asumir mi muerte conjunta con Cristo, y el inicio a la nueva vida juntamente con Cristo. En el nombre de Jesús, Amén».