Mas vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu…».

– Romanos 8:9.

Hay muchas cosas en la Palabra de Dios que para nosotros los cristianos parecen ser una utopía. Una de ellas es la liberación del pecado, para una vida de santidad; un vivir en el Espíritu. Una cosa que necesitamos tener bien firme en nuestra mente, es que Dios empezó a edificar y él irá a terminar. Su propósito es hacernos conformes a la imagen de su Hijo; un hombre hecho a la medida de la estatura de Cristo.

Jesus obtendrá para sí una iglesia gloriosa, sin mancha, ni arruga o cosa semejante, sino santa e irreprensible. Fiel es el que nos llama, el cual también lo hará. Dios empezó a hacer la buena obra, y la completará hasta el día de Cristo. Todas las promesas de Dios son en él Sí, y en él Amén, para la gloria de Dios por medio de nosotros (2 Cor. 1:20). Es por nuestro intermedio que las promesas de Dios son cumplidas, y Dios es glorificado.

Un día, en nuestra carrera cristiana, seremos confrontados con esta necesidad. No podemos seguir engañándonos apenas con la revelación de Romanos 6 y permanecer en nuestras transgresiones, ni acomodarnos en Romanos 7, justificando nuestra debilidad. «Pasemos al otro lado», dijo Jesus. Ni acomodados a este lado, ni en medio del mar tempestuoso. Esto es una orden de parte de él: «En seguida Jesús hizo a sus discípulos entrar en la barca e ir delante de él a la otra ribera» (Mat. 14:22).

De la misma manera que Jesús andaba sobre el mar, él también en su carne, semejante a la nuestra, no pecó. Tal vez al principio tengamos el mismo ímpetu de Pedro, diciendo: «Señor, manda que yo vaya a ti», y andando, vamos a su encuentro. Gozamos momentáneamente de esta gracia, pero mirando a las circunstancias, empezamos a hundirnos, y clamamos:«Señor, sálvanos». De inmediato, el Señor asirá nuestra mano, mas también reprochará nuestra incredulidad. Pero es aquí que tenemos la revelación de que verdaderamente él es el Hijo de Dios. Es necesario proseguir. Lo que es imposible para nosotros, es posible para Dios. La liberación del pecado es una cuestión de revelación, de conocimiento de la verdad (Jn. 8:32, 36).

Nuestra liberación, como la de Pedro, es una obra del Señor y no nuestra. ¿Por qué entonces muchos no gozan de ella? Como Pedro, a causa de la incredulidad, a causa de la duda. Aquel que nació del Espíritu ya no anda más en la carne, sino en el Espíritu, como nos enseña el Señor. Todo lo que es nacido de la carne, carne es; pero lo que es nacido del Espíritu es espíritu (Jn. 3:6). El Señor nos dice en su Palabra: «Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne». ¿Creemos en esto?

«Pasemos al otro lado», nos ordena el Señor. Y durante el mar revuelto él vendrá a nosotros diciendo: «¡Ven!». Entremos en Romanos 8, porque no recibimos el espíritu de esclavitud para que otra vez estemos en temor, sino recibimos el espíritu de adopción (de mayoría de edad, de madurez), por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!

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