Aunque las Sagradas Escrituras son un relato literal e histórico, con todo, por debajo de la narración, hay un significado espiritual más profundo.

La tienda de Abraham, o la vida del peregrino

El primer símbolo que hallamos en la vida del patriarca es su tienda desmontable. Abandonó su riqueza, y expectativas para el futuro en su ciudad, y se sometió a las vicisitudes sin fin de una vida de peregrino. Aunque era un heredero del mundo, no había de tener una morada permanente, sino que iría de un lado a otro como un peregrino en la tierra, buscando una patria mejor y una «ciudad que tiene fundamentos, cuyo constructor y arquitecto es Dios».

La primera lección de la tienda de Abraham es la del peregrinaje cristiano. Como él, los hijos de la fe tienen que separarse del mundo y vivir como extranjeros y peregrinos sobre la tierra, confesando que aquí no tienen una ciudad permanente, sino que buscan una futura.

¡Qué poco se comprende esto en el egoísmo del cristianismo moderno y la mundanalidad de los que profesan seguir a Cristo! Es algo triste. No es necesario para estar en un estado espiritual que salgamos del mundo o que nos aislemos de los negocios prácticos. La esencia real de la mundanalidad se halla en el espíritu más bien que en las circunstancias; en el amor a las cosas terrenas más bien que en su posesión. Uno puede poseer millones en un espíritu consagrado y ser un verdadero avaro con unas migajas.

El espíritu de consagración requiere que el corazón se encuentre separado de fines y motivos mundanos, y que estemos en el mundo, pero sin ser poseídos por él, y lo usemos pero sin abusar de él. «Porque el mundo pasa». Nunca hemos de tener nuestro corazón o nuestros intereses invertidos en las cosas de la vida de modo que no podamos emigrar al recibir la orden de Dios, como hizo Abraham, e ir hacia alguna circunstancia distinta o, simplemente, desmontar la tienda y entrar en la vida eterna. Detengámonos por un momento y preguntémonos: ¿Dónde he invertido mi vida? ¿Adónde se dirige mi corazón? ¿Estoy viviendo en una tienda o edificándome un palacio de ambición terrena o de indulgencia que la mano de la muerte va a desmoronar en una tumba estrecha?

Además, la tienda de Abraham no sólo nos habla de la vida de peregrino, sino también de las verdaderas esperanzas y eternas promesas que la fe espera, poseyendo ahora lo que tenemos sólo en la forma en que él poseía la tierra, como un pasajero. Era suya propia, y al mismo tiempo era su herencia literal; pero, durante su vida terrenal no halló en ella un lugar en que permanecer para descansar. Lo mismo la fe tiene que aceptar su herencia y aprender no sólo a esperar, sino también a esperar la salvación de Dios.

El altar de Abraham o la vida consagrada

Doquiera que el patriarca plantara su tienda, allí erigía un altar a su Dios. Ésta era la expresión, en primer lugar, de su fe firme en el plan de misericordia que Dios había revelado a la puerta del Edén, mediante los sacrificios que Él mismo había designado. Este altar representaba para su piedad todo lo que para nosotros implica la cruz del Calvario y la sangre de Jesús. Esto era siempre la fuente de su consagración y el apoyo de sus esperanzas futuras. Vio desde lejos la venida del Redentor, y confió en su gracia, incluso en la luz velada del Evangelio que le había sido revelada en estos simples símbolos. Este misterio de la muerte y resurrección del Salvador fue desplegado más tarde con mayor claridad, en la ofrenda de su propio hijo en el monte, y la substitución del hijo por la víctima provista por Jehová en lugar del hijo.

Para nosotros, también, la cruz de Jesús y la fe simple que reposa en su sangre expiatoria tiene que ser siempre la fuente y apoyo de toda gracia. Pero el altar de Abraham no sólo era una expresión de la sangre del Salvador, sino de su propia consagración. Las ofrendas quemadas que él estaba acostumbrado a colocar sobre el altar eran la expresión especial de toda la devoción de su ser a Dios, de la cual su vida obediente era una constante evidencia y garantía, y el sacrificio incluso de sus afectos más caros y las divinas promesas y esperanzas era la prueba suprema. No sólo dejó sus pecados al pie del altar y se puso a sí mismo como un sacrificio vivo en él, sino que el mismo hijo de Dios le había dado, y las promesas que estaban enlazadas de modo inseparable con él, fueron puestas allí, sin reservas, y entregadas. Esto es la altura máxima y más sublime de la vida cristiana, dar a Dios no sólo lo que podemos, sino devolverle y tener como suyo lo que él nos ha dado. Fue esto lo que Dios evaluó tanto en el espíritu de su siervo y por lo que le bendijo y honró tanto. Esta confianza y esta consagración nunca deben temer que pueda perder algo a causa de esta entrega absoluta.

En realidad, nuestras bendiciones nunca son bendecidas del todo hasta que, como Isaac, son devueltas como de entre los muertos, y a partir de entonces ya no son consideradas como nuestras, sino como un depósito que guardamos. ¿Hemos acudido al altar como Abraham? ¿Hemos dejado nuestros pecados bajo la sangre que fluye y aceptado la expiación de su gran sacrificio, y luego nos hemos puesto a nosotros mismos en él, identificándonos con aquel sacrificio divino, el holocausto ofrecido a Dios? Sí, ¿hemos puesto incluso sobre el altar a nuestros Isaacs de afecto: es más, incluso de promesa divina y de expectativa espiritual, y lo tenemos todo, incluso nuestras esperanzas e intereses más sagrados, como encomiendas divinas que han sido puestas en nuestras manos para su servicio y gloria? Sólo de esta manera podremos conocer los secretos de la fe de Abraham, cuando entremos en la plenitud de su consagración.

Hablando de la intimidad con la cual Dios le trató, Dios da este dato significativo: «Porque le conozco». Si bien es verdad que Abraham confiaba plenamente en Dios, Dios sabía también que podía confiar plenamente en Abraham. Querido amigo, ¿puede Dios confiar en ti y en tu absoluta devoción y fidelidad a Él? (Continuará).