¿Qué tan tempranamente está preparado un joven creyente para servir a Dios? Esta es una cuestión que está recibiendo hoy en día fuertes influencias del mundo. En el mundo estamos rodeados de una oleada de triunfalismo juvenil. Los mejores deportistas, los más exitosos empresarios, las mujeres más bellas, no sobrepasan los 30 años de edad. El mundo venera las pieles lozanas, los músculos fuertes, la destreza temeraria.

Se alzan altares diversos a la precocidad. Niños apenas destetados y muchachos imberbes se transforman de la noche a la mañana en estrellas del espectáculo; niñas convertidas de pronto en mujeres son levantadas como íconos del ‘glamour’. Nuevos y más atrevidos parámetros de moral están siendo encarnados por jóvenes desvergonzados.

Esta tendencia se enmarca en la filosofía de la inmediatez, que nos ha acostumbrado a apretar un botón para tener lo que deseamos. Todo debe ser conseguido ¡ya!, y al menor precio posible. Es también la filosofía de lo ‘light’, en que las cosas lucen, pero no tienen consistencia. Mucha parafernalia, pero poco contenido.

Pero la juventud es corta y el desencanto es largo. Cuando pasan los años juveniles, queda la sensación de que no se estaba preparado para vivir, solo para triunfar. ¿Es así también en el mundo espiritual? ¿Puede un joven cristiano alcanzar logros espirituales espectaculares, deslumbrantes, en el menor tiempo y al menor costo?

No podemos descartar que la soberanía de Dios puede producir un Samuel casi desde la cuna, o un Spurgeon a los 20 años. Sin embargo, atendamos al ejemplo constante de las Escrituras, que nos muestra la larga y paciente formación de un carácter antes de la manifestación de los frutos de ese carácter.

Nos debe hablar el ejemplo de hombres como Jacob, recibiendo temprana y severa formación en casa de Labán; de José, azotado por un trato injusto en Egipto; de Moisés, curtido por los rigores del desierto; de Josué, aprendiendo por largo tiempo al alero de Moisés; de David, aprendiendo a soportar la pesada mano de Saúl como si fuera la de un enemigo; de Saulo de Tarso, tan necio de joven, tan sabio de viejo; de un Juan el apóstol, tan violento en su mocedad, tan delicado y tierno en su vejez. ¿Qué decir de nuestro ejemplo mayor, el Señor Jesucristo, quien se preparó treinta años en una oscura ciudad para servir en público poco más de tres años?

En ellos, el tiempo y los tratos fueron fundamentales. Hubo largos períodos de silencio en que se aprendió la insuficiencia de uno mismo, y grandes sufrimientos en que se aprendió la obediencia. Sin embargo, ¡qué hermoso luce después el carácter con el pasar de los años! ¡Cómo Dios es glorificado en él!

Por tanto, dejemos que la vana rosa se marchite, y tendremos la verdadera belleza; dejemos que la piel lozana muestre sus primeros surcos y entonces podrá comenzar a expresar la verdadera hermosura. Esperemos que muera la vanidad de la carne, antes que las riquezas del espíritu deleiten el alma.

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