Dichoso el hijo que, bajo la guía amorosa de sus padres, llega a reconocer su destino y la necesidad de un Salvador en todo lo que le acontezca.

Es tarea de los padres educar a los hijos. La educación requiere dedicar tiempo, sacrificio y disciplina, entre otras cosas. Ser padre implica un profundo compromiso consigo mismo y una visión que alimente el esfuerzo de una conducta coherente con la enseñanza entregada.

La conducta, centro de atención

Nuestra mayor preocupación como padres, efectivamente, son nuestros hijos; especialmente su conducta, que es la parte visible de la manifestación del ser. Atendemos a ella desde que nuestros hijos son pequeños.

Los primeros años tratamos de descifrarla ante la ausencia del lenguaje, y con el paso del tiempo, a través de ella, conocemos cuánto han aprendido. Es como un instrumento de medición que nos entrega indicadores en la delicada tarea de ser padres.

Sin darnos cuenta, la conducta asume el centro de nuestro objetivo a educar. Nosotros fijamos sus modales. Cuando un hijo pequeño regresa del colegio, le preguntamos: «¿Cómo te portaste?». Según sea su comportamiento, le diremos: «Si te portas bien, te daremos esto», o «Si te portas mal, no te compraremos aquello». Al hijo adolescente, le advertimos: «Cuídate, pórtate bien…».

Frases como éstas descubren cuánto nos centramos en la conducta. Por su parte, el medio que nos rodea también contribuye a esto cuando se premia a los niños por buen comportamiento. La premiación refuerza la conducta.

¿Por qué valoramos tanto la conducta de un niño? Porque su comportamiento nos habla de cuánto ha internalizado las normas y principios que valoramos. Un padre descansa, o sufre, con la conducta de sus hijos. Los padres anhelamos que nuestros hijos ‘se porten bien’, y no nos causen problemas; vale decir, que su conducta sea adaptativa al medio en el cual se desenvuelven.

La seguridad de pastorear el corazón

Pero a nosotros, como padres cristianos, ¿nos interesa solo la conducta en nuestros hijos? ¿Será que educar solo la conducta en un niño nos garantiza fruto a largo plazo? ¿La conducta refleja necesariamente la vida interior del ser humano?

La experiencia nos enseña que podemos encontrar personas con conducta ejemplar y, no obstante, un corazón distanciado de los valores y principios que fomentamos. Tarde o temprano eso se manifiesta, quedando en evidencia.

La conducta es el último eslabón de una serie de constructos internos que la Biblia llama corazón, a lo cual Dios da suma importancia, porque de ello depende todo lo demás.

Por lo tanto, podemos concluir categóricamente que la tarea de educar la conducta no necesariamente educa el corazón; en cambio, educar el corazón, sí garantiza un efecto trascendente en la conducta.

Esta máxima, que suena tan simple, debemos tenerla presente permanentemente toda vez que hacemos la tarea de educar a los hijos, pues es un principio vital para la buena crianza.

En resumen, podemos decir que un padre debe pastorear el corazón de sus hijos, porque solo así asegurará conductas provechosas conducentes al bien.

El tesoro del corazón

Observemos algunos pasajes de las Escrituras que arrojan luz al respecto. Estos versículos son una demostración de lo importante que es la vida interior de un hombre.

Jesús dijo: «El hombre bueno, del buen tesoro de su corazón saca lo que es bueno; y el hombre malo, del mal tesoro saca lo que es malo; porque de la abundancia del corazón habla su boca» (Lc. 6:45). «Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen los malos pensamientos, los adulterios, las fornicaciones, los homicidios, los hurtos, las avaricias, las maldades, el engaño, la lascivia, la envidia, la maledicencia, la soberbia, la insensatez. Todas estas maldades de dentro salen, y contaminan al hombre» (Mr. 7:21).

Salomón recuerda las enseñanzas de sus padres: «Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón; Porque de él mana la vida» (Pr. 4:23). «Y Jehová respondió a Samuel: No mires a su parecer, ni a lo grande de su estatura, porque yo lo desecho; porque Jehová no mira lo que mira el hombre; pues el hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero Jehová mira el corazón» (1 Sam. 16:7).

Cuatro hijos

Veamos algunos ejemplos. En una oportunidad, el Señor enseñó una parábola de un padre con dos hijos, a quienes él envía a trabajar a su viña. El primero manifestó una conducta negativa, pero al final, arrepentido, obedeció. Luego, el segundo manifestó una conducta activa, diciendo a su padre que obedecería a su mandato; sin embargo, no cumplió.

La enseñanza de la parábola es que el corazón manda la conducta. El hijo que hizo la voluntad del padre fue el que, en primera instancia, se negó, pero que luego su corazón arrepentido le impulsó a tener un comportamiento obediente, contrario al corazón indiferente de su hermano.

Otro ejemplo. En el libro de Génesis se relata la primera incursión del trabajo educativo de los padres sobre los hijos. Caín y Abel. Cuando éstos se acercaron a entregar sus ofrendas, Dios miró sus corazones más que su conducta oferente, pues dice el texto: «Y miró Jehová con agrado a Abel y a su ofrenda; pero no miró con agrado a Caín y a la ofrenda suya» (Gn. 4:4-5).

¿No es natural esperar que siendo criaturas en formación tuviesen una conducta errada? ¿Esperaba Dios perfección en su conducta? No. Por lo tanto, ¿dónde estaba el centro de la atención de Dios? En el corazón.

Dios le pregunta a Caín: «¿Por qué estás enfadado?». Luego sostiene que Caín no tiene una queja legítima, y le instruye como un padre a mejorar: «Si hicieres lo bueno, podrías levantar la cara, pero como no lo haces, el pecado está esperando el momento de dominarte. Sin embargo, tú puedes dominarlo a él» (Gén. 4:7, DHH). Dios conoce el corazón de Caín. El consejo de Dios es muy bueno: «Ten cuidado con el pecado y toma dominio de él. No dejes que el pecado domine tu corazón». Sin embargo, Caín no aceptó el consejo y se llenó de ira, la que luego saciaría dando muerte a su hermano.

Riesgos

¿Cuáles son los riesgos de centrar la crianza en la conducta? Identificamos por lo menos tres tipos de consecuencia en el comportamiento de un hijo.

1. La rebelión de los hijos

Un hijo acumulará frustración, impotencia, rencor, amargura, cuando lo que se espera de él son solo conductas.
Estas emociones nacen frente a una disciplina severa desprovista de un pastoreo del alma. Un hijo educado bajo este principio tendrá el fuerte impulso a rebelarse a la primera ocasión que su carácter lo permita.

2. La hipocresía religiosa

Al llegar a cierta edad, un hijo se cansará de jugar el papel de niño bueno. El medio social comenzará a sugerir cuestionamientos y tentaciones que le será difícil resistir; por lo tanto, su conducta se verá dañada por la trasgresión y, junto a esto, sentirá un real compromiso de lealtad con sus progenitores a mantener pureza en su conducta.

Entonces, la única salida a su alcance será la conducta hipócrita, es decir, vivir un doble estándar; por un lado, satisfacer los apetitos que no puede resistir y, por otro, cumplir la lealtad empeñada a sus padres.

3. La conducta legalista

Esta consiste en la aplicación de leyes y reglamentos humanos para obtener justificación por méritos; es decir, criar hijos cuya conducta ‘ejemplar’ se sostenga en base a la observación de normas que le traen bienestar justificatorio como recompensa, que más tarde se aplicará como medida moral a los demás.

Beneficios

¿Cuáles son los beneficios de pastorear el corazón de un hijo? Muchos, entre los cuales podemos mencionar:

Se fortalece la relación padres – hijos. Dado que la crianza es un constante crecimiento, lo importante no está en el resultado o conducta, sino en la relación de las partes.

Al poner atención en la conducta, nos deprimimos, puesto que muchas veces nuestros hijos equivocarán el camino y nosotros también. Pero si atendemos a la relación, nos llenaremos de esperanza, dado que tras cada posible error habrá la oportunidad de amar, creer y soñar. La relación se fortalece; los hijos se motivan, se vuelve a creer, nace la fe.

Se establece un ambiente de confort. Un hijo que es objeto de un sano pastoreo del alma, será resguardado de temores. Tendrá a quien acudir especialmente en la angustia, cuando aquejado por el dolor busque un alma tierna que lo consuele. El ambiente generado está enmarcado en el respeto mutuo, la confianza, la seguridad que solo ofrece el amor. No hay mayor placer para un padre que confiar en un hijo; y no hay placer más grande para un hijo que confiar en su padre.

Se busca la voluntad de Dios. El alma tiene un destino en Dios. Un hijo tiene propósito en Dios; por lo tanto, todo cuanto le acontezca tiene esta finalidad absoluta. Los éxitos y los fracasos, las alegrías y las tristezas, están incorporadas en un todo que tiene sentido cuando el ser se entrega a conocer a su Creador.

Un hijo tendrá la especial orientación pastoral de sus padres a reconocer su destino y la necesidad de un Salvador en todo lo que le acontezca. Pedir socorro y recibir los recursos del cielo es la experiencia real de todos cuanto se acercan al Señor.

Los beneficios que trae pastorear el corazón de los hijos están ligados con las promesas del Señor. Educar un corazón sano, dócil a Dios, nos dará garantía de fruto. Progresivamente, veremos como la conducta se ajustará a los dictámenes del corazón que ha gustado de Cristo.

La Biblia nos habla del rey David como un hombre conforme al corazón de Dios. Esto le permitió agradar a Dios con su conducta, que, aunque no fue irreprensible, supo honrar a su Señor humillándose, reparando los errores, enmendando el camino y volviéndose a su Dios.

Por el contrario, Judas, discípulo de Jesús, mantuvo una ‘buena conducta’, que permitió obtener la confianza en la administración de los recursos de los Doce. No obstante, su corazón fue rebelde a la gracia divina, y amó la codicia, la cual le llevó a romper su lealtad al Señor, entregando con un beso al amigo que le amaba.

Padres, lo más seguro es trabajar el corazón. Pongamos el nuestro a pastorear el corazón de nuestros hijos, porque de él mana la vida. «Entonces les daré pastores según mi corazón, que los apacienten con conocimiento y con inteligencia» (Jer. 3:15).