Cuatro son los ministerios de la palabra, y cada uno de ellos, pese a la encomienda común de hablar a los hombres de parte de Dios, tiene una voz y un acento particular.

El apóstol

De los cuatro ministerios de la palabra, el mayor es el apostolado (1ª Co.12:28). «Apóstol» significa «apartado» y también «enviado». Apartado para Dios y enviado al mundo. El va, como un embajador, en representación de Otro, a cumplir una sagrada y alta misión en tierra extranjera. (La palabra «misionero» significa lo mismo que «apóstol»).

Jesús fue el primer apóstol (He.3:1). El no vino de sí mismo o por sí mismo, sino que fue enviado por Dios. (Juan 5:30; 17:18). Ningún apóstol puede enviarse a sí mismo.

Antes de partir, el Señor apartó para que estuvieran con Él, y envió después a doce discípulos, a quienes denominó «apóstoles». ¿Su comisión? Predicar el evangelio (Marcos 3:14).

Luego que el Señor Jesús ascendió, «dio dones a los hombres … y constituyó apóstoles …» (Ef.4:8,11). Estos, constituidos por medio del Espíritu Santo son distintos de los Doce, pero también son apóstoles. Los primeros de este segundo grupo fueron Pablo y Bernabé (Hechos 13:2), pero también están, entre otros, Apolos y Sóstenes (1ª Co.4:6,9;1:1), Andrónico y Junias (Ro.16:7), Silvano y Timoteo (1ª Tes.1:1), etc.

Los Doce (y Pablo) fueron testigos de la resurrección del Señor, y su encomienda fue establecer el sólido fundamento para la edificación de la Iglesia, cuya principal piedra del ángulo es Jesucristo mismo (Efesios 2:20). La encomienda de los apóstoles posteriores es «la edificación del cuerpo de Cristo» (Efesios 4:12). Su tarea estará siempre supeditada y en concordancia con la revelación dada a aquéllos (2ª Ti.1:13-14; 3:10).

De manera que Dios nombró a su Hijo para ser «el Apóstol»; Cristo comisionó a doce de sus discípulos para ser «los doce apóstoles»; y el Espíritu Santo nombró a otros (aparte de los doce) para que fueran edificadores del Cuerpo.

La función del apóstol

Los apóstoles no reciben un don especial que los capacita para llegar a serlo, sino que ellos mismos son dones dados a la Iglesia, para la edificación y bendición de todo el cuerpo. Tanto espiritual como geográficamente, su esfera de acción no está limitada a una iglesia local, sino que es amplia, y abarca a toda una región, por lo tanto, a muchas iglesias.

A la luz de las Escrituras, el servicio de un apóstol consistía, básicamente, en predicar el evangelio, fundar iglesias, edificarlas, instruirlas. Esto requería una amplia gama de acciones, que incluía las del evangelista, del profeta, del pastor y del maestro. De hecho, en Pablo lo vemos así, y  Tesalónica es un buen ejemplo: cuando inició la obra allí, evangelizó (1ª Tes.2:13), luego pastoreó y enseñó a los creyentes los rudimentos de la fe (2:7-11), más adelante encargó a otros para que siguieran la obra que él había comenzado (2:12).1

Luego, más adelante en la vida de la iglesia, él debía completar lo que faltaba a la fe de los hermanos (1ª Tes.3:10). Todo no podía ser enseñado de una sola vez, así que el apóstol esperaba con ansias el próximo encuentro con los hermanos para avanzar en esa dirección. Su meta es «el Varón perfecto», así que no descansa hasta verlo encarnado en los creyentes (Gál.4:19).

También debía «corregir lo deficiente» y «establecer ancianos» (Tito 1:5). La primera acción conlleva un aspecto negativo; es una obra de poda, de corrección. El establecimiento de ancianos (o pastores), por su parte, es una tarea muy principal, ya que ello dará a la iglesia la debida salvaguarda y atención. Los hermanos necesitan ser pastoreados, cuidados, y recae sobre los apóstoles la labor de establecer ancianos.

El apóstol como predicador

En cuanto ministro de la palabra, su encomienda es también la más alta. Como tiene un conocimiento directo y más profundo del Señor, su palabra es la del testigo que declara con autoridad la verdad acerca del Señor. De las cuatro cosas que aglutinaban a la primera iglesia, la doctrina de los apóstoles era la primera y principal. (Hechos 2:42).

Si miramos en la Escritura para ver cuál fue el mensaje de los apóstoles, encontramos que era esencialmente Cristocéntrico. Así en Pedro (Hechos 2:22-36; 3:13-26; 4:8-12, etc.) y en Pablo (Hechos 13:16-39;17:22-31). Pablo lo resume muy bien en 1ª Corintios 2:23: «Pero nosotros predicamos a Cristo crucificado …», «Pues me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado.» (2:2).

Cristo es el misterio que había estado oculto desde los siglos en Dios (Ef.3:9), y que Dios revela a Pablo para que él le dé a conocer «cumplidamente» (Col. 1:25). Pablo esperaba poder presentar a todo hombre perfecto en Cristo (Col.1:28), porque en Él están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento (Col.2:3), y en Él habita corporalmente toda la plenitud de la deidad (Col.2:9).

La sabiduría de Dios había sido desplegada ante el apóstol y sentía la responsabilidad que eso implicaba. Su encomienda era grande, pues abarcaba todo el consejo de Dios (Hech.20:27).

Finalmente, podemos reconocer como otra importante función del apóstol como ministro de la Palabra, la de formar hombres que reproduzcan la enseñanza. En 2ª Timoteo 2:2 dice: «Lo que has oído de mí ante muchos testigos, esto encarga a hombres fieles que sean idóneos para enseñar también a otros.»

Pablo no sólo predicaba, sino que también enseñaba (Hechos 15:35; 28:31) 2 . Lo mismo hacían los apóstoles que fueron antes que él (Hechos 4:2; 5:42), y aun el Señor mismo lo había enseñado así: «Haced discípulos … bautizándolos … y enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado» (Mateo 28:19-20).

En 2ª Timoteo 2:2 aparecen cuatro generaciones de creyentes involucrados. Es la herencia de fe que se transmite de generación en generación. Está el apóstol Pablo («has oído de mí»), está Timoteo («esto encarga»), están los hombres que Timoteo debe formar («Hombres fieles que sean idóneos para enseñar»), y están los que deben ser enseñados por éstos («a otros»).

El apóstol y la «verdad presente»

G. Campbell Morgan hace una correcta síntesis de la importancia del mensaje del apóstol para cada nueva época. Este mensaje comprende -dice Morgan-  «el cuerpo entero de la verdad. Lo expresa, lo sistematiza, lo pone a disposición de los santos, a fin de ser guía y sustento» 3 , y esto, «en términos nuevos para la nueva edad; … sin destruir su carácter esencial». 4

¿Podemos reconocer el ministerio apostólico a través de la historia de la iglesia y en nuestros propios días? Cada nueva verdad descubierta y puesta a disposición del cuerpo todo, cada aplicación de la verdad eterna a cada nueva época es obra de los apóstoles. Cada época tiene una «verdad presente» (2ª Pedro 1:12), que, en términos absolutos, es la misma y eterna verdad, pero que adquiere un nuevo sentido según las circunstancias especiales de cada época, y según el desarrollo del propósito de Dios.

En este tiempo, más que en ningún otro, se precisa del funcionamiento de este ministerio, para que todo el cuerpo alcance la plenitud de Cristo, y la estatura del Varón perfecto.

El profeta

La palabra «profeta», en el griego se asocia al término ‘faino’, que significa «brillar». De aquí surge una idea que expresa de modo explícito cuál es la misión de un profeta: llamar la atención de los hombres acerca de la verdad de Dios, como si ésta fuese una luz dada para guiarlos. Su propósito es siempre producir resultados concretos en las personas, «resultados divinos en los asuntos humanos».5  A la luz de la palabra de Dios, el profeta tiene una visión clarividente de cada época, porque ve las cosas como Dios las ve, y luego llama la atención de las gentes acerca de la voluntad de Dios para ellos. Su palabra suele ser con autoridad, porque conoce lo que Dios piensa y quiere.

En el hebreo del Antiguo Testamento, la palabra ‘massá’ significa «carga», y es la misma palabra que se traduce como «profecía» en algunos profetas (Así, p. ej. en 1:1 de Nahum, Habacuc y Malaquías). La «carga» de Dios -normalmente una gran aflicción por la apostasía de su pueblo- era asumida por el profeta de tal modo que éste se convertía en un co-participante de los sufrimientos de Dios. Por eso, la palabra del profeta suele ser comúnmente apelativa, y muchas veces está traspasada de un hondo dramatismo.

En el Antiguo Testamento vemos dos clases de profetas: los que predecían sucesos del futuro, como Isaías, Jeremías, o Daniel; y los que, como Elías o Eliseo, tomaban como base el presente, para mostrar lo que Dios estaba haciendo, y demandar del pueblo alguna respuesta.

El más grande hombre nacido de mujer fue un profeta, y su figura nos ilustra muy bien acerca de cuál era el perfil de un típico profeta de Dios. Juan el Bautista era un hombre apartado, que poseía un íntimo conocimiento de Dios. Su figura era ruda, y su palabra también. Llena de invectivas por los pecados de los hombres, traspasaba las conciencias y producía un profundo arrepentimiento. La palabra de Juan -como su bautismo- era una palabra que producía contrición en el pueblo. Incluso el rey Herodes era alcanzado por ella, a tal extremo que le producía un mezcla de temor y simpatía.

La palabra del profeta sigue los mismos pasos que la del apóstol, aunque su énfasis es diferente. No pretende compendiar la revelación completa, sino tomar aspectos de ella y aplicarlas a la realidad de una época determinada para producir un vuelco de los corazones hacia Dios. 6

En la iglesia local, el lugar prominente entre los ministros de la palabra, lo ocupan los profetas. Mientras los pastores ocupan el oficio o cargo más alto, el don más alto es el de los profetas. Los ancianos gobiernan la iglesia, pero los profetas edifican a la iglesia.

Por último, es importante decir que, aunque no todos son profetas en la casa de Dios, todos pueden profetizar. (1ª Cor. 14:31).

El evangelista

El evangelista es el que proclama el evangelio. El evangelio es la buena nueva de Dios para los hombres. La predicación del evangelista es, por tanto, feliz y llena de gracia. El evangelista es un hombre de amor y de esperanza. Su predicación está imbuida de pasajes como Lucas cap. 15, en que el amor redentor de Dios brilla en toda su magnificencia.

El mensaje del evangelista no es una denuncia por el pecado, sino es la buena nueva dada a hombres bajo sentencia de muerte, de que Dios ha hecho provisión para su perdón, purificación y liberación. 1  Por tanto, el evangelista introduce a los hombres al cuerpo de Cristo.

Ellos no tienen un don personal (como el de los profetas y el de los maestros), pero ellos mismos, al igual que los apóstoles, son dones dados a la iglesia. En la historia de la iglesia ha habido muchos y grandes evangelistas. Su figura ilumina muchas páginas gloriosas del testimonio de la fe en Jesucristo. Sin embargo, aunque en el presente no los haya en la medida y la profusión de otras épocas, estamos todos los creyentes llamados a serlo, en la vida cotidiana. «Haz obra de evangelista» – exhorta Pablo a Timoteo, y también a cada uno de nosotros.

Los evangelistas no abundan, pero sí los que pueden hacer obra de evangelista. Tal como los profetas, todos pueden hacer su obra.

El maestro

Los maestros son los que entienden las enseñanzas de la Palabra de Dios e instruyen al pueblo en materias doctrinales. Ellos toman la palabra de Dios y la explican al pueblo. Su ministerio va siempre acompañado de otros, tales como el del profeta y el del pastor. (En Hechos 13:1 aparecen con los profetas, y en Efesios 4:11, con los pastores.)

El maestro ha sido dado a la iglesia para su edificación. Su trabajo consiste en interpretar a otros las verdades reveladas y conducir al pueblo de Dios a un entendimiento de la Palabra. Su trabajo es más de interpretación que de revelación; en tanto que el de los profetas es más de revelación que de interpretación. Ellos buscan que los creyentes comprendan las verdades divinas y del evangelio.

Los maestros pueden caer en el academicismo, en la cosa técnica, y por ello han de ejercer su ministerio en asociación con otros. Dios no quiere que la Palabra sea un mero asunto objetivo, exterior, sino una ministración de vida.

Los maestros son los que reciben el don de la enseñanza. Este don no es, sin embargo, un don espiritual (por eso se omite en 1ª Co. 12:8-10), sino un don de gracia (está en Romanos 12:7).

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La alta misión conferida a los ministros de la Palabra torna imperativa la plena restauración de cada uno de ellos en la actual coyuntura de la iglesia de Cristo. Cuanto más débil es el testimonio de la iglesia hoy, tanto más necesarios son. ¡Que el Señor levante obreros para su mies, y que sus ministros cumplan fielmente su ministerio!

1 G. Campbell Morgan, El ministerio de la Predicación, CLIE, 1984, pp. 60-61.
2 Sugerimos consultar el libro Conforme al Modelo, capítulo 3: «La conducta de un apóstol» (Disponible en nuestro sitio Web).
3 G. Campbell Morgan, op. cit., pp. 33-34.
4 G. Campbell Morgan, op. cit., p. 42. 5 G. Campbell Morgan, op. cit., p.47