Suele haber un doble estándar en la vida de los creyentes: el de la conducta privada y el de la conducta pública.

Para describir lo que es la iglesia y para enseñarnos acerca de ella, el Espíritu Santo utiliza en la Escritura diversas figuras y tipos. La figura más acertada para expresar el funcionamiento de la iglesia es el cuerpo humano, según se puede ver en 1ª Corintios 12.

Al leer especialmente los versículos 26 y 27 de este capítulo, nos damos cuenta de que hay una íntima dependencia entre los miembros del cuerpo. A cada miembro le afecta lo que pasa con el otro miembro. Y lo que pasa con uno, le afecta a todos.

Al decir que “si un miembro padece, todos los miembros se duelen con él”, eso nos está sugiriendo una cosa íntima; (el dolor normalmente es algo que se lleva en lo interior y que se sufre en la intimidad.) En cambio, cuando habla de la honra que un miembro recibe y que produce gozo en todos los demás, eso nos sugiere algo público, porque si un miembro es honrado, el gozo de esa honra recibida alcanza a todos los miembros. De manera que tanto en lo privado como en lo público, hay una interdependencia y una influencia recíproca entre cada miembro y los demás miembros del cuerpo.

Así que, parte del dolor y del gozo que usted siente como miembro, no depende de usted ni de su relación con el Señor, sino que es producto de lo que ocurre con los otros miembros del cuerpo. Asimismo, muchas de las cosas que le suceden a usted en lo privado o en lo público, no solamente le afectan a usted, sino que también afecta a otros.

Y esto no es algo necesariamente consciente. No es algo que usted deba ir publicando: «Hermanos, estoy adolorido por esto».

Es algo espiritual, porque la iglesia es espiritual. De tal manera que lo diga o no, lo que pasa en su corazón, sea doloroso o feliz, va a afectar al resto del cuerpo. Esto es una cosa muy profunda, porque la iglesia es un cuerpo muy sensible a los hechos y a los estímulos espirituales.

¿Qué pasa con nosotros, con nuestras palabras y con nuestra conducta? Ellas traerán necesariamente, o bien dolor, o bien gozo. Hay dos alternativas: edificación (vida) o destrucción (muerte). Sea que ocurra en público, o sea que ocurra en lo íntimo.

La iglesia es un cuerpo «bien concertado y unido entre sí» (Efesios 4:16). La unión o interdependencia de los miembros es absoluta para bien o para mal, para comunicar vida o para comunicar muerte.

Lo público y lo privado

Así pues, lo público y lo privado son los dos ambientes en los cuales nos estamos moviendo permanentemente. De estas dos esferas, la que más nos interesa ver ahora es la de lo privado.

Normalmente, uno tiende a guardar las palabras y la conducta públicas para no herir u ofender al hermano. Pero ¿qué pasa en lo secreto? Tenemos que ver que tanto las acciones piadosas realizadas en secreto, como los pecados cometidos en secreto, afectan a todos los miembros del cuerpo, las unas para bien y los otros para mal. Nadie puede pecar impunemente en la iglesia, aunque sea el pecado más secreto, y aunque sea un pecado menor. Así también, ninguna acción justa deja de bendecir al cuerpo aunque se haga en la cámara más secreta, donde nadie ve y nadie sabe, ni siquiera la esposa o el esposo.

¿Cuánto pecado secreto ha aplastado innumerables reuniones de la iglesia? ¿Cuántos pecados y faltas cometidas en estos días influirán para que la próxima reunión no tenga la gloria que debiera tener?

No importa la magnitud de los pecados. No es necesario llegar a cometer un pecado vergonzoso para impartir muerte al cuerpo. Puede ser simplemente un comentario, una murmuración, una crítica amarga, una maledicencia, un juicio que no procede del amor, o bien pueden ser palabras deshonestas de nuestra boca. Todas estas cosas producen efectos de muerte en el cuerpo, aunque nadie las escuche. También toda palabra de bendición y toda acción de gracias, desatarán salud, poder, libertad y gozo en el cuerpo, aunque se digan en secreto. Esa oración en su cámara íntima, en que usted bendice al hermano aquél que tiene un problema, en que usted lo guarda y lo cubre en la sangre de Jesús, traerá bendición al hermano, y vida al cuerpo.

Tenemos que entrar en una corriente de palabras de bendición, de perdón, de manera que sea como un tejido, un tramado de bendiciones que van y vienen de uno a otro miembro, para liberación de vida en el cuerpo. Entonces, de cada miembro irá saliendo hacia otros –con nombres, si es que sabemos de la necesidad que hay entre los hermanos, o sin ellos, para bendecir a todos– , la vida abundante. Así, el diablo no podrá penetrar, y la muerte chocará con el poder glorioso de la vida de resurrección que fluirá de las palabras de su boca. Toda acción piadosa hecha delante de Dios genera una corriente de vida en el cuerpo.

En Mateo 6 tenemos tres acciones que son realizadas en secreto delante de Dios, y que producen vida al cuerpo: la limosna, la oración y el ayuno. Aquí, es cierto, se habla de la recompensa pública que se recibe por estas acciones. Este es un aspecto importante que el Señor enseñó aquí. Pero si somos un cuerpo –como lo somos– , y todos los miembros están unidos entre sí por coyunturas que se ayudan mutuamente; si somos miembros los unos de los otros –como somos– , entonces, inevitablemente, toda acción piadosa hecha en secreto, no sólo redundará en que el Padre nos va a honrar públicamente, sino en que esa honra va a traer edificación y vida a todo el cuerpo.

Sea de hecho, sea de palabra, podemos suministrar vida al cuerpo. Y para esto no hay nadie que esté descalificado. Nadie es demasiado pequeño como para no poder aportar vida al cuerpo. Asimismo, nadie es demasiado grande que no esté expuesto a introducir muerte en el cuerpo, si es que sus palabras o sus obras son pecaminosas.

Uno de los actos de mayor bendición y vida para el cuerpo es aquel en que un miembro, en lo íntimo de su corazón, en lo secreto de su aposento, hace un acto de renunciación de sí mismo o de algo suyo por causa del Señor. También puede ser un acto de obediencia que trae consigo el quebrantamiento del alma. Tales cosas implican una aceptación de la cruz de Cristo sobre el yo, y son actos de los más nobles y vivificantes que puede realizar un miembro. No sólo para su propio beneficio espiritual, o para la gloria de Dios, sino que además redundará en la edificación de la iglesia, y en bendición para todos los miembros.

Todas las cosas que llegan a ser públicas en un momento, han tenido su comienzo en el corazón. De tal manera que, por ejemplo, un pecado, primero fue concebido como un deseo concupiscente y luego, cuando se dio a luz y se llevó a cabo, produjo el pecado, y su consecuencia es la muerte. De manera que la vida exterior de la iglesia, la gloria de la iglesia, es una consecuencia de la vida íntima de cada uno de los miembros del cuerpo. Lo que pasa con las reuniones es una consecuencia de lo vivido por cada miembro, principalmente en lo privado. Si una reunión no está todo lo gloriosa que debiera estar, nosotros no tenemos que buscar soluciones a la reunión, («faltó alabanza», «faltó oración»), porque cualquier explicación que usted sugiera no es lo suficientemente profunda como para descubrir el problema de fondo, que es la vida íntima de cada miembro del cuerpo.

Suele haber un doble estándar en nuestra vida: una conducta pública y una conducta privada. Aunque los hermanos no oigan ni sepan las malas palabras proferidas en secreto, el Señor las oye. Aunque los hermanos no vean ni sepan las malas acciones cometidas en secreto, el Señor las ve.

Las abominaciones de Israel

En Ezequiel capítulo 8 aparecen por lo menos tres tipos de abominaciones que el pueblo de Israel cometía en secreto. Aquí aparecen tres tipos de personas de Israel: Los ancianos, las mujeres y los varones. Cada uno estaba cometiendo un tipo distinto de abominación. Los ancianos, que eran los encargados de administrar las cosas espirituales, estaban ofreciendo incienso a ídolos abominables; las mujeres, lloraban a Tamuz, un ídolo babilónico; y los varones estaban postrados ante el sol.

Todos ellos pensaban que Dios no los veía: «No nos ve Jehová; Jehová ha abandonado la tierra» –decían (vers.12). Eran pecados secretos. Así también hoy día hay abominaciones que alejan muchas veces al Señor de su santuario. Hay pecados ocultos que traen muerte al cuerpo.

Las abominaciones del siglo XXI

La Escritura dice que tenemos que redimir el tiempo, porque los días son malos. ¿Qué hacemos con nuestro tiempo libre? Hay tiempo que legítimamente podemos dedicar a descansar. Pero ¿cuánto tiempo vacío hay, en que, por decirlo así, ofrecemos incienso a los ídolos de hoy? ¿Podremos decir: “el Señor no nos ve”, o “Los pastores no nos ven”, o “Nadie me ve”, o “Dios no me ve»?

Veamos algunas de las abominaciones de nuestro siglo.

Hay muchas imágenes que entran por nuestros ojos y que están afectando tremendamente no sólo nuestra alma y nuestro espíritu –que tienen que ser santificados– sino también, y lo que es más grave, la vida de la iglesia. Me refiero a las películas, y a la televisión, principalmente la televisión por cable.

Hace años atrás, por ahí por el 1975, un siervo de Dios predecía que en años venideros cualquier persona iba a poder tener un aparato de cine, instalarlo en su casa y ver películas para mayores. En su propia casa y como si estuviera en el cine. En ese tiempo no imaginábamos que una cosa así podía llegar a suceder tan pronto, ni cómo sería este invento tan prodigioso. Sin embargo, no han pasado muchos años y ya es una realidad.

Muchas veces se han producido controversias públicas, por lo subido de tono que son esas películas. Y eso es algo que está al alcance de todos hoy en día. Para el mundo es normal y legítimo, y ya forma parte de sus hábitos de vida. El problema es si para nosotros resulta normal.

Los estudiosos de la comunicación identifican un cierto tipo de experiencias producidas por los medios, que son las «experiencias vicarias». Estas experiencias son las que uno vive, no directamente de la realidad, sino a través de los medios, pero con el realismo de la vida misma. Viéndolas, participamos y sentimos lo que ahí sienten, sea alegría u horror. De tal manera que el adulterio que aparece en un film, de alguna manera, también lo vivimos, y el asesinato que, dentro de la trama de la película aparece como justo, también lo aprobamos. Hay películas, cuyos directores son tan hábiles, que pueden llevarnos a tomar partido a favor del asesino, del adúltero, del corrupto, y del degenerado. Este asunto no es tan banal como uno pudiera pensar en una primera instancia, porque en ello está involucrada el alma, y trae un caudal de muerte para nuestro espíritu y para la vida de la iglesia. Es tan letal que afecta el gozo, la vida y el crecimiento de la iglesia.

A través de esas películas nos introducimos en burdeles, y en antros de corrupción. ¿No son las películas sobre temas homosexuales las que están hoy más en boga? Es como entrar a Sodoma, ver lo que hay allí y consentir en ello. ¿No se vindica la homosexualidad en ellas? Por otro lado, el hombre que ve cómo se le hace violencia a una mujer, ¿no se identifica, de alguna manera, con el violador? ¡Qué terrible es dar lugar a la carne! Permanentemente estamos expuestos a las propagandas que anuncian las nuevas teleseries: hay ahí escenas cada vez más atrevidas. Todo en aras del ‘rating’. Nosotros, los hijos de Dios, ¿nos sumaremos a los miles y millones de telespectadores seducidos por las concupiscencias de la carne? ¡No; no apoyaremos ni participaremos en estas abominaciones!

Ahora bien, ¿llegaremos a prohibirlas? ¿Llegaremos a establecer leyes como: «No hagas, no toques, no veas»? Creemos que ninguna prohibición de este tipo da fruto permanente. Esas son cosas que se destruyen con el uso. (Col.2:20-23). Si pusiéramos un decálogo: «No hagas esto, no hagas esto otro», lo único que haríamos es avivar el deseo de cometer ese tipo de cosas. La solución para esto es más bien que nosotros tengamos luz para ver delante del Señor –por amor al Señor y por amor a los hermanos– qué conviene y qué no conviene. No porque haya una ley externa que se me impone, sino porque aquí adentro hay un Espíritu que es santo, y que no puede participar en espectáculos en que se hiere la santidad del Señor y mi dignidad como hijo de Dios. No es un asunto de restricción externa, sino de aceptar la amonestación del Espíritu por amor al Señor y a los hermanos.

Todas estas abominaciones están rodeadas de un manto de legitimidad: todos lo hacen, por tanto, son normales. Se ha cauterizado la conciencia. Se ha borrado el límite –o al menos está muy difuso– entre lo que es santo y lo que es profano, entre lo que edifica y lo que no edifica, entre lo que conviene y lo que no conviene.

Pidámosle al Espíritu Santo que nos aclare esos límites. Que nos muestre lo que sí podemos y lo que no; lo que conviene y lo que no conviene. No creemos que haya que tomar los televisores y venderlos. Pero tiene que haber una administración responsable de este asunto y de todos aquellos que tienen que ver con nuestra vida.

Hasta las lecturas. Las revistas, incluso los diarios. En el día de hoy usted tiene que seleccionar qué diario va a leer; no en función de una corriente de opinión, sino para escapar de toda la inmundicia que ahí suele aparecer. Asimismo, hay revistas que no pueden caer en manos de nuestros hijos. Nosotros no podemos proveer en nuestro propio hogar alimento para ese tipo de sexualidad, de consejos corruptos, de modelos y hábitos, de formas de ser y de actuar de personas que con toda seguridad están llenos de demonios de lascivia y de perversidad. No nos haremos partícipes con los demonios.

Al tocar estos asuntos podemos caer en el legalismo, por eso lo hacemos con temor. No es bueno que el esposo le prohíba a la esposa, y le diga qué puede ver y qué no. No es bueno que la esposa le diga al esposo qué puede ver y qué no. Cada uno tiene que saber. Sobre los hijos sí –sobre todo si no son convertidos– tenemos que velar nosotros, y poner una restricción. En lo posible, no como una ley externa, sino más bien como encauzando sus inquietudes y energías hacia otro lado. «En vez de ver esta película, hijo, te propongo esto otro». Y tal vez convenga, en ese caso, participar con ellos de otra actividad, de modo que, con sabiduría, los apartemos de las cosas que no convienen. Es bueno proveerles de otras actividades que ellos puedan hacer y que les traigan edificación o que, al menos, no les contaminen.

¡Cuántas horas en una semana desperdiciamos! Sumemos los minutos, las medias horas, en una semana, en un mes, en un año. ¿Cuánto hace que no leemos un libro de la Biblia completo? No hay tiempo. Si nos programáramos un poco, tal vez en un año, o en dos, aprovechando esos retazos de tiempo inútiles, podríamos leer la Biblia entera.

Todo esto se refiere, principalmente, a lo que hacemos en secreto, privadamente.

La vida que fluye de la muerte

Veamos ahora 2ª Cor. 4:12: «De manera que la muerte actúa en nosotros y en vosotros la vida». La 2ª epístola a los Corintios tiene la particularidad de que, gracias a ella, nosotros conocemos la vida interior de Pablo. Aquí él abre su corazón y nos muestra sus experiencias como hombre de Dios. Muchas de ellas se refieren a lo íntimo. Es como el trasfondo, el lado oculto de un hombre. Y nos muestra también cómo es que un hombre como él llegó a tener un ministerio tan fecundo. Aquí encontramos la clave de esa fructificación. Encontramos que él permanentemente tuvo que experimentar la muerte sobre sí mismo para que hacia otros fluyera la vida.

Ese es un principio aplicable a Pablo y a todos los creyentes que desean servir al Señor. En esta carta se habla de las tribulaciones de Pablo, de sus necesidades, de sus angustias secretas, de su paciencia, etc. En esta epístola se habla de no vivir para sí, sino vivir para Aquel que murió y resucitó por nosotros. Aquí se habla de las debilidades, de las humillaciones que un hombre de Dios puede vivir, todas las cuales, aceptadas, vividas por amor al Señor y a los hermanos, por amor a las iglesias a las que él sirve, producen un grato olor de Cristo.

Este grato olor es de lo cual hemos venido hablando. Es esa bendición, esa liberación, ese gozo que fluye en la iglesia; es Cristo manifestado en el corazón de cada uno de los miembros del cuerpo, y que suministra vida. En la iglesia, a veces, es posible percibir este grato olor de Cristo en forma muy potente, tanto que nos parece que casi podemos tocar al Señor. Es real, es envolvente. Su presencia nos inunda, y los ríos de Dios fluyen con fuerza irresistible. ¡Qué gloriosos son esos momentos, ellos alientan nuestra fe! Pero, ¿qué es eso sino la vida que fluye de la muerte? Hay miembros del cuerpo que están aceptando la acción de la cruz sobre su “yo”, y que están aceptando morir a sí mismos para que otros puedan ser vivificados.

Veamos, pues, que nuestra conducta íntima, que nuestra renunciación, que nuestra consagración privada es determinante, y que puede liberar un caudal de vida en el cuerpo. ¿Cómo podemos servir los que somos débiles, los que somos pequeños?

Aquí hay un camino para suministrar vida al cuerpo.

Tal vez usted nunca se ha atrevido a ponerse en pie y hacer una confesión pública del Señor, o dar un testimonio. No importa; esta forma de suministrar vida usted la puede ejercitar en cada momento, en lo íntimo de su corazón, en lo secreto de su morada. Y no le quepa la menor duda de que encontrará allí una forma de servicio que traerá vida al cuerpo y que será aprobada por el Señor. El Señor le hará sentir el gozo de saber que por su corazón está fluyendo un “río” que no se estanca ahí, sino que bendice a otros. ¿Cómo hemos de colaborar para que la iglesia sea restaurada? ¿Cómo hemos de aportar vida al cuerpo? He aquí el camino. Cuidar nuestra conducta, nuestras palabras, de modo que el Señor se agrade de nuestra intimidad y Él pueda expresar su santidad y su gloria a toda la iglesia.

Nuestra mayor deficiencia puede estar en lo que hacemos en secreto. Cuando esto sea mejorado habrá mucha vida fluyendo en el cuerpo. Que el Señor nos ayude.