En la antigüedad, los reyes honraban a ciertos invitados especiales dándoles lugar en su mesa, en señal de confianza. Así sucedió con el joven David, invitado de honor a la mesa del rey Saúl. Sin embargo, cuando Saúl procuró matar a David, éste se ausentó de la mesa del rey. «Luego le dijo Jonatán: Mañana es nueva luna, y tú serás echado de menos, porque tu asiento estará vacío» (1 Sam. 20:18).

Hoy, los que hemos recibido a Cristo en nuestro corazón, somos llamados a la mesa del Rey. Él quiere tener intimidad con nosotros. Si no acudimos, habrá un lugar vacío en su mesa, y él lo notará. Quizás a alguno de nosotros el Señor diga hoy: «Te he echado de menos, ¿dónde estabas? No has tenido comunión conmigo, no te has sentado a mi mesa».

Pablo se encontró con el Señor en el camino a Damasco. Antes de iniciar su ministerio, él no fue de inmediato a Jerusalén, sino a Arabia, al desierto (Gál. 1:15-17). Allí, apartado del mundo, se alimentó del pan vivo, de la palabra de Dios. Allí, Cristo fue revelado en él.

¿Estás pasando hoy por el desierto, por el quebranto? Recuerda: no es para pérdida. En esa sequedad, podrás comer y beber de Cristo. Hay mesa dispuesta para ti. Él mismo será tu sustento. Necesitamos ir a esa comunión a solas con el Señor, y «no saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y a éste crucificado».

«Vé pronto por las plazas y las calles de la ciudad, y trae acá a los pobres, los mancos, los cojos y los ciegos … Vé por los caminos y por los vallados, y fuérzalos a entrar, para que se llene mi casa» (Luc. 14:21, 23). En la parábola de la gran cena, los primeros convidados rechazaron la invitación; cada uno tenía que atender sus propios asuntos, ignorando que el Señor es primero en todo. Luego fueron traídos los postergados, los desechados; nosotros, los gentiles. ¡Cuán maravillosa es la gracia de Dios! Aún había lugar. Si un día se dijera: «Ya no hay lugar», ¿qué sería de nosotros? Por tanto, hoy es el tiempo aceptable; no ignoremos el llamado. El Señor quiere que su casa esté llena. Mañana podría ser tarde, y muchos se habrán perdido la fiesta.

El Señor quiere tener comunión contigo y conmigo, con todos los suyos. Nada tenemos que hacer, solo acudir, pues él lo ha dispuesto todo. Jesús es nuestro sustento; el que come y bebe de él será saciado. «Yo, pues, os asigno un reino, como mi Padre me lo asignó a mí, para que comáis y bebáis a mi mesa en mi reino» (Luc. 22:29-30). Hay lugar allí para nosotros. Somos llamados a cenar con él, a tener intimidad con él. No cometamos la insensatez de perder nuestro lugar.

«Gocémonos y alegrémonos y démosle gloria; porque han llegado las bodas del Cordero» (Ap. 19:7). Estas palabras del Señor nos alientan. En el tiempo de nuestra peregrinación aquí, tendremos aflicciones. Pero, gocémonos y alegrémonos. ¡Estaremos en la cena de las bodas del Cordero! Él nos ha rescatado y nos ha vestido de salvación. Atendamos a su llamado. Que nuestro corazón esté siempre dispuesto para tener comunión con él.

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