Los nombres de Cristo.

«…y le pondrás por nombre Jesús … y lo llamarán Emanuel…» (Mateo 1:21, 23, NVI).

Isaías había profetizado que ellos llamarían Emanuel al hijo de María, pero no hay evidencia de que alguien usara alguna vez este nombre en la vida terrenal de Jesús. José lo llamó Jesús, como se le había ordenado que hiciera, pero no hay forma de saber cuánto comprendió él de la identificación que hace Mateo del niño como el Emanuel nacido de una virgen, mencionado en la profecía de Isaías.

Sin embargo, aun si nadie usó el nombre, es evidente que la realidad espiritual fue apreciada de vez en cuando. Hubo momentos en los cuales las personas, estando con Jesús, sintieron que se encontraban en la presencia de Dios. Pedro empezó su historia como apóstol con una abyecta confesión de su propia maldad que sólo la santa presencia de Dios podría provocar (Lucas 5:8). Cuando un hombre fue levantado de entre los muertos, los que estaban presentes proclamaron que Dios los había visitado (Lucas 7:16). ¿Qué hizo retroceder y caer a tierra a la turba que había venido al huerto de Getsemaní cuando Jesús los confrontó con las palabras: «Yo soy» (Juan 18:6)? ¿No fue un conocimiento momentáneo de la majestad divina? Ellos buscaban a Jesús de Nazaret, y se encontraron con el gran Emanuel. Unos retrocedieron consternados; pero otros se postraron en adoración.

El Señor Jesús había insistido a Satanás que sólo a Dios debe adorarse (Mateo 4:10); sin embargo, Él no rechazó la adoración del ciego de nacimiento (Jn. 9:38) y de otros. De hecho, él clarificó la posición al joven rico que se postró delante de él y lo llamó ‘bueno’, explicando que la única forma válida de describirlo así es reconocerlo como Dios verdaderamente, porque: «Ninguno hay bueno, sino sólo uno, Dios» (Marcos 10:18).

La referencia a la profecía de Isaías puede explicar por qué los hombres nunca usaron el nombre, ya que las circunstancias de la vida temprana de este Emanuel fueron oscuras en extremo. El trasfondo de la señal dada por Dios a Acaz era que el niño nacería en las precarias condiciones de una tierra devastada por la guerra (Isaías 7:14-16). Esto se cumplió espiritualmente en el caso del niño a quien José llamó Jesús. La profecía se cumplió; la virgen dio a luz a su Hijo; pero la manifestación de Dios encarnado se hizo confusa y oscura a causa del pecado de su pueblo.

De verdad Dios estaba con el hombre, pero Él estaba aquí para compartir la miseria del hombre y para sufrir las consecuencias del alejamiento de éste de su creador. Ningún hombre lo comprendió en su tiempo, pero de hecho Dios estaba con nosotros, con nosotros en toda la vergüenza y degradación de la necedad y el pecado humano.

Después de la cruz vino la resurrección, y entonces la verdadera gloria de Emanuel se hizo evidente a todos los creyentes. En Cristo, Dios es para nosotros y Dios está con nosotros. Tomás inició el feliz testimonio con su declaración: «¡Señor mío y Dios mío!» (Juan 20.28), y desde ese día hasta hoy, Emanuel –Dios con nosotros– ha sido enlazado con el nombre salvador de Jesús en las alabanzas agradecidas de todos los creyentes.

El Señor Jesús dio un especial énfasis al estímulo y consuelo de este nombre cuando les dijo a Sus discípulos que fuesen a todas las naciones, respaldados por Su autoridad universal, y agregó: «…y he aquí yo estoy con vosotros todos los días…» (Mateo 28:20).

Así que las palabras de Mateo han dicho verdad: «…y lo llamarán Emanuel». Nos consideramos dichosos porque nosotros lo conoceremos eternamente por este nombre maravilloso.

«Toward The Mark», Vol. 3, No. 1, Jan-Feb. 1974.