La comprensión del amor expresado en la Cruz nos conmueve y nos lleva a adorarle.
Antes de la fiesta de la pascua, sabiendo Jesús que su hora había llegado para que pasase de este mundo al Padre, como había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin … Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado».
– Juan 13:1; 34-35.
Tres énfasis
El evangelio de Juan se divide en tres secciones. La primera, del capítulo 1 al 7, muestra a Jesús como la vida eterna de Dios, que vino al mundo para darnos vida, y culmina con un gran anuncio: «En el último y gran día de la fiesta, Jesús se puso en pie y alzó la voz, diciendo: Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva» (Juan 7:37-38).
La segunda sección, desde el capítulo 8 al 12 nos habla de Jesús como la luz del mundo: «Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (8:12). Él vino para ser la luz, y abrir nuestros ojos que estaban cegados por el pecado. Y termina afirmando: «Yo, la luz, he venido al mundo, para que todo aquel que cree en mí no permanezca en tinieblas» (12:46).
Pero los hombres, en general, rechazaron la luz. Y, a pesar de que había hecho grandes señales y milagros, no creyeron en él. «Aquella luz verdadera que alumbra a todo hombre venía a este mundo … y los hombres amaron más las tinieblas que la luz» (1:9; 3:19).
Y agrega Juan: «Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios; los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios» (1:12-13).
Esto corresponde a la tercera parte del evangelio de Juan. Entonces el primer énfasis es la vida, el segundo es la luz del mundo, y el tercero es el amor de Cristo. Por lo tanto, desde el capítulo 13 hasta el final de este Evangelio, el énfasis de Juan es el amor con que Cristo nos amó.
De hecho, Pablo en Efesios dice que «conocer el amor de Cristo excede a todo conocimiento», es decir, que, de la plenitud de Dios, de todo lo que Dios revela de sí mismo, lo más grande es el amor de Cristo. Conocer el amor de Cristo es experimentar ese gran amor. Nada supera eso, dice Pablo, porque el amor de Cristo nos constriñe, nos impacta y produce tal conmoción interior, que nos impulsa a vivir solo para él. Tal es el resultado de ese amor.
Nuestra pascua
«Antes de la fiesta de la pascua, sabiendo Jesús que su hora había llegado…» (13:1). Juan resalta aquí dos cosas. Lo primero: «Antes de la fiesta de la pascua». Solo Juan menciona que el ministerio público del Señor abarcó tres pascuas; por eso sabemos que su ministerio duró unos tres años y medio.
Juan es el único evangelista que nos presenta a Jesús como el Cordero de Dios. En el río Jordán, Juan el Bautista lo reconoció diciendo: «He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo». Esta frase es fundamental en el evangelio de Juan, y hace referencia directa al Cordero pascual. Por eso es mencionada aquí la pascua, porque el contexto es el sacrificio del Señor. El verdadero Cordero pascual, cuya sangre puede rescatar de la muerte, está aquí. Esta fue la pascua del Señor.
¿Y qué es la Pascua? «Sabiendo Jesús que su hora había llegado para que pasase…». El verbo «pasar», es clave, porque pascua significa «el paso». Cuando Dios establece la pascua en Éxodo 12, se dice: «Es la pascua del Señor. Pues yo pasaré aquella noche por la tierra de Egipto» (Éx. 12:12).
El pueblo de Israel había estado en Egipto durante 400 años, y al final de ese periodo se levantó un nuevo rey, que no conocía la historia anterior del pueblo, y éste los esclavizó, y eran mano de obra barata para Faraón en la construcción de pirámides, templos y palacios.
La opresión se agravó en extremo. Entonces, Dios llamó a Moisés para libertar a su pueblo. Pero Faraón no quiso dejarlos ir; entonces Dios envió plagas para quebrarlo. Finalmente, Dios envía una plaga final, la muerte de los primogénitos.
«Yo pasaré aquella noche por la tierra de Egipto, y heriré a todo primogénito». Esa noche, ellos tomarían un cordero por familia y lo sacrificarían. Y tomarían la sangre del cordero y pondrían sobre los postes y en el dintel de sus casas. «Y veré la sangre, y pasaré de vosotros, y no habrá en vosotros plaga de mortandad cuando hiera la tierra de Egipto» (Éx. 12:13).
Eso es la pascua: pasar por alto nuestros pecados. Que un primogénito muriera o no, no dependía si era buena o mala persona. Si alguno estaba tras la puerta marcada con la sangre, sería perdonado. Así es el evangelio. No depende de quiénes somos, sino de esa sangre.
El Cordero de Dios
Esa noche, el juicio de Dios pasó por la tierra, y murió desde el primogénito de Faraón hasta el primogénito del animal más pequeño. Todos ellos, sin excepción, cayeron bajo el juicio de Dios. «Por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios» (Rom. 3:23). Nadie puede escapar al juicio de Dios; pero aquellos que estaban resguardados por la sangre se salvaron. Israel fue rescatado de la muerte y de la esclavitud, por el poder de la sangre del cordero. Y eso debían recordarlo siempre.
El día 14 del primer mes del año, por 1500 años, ellos sacrificaban un cordero, y recordaban lo que Dios había hecho. Pero eso era solo una figura. Ahora venía el verdadero Cordero. «He aquí el Cordero de Dios», que salva al mundo entero. Esta es la Pascua verdadera, de la cual la otra era un tipo.
Hebreos 12 describe a la iglesia con varios títulos del Antiguo Testamento: «Os habéis acercado al monte de Sion, a la ciudad del Dios vivo, Jerusalén la celestial, a la compañía de muchos millares de ángeles…» (22-23). Y después: «a la iglesia», (lit. griego), «a la iglesia de los primogénitos que están inscritos en los cielos» (La RV1960 traduce: «la congregación»).
Los «primogénitos inscritos en los cielos», somos los que fuimos salvados por la sangre del verdadero Cordero de Dios, rescatados de la muerte, de la esclavitud del pecado y de la condenación, por la sangre de Jesucristo el Señor.
La hora de la Cruz
«Sabiendo Jesús que su hora había llegado». La palabra «su hora» es vital aquí, y se repite varias veces en el relato. La primera vez, en las bodas de Caná. «Y faltando el vino, la madre de Jesús le dijo: No tienen vino. Jesús le dijo: ¿Qué tienes conmigo, mujer? Aún no ha venido mi hora» (2:3-4).
«No ha venido mi hora», significa que aún no se ha cumplido la razón por la cual él vino al mundo. Esta no es una hora marcada en el tiempo, sino una hora fijada en el consejo eterno de Dios. Solo cuando tal hora llegara y él voluntariamente ofreciera su vida, entonces su vida podía ser tomada.
«Sabiendo Jesús que su hora había llegado». Era una hora que él había esperado como hombre desde el momento en que nació, la hora de la cruz. Juan lo dice de esta manera, «para que pasase de este mundo al Padre». Fíjese que no dice «para que muriera». Su muerte es el paso, el camino de retorno al Padre.
Qué asombroso es que ese camino pasa por una cruz. Jesús, como Hijo, en cualquier instante, podía subir a la presencia del Padre. Pero en la voluntad divina, ese camino pasaba inevitablemente por la cruz. Y Jesús sabía eso. Toda su vida vivió bajo la sombra de la cruz, y aquella hora había llegado.
Amor por los suyos
En la última de la noche del Señor Jesús con sus discípulos, él dice: «Como había amado a los suyos…». Este es el énfasis de la tercera sección del evangelio de Juan: Jesús amó a los suyos. Y noten aquí dos cosas. Primero, todo este evangelio resalta el ministerio de Jesús hacia el mundo: «Porque de tal manera amó Dios al mundo» (Juan 3:16). Es el gran amor de Dios a todo el mundo. Dios «ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree no se pierda, mas tenga vida eterna».
La primera parte trata del amor de Dios a todo el mundo. Pero luego solo habla del amor de Dios por los suyos. «Como había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin». El capítulo 17, la oración de Jesús enfatiza este punto. «Yo ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por los que me diste; porque tuyos son, y todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío; y he sido glorificado en ellos» (9-10).
Por los suyos, el Señor está consagrándose a sí mismo para la muerte, como el sumo sacerdote, que ofrecía el sacrificio de la expiación en el Antiguo Testamento. Aquí el que sacrifica, y el sacrificado, se fusionan en una sola persona. Y él se santifica a sí mismo antes de ofrecer el sacrificio, para que nosotros seamos llevados a la gloria.
El énfasis es su amor por «los suyos». Y no son solo los apóstoles que estaban con él esa noche: «Mas no ruego solamente por estos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno» (20-21). «Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios» (1:12). ¿Has creído en él? Entonces también eres uno de «los suyos».
«Mis ovejas»
En el capítulo 10, el Señor habla del buen pastor y sus ovejas. Allí comienza el énfasis de Jesús en los suyos, los que él ama de manera especial, por los cuales él da su propia vida. Él nos dice: «Mis ovejas». «Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen» (v. 27).
Los pastores orientales juntaban todos sus rebaños en un gran redil, para pasar la noche. Ellos conocían a sus ovejas y le ponían nombre a cada una, y ellas conocían la voz de su pastor y el nombre que éste les había dado. Y para separar las ovejas al amanecer, cada pastor, a la entrada del redil, las llamaba, una a una, por su nombre. Y cuando la oveja oía la voz de su pastor, salía en pos de él.
Jesús tiene una relación única con aquellos que lo reconocen y oyen su voz. «Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen». Él ama y da su vida por sus ovejas. Porque el Evangelio es dado de gracia a todo el mundo, pero solo algunos creen y reciben al Señor, escogidos desde la eternidad.
«Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen, y yo les doy vida eterna, y no perecerán jamás». ¡Maravilloso amor de Cristo! Esto sirve de contexto a lo que viene ahora. «Como había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin» (13:1).
La expresión «hasta el fin», es la palabra griega teleios, significa, primero, que los amó de manera perfecta. Y segundo, que los amó con un amor que nunca desistió, que persistió hasta el final. El Señor vivió cosas terribles: el desprecio, la burla, el juicio, los azotes, la cruz y, sobre todo, la ira de Dios, el abandono del Padre; pero nada de eso hizo que él desistiera de su amor por nosotros.
Amor y gloria, en la Cruz
«Entonces, cuando hubo salido, dijo Jesús: Ahora es glorificado el Hijo del Hombre, y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en él, Dios también le glorificará en sí mismo, y en seguida le glorificará» (Juan 13:31-32). ¿Qué significa esta frase tan compleja? Aquí no solo se está revelando el amor de Cristo, sino, en realidad se está revelando el amor del Dios trino, Padre, Hijo y Espíritu Santo. En la hora de la cruz, la Trinidad está plenamente comprometida. Y aquí tenemos la revelación suprema del amor de Dios.
«Ahora es glorificado el Hijo del hombre». La gloria del Hijo no solo se refiere a su exaltación a la diestra del Padre. Su gloria se manifiesta de manera más plena en la cruz. El Hijo es glorificado en la cruz, y también lo es el Padre. La cruz señala algo mayor que todo lo demás que se pueda revelar. Es «el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento» (Ef. 3:19). Así nos ama Cristo.
No solo el amor de Cristo se revela en la cruz; sino también el amor del Padre por nosotros. Lo sabemos, porque Jesús mismo lo dice esa noche a sus discípulos y les explica por qué debe ir al Padre. «No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios, creed también en mí» (Jn. 14:1). «No se confundan, no se angustien, no dejen que lo que ocurrirá turbe sus corazones».
El amor del Padre
Dice el Señor a Pedro: «A donde yo voy, no me puedes seguir ahora. Le dijo Pedro: Señor, ¿por qué no te puedo seguir ahora? Mi vida pondré por ti. Jesús le respondió: ¿Tu vida pondrás por mí? De cierto, de cierto te digo: No cantará el gallo, sin que me hayas negado tres veces» (13:36-38).
Ninguno de ellos podía seguirlo, porque él tenía que ir a una cruz y recibir el castigo de la ira de Dios. Nuestra culpa, nuestro pecado sería cargado sobre él y él sería castigado por nosotros. Por lo tanto, ¿quién lo puede seguir? Nadie, porque la redención es solo obra suya. Solo después que su obra sea consumada, que él haya resucitado, todos lo podrán seguirle.
Entonces, Jesús los prepara, diciéndoles: «No se turbe vuestro corazón». Y les explica: «En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros» (12:2-3). Él revela no solo su amor, sino el amor del Padre, obrando en la cruz.
En la Biblia, la «casa» es el lugar donde alguien vive, pero también significa la descendencia de una persona. Y aquí, ambos significados están involucrados. «La casa de mi Padre». La casa es el lugar donde mora el Padre y su familia. Pero sabemos que, por toda la eternidad, en esa morada siempre habitó solo un Hijo, «el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre» (1:18).
Pero Dios, en su gran amor, nos dio a su único Hijo, para que muchos otros hijos pudieran llegar a su Casa. Y para eso él ha venido al mundo. Entonces, dice: «En la casa de mi Padre muchas moradas hay». La palabra morada, significa literalmente pieza, en griego.
Cuando los padres saben que viene un bebé en camino, preparan con amor un cuarto, para acogerlo. En las palabras de Jesús, en casa del Padre hay muchos cuartos. El Padre está esperando esos hijos, porque la Escritura dice que él nos amó y nos escogió antes de la fundación del mundo.
El Unigénito del Padre
Fue decretado desde la eternidad que el Hijo vendría al mundo a rescatar y a salvar a esos hijos, a preparar lugar para ellos y llevarlos a la gloria del Padre. Pero recuerden, allí, Dios tenía un solo Hijo, el Unigénito Hijo. Solo Juan usa esa expresión (gr. monogenes) en su Evangelio, para aplicarla a Jesús. Veamos por qué.
«Aconteció después de estas cosas, que probó Dios a Abraham, y le dijo: Abraham. Y él respondió: Heme aquí. Y dijo: Toma ahora tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas, y vete a tierra de Moriah, y ofrécelo allí en holocausto» (Gén. 22:1-2). La palabra hebrea traducida aquí como único, significa Unigénito.
Abraham tomó a su hijo Isaac y caminó con él rumbo al monte Moriah. Hay una figura hermosa ahí, del hijo que toma la mano del padre y camina con él, obedientemente, sin decir palabra. El padre lleva a su hijo al sacrificio. Isaac es tipo de Cristo, Abraham lo es del Padre, y ambos van juntos.
«Entonces habló Isaac a Abraham su padre, y dijo: Padre mío. Y él respondió: Heme aquí, mi hijo. Y él dijo: He aquí el fuego y la leña; mas ¿dónde está el cordero para el holocausto? Y respondió Abraham: Dios se proveerá de cordero para el holocausto, hijo mío» (v. 7-8).
Ahora, cuando Abraham va a sacrificar a Isaac, el ángel de Jehová detiene la mano de Abraham. Y le dice: «No extiendas tu mano sobre el muchacho, ni le hagas nada; porque ya conozco que temes a Dios, por cuanto no me rehusaste tu hijo, tu único». Entonces allí cerca había un carnero enredado en un zarzal, y ese animal sustituyó a Isaac en el sacrificio.
Dios dice: «Por mí mismo he jurado, que por cuanto has hecho esto, y no me has rehusado tu hijo, tu único hijo; de cierto te bendeciré, y multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo y como la arena que está a la orilla del mar … En tu simiente serán benditas todas las naciones de la tierra».
¿Cómo Dios podía cumplir su promesa de bendecir a las familias de la tierra? Había solo un camino. Dios tendría que ofrecer a su Hijo, pero a diferencia de Isaac, no habría quién detuviera su mano. El Padre entregó a su único Hijo, en la cruz, y allí vemos revelado este doble amor.
No soltó nuestra mano
Normalmente enfocamos la cruz desde la perspectiva del amor de Cristo, y es verdad, allí se revela el gran amor con que él nos amó. Pero recordemos que también el Padre estaba allí expresando su amor por nosotros, porque él estaba entregando a su propio Hijo.
Jesús en la cruz clama: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?». No solo son palabras, es un hecho: él fue abandonado por el Padre, algo inimaginable para nosotros. Por eso, él había orado en Getsemaní. Aquella oración angustiosa nos desconcierta, porque nunca le vimos abatido hasta aquel extremo. «Mi alma está muy triste, hasta la muerte» (Mat. 26:38).
Aquella noche, el Señor sintió terror, y no es que él tuviera miedo a la muerte, porque él es el autor de la vida, él es la resurrección y la vida. La muerte no tiene poder sobre él. No era eso lo que él temía, sino beber la copa de la ira de Dios. «¡Horrenda cosa es caer en manos del Dios vivo!» (Hb. 10:31).
Como la figura de Abraham e Isaac caminando de la mano, el Padre caminó siempre de la mano de su Hijo. Desde la eternidad, el propósito entero de la vida del Hijo de Dios ha sido su Padre, así como el Hijo ha sido desde la eternidad el propósito del Padre. Uno y otro viven para amarse eternamente.
Todo eso se quebró, por un instante, sobre la cruz. No solo el Hijo quedó solo; también el Padre vio a su Hijo morir y tuvo que abandonarlo. No solo el corazón del Hijo se partió sobre la cruz; también el corazón del Padre, figuradamente, se partió mirando la cruz, pero ni el Padre ni el Hijo abandonaron su propósito de amarnos de esa manera. Así Dios nos reveló su amor.
Un hermano dice que, cuando Jesús vino al mundo, él, en un momento, con una de sus manos, tomó la nuestra para ir con nosotros, y de la otra mano sostenía la mano del Padre, y él caminaba tomado de esas dos manos.
Pero, en Getsemaní, se le presentó una elección inevitable: Él tenía que soltar una de esas manos. Si soltaba la nuestra, podía asegurar la de su Padre por toda la eternidad, pero si soltaba la del Padre, podía asegurar la nuestra. Entonces, Jesús soltó la mano del Padre, pero aferró la nuestra hasta el fin, y no la soltó.
Y cuando entró en el horno ardiente de la ira de Dios, el Hijo de Dios sufrió el desprecio, los escupos, el suplicio, la vergüenza, la humillación, el camino de la cruz. Y, cuando el peso de la cruz era tan grande, porque ya había perdido casi toda su sangre, siguió adelante, pero no soltó tu mano ni la mía.
Lo vimos golpeado por Dios, afligido, pero no fue por él, sino por causa de nosotros. Sus dolores fueron nuestros dolores; sus heridas, las nuestras. Eso era lo que nosotros merecíamos, pero el Señor tomó nuestra mano, nos escondió en él, para que la ira de Dios no nos alcanzara.
El rol del Espíritu Santo
Esto es lo que el Espíritu Santo quiere derramar en nuestros corazones, para que sepamos que somos amados de esta manera incomprensible. No puedes explicar este amor con palabras, pero es real. Él no desistió, y no soltó tu mano ni la mía. ¡Bendito sea el Señor!
A veces, al pasar por situaciones dolorosas, pensamos injustamente, que Dios no nos ama; pero esta es la prueba de su amor. Si él no soltó tu mano en esa hora terrible, nunca la soltará. Ni la muerte, ni la ira de Dios que cayó sobre él pudo arrebatarnos de su mano, porque así él nos amó.
Por eso Pablo dice que conocer el amor de Cristo excede todo conocimiento. Mas, no solo el amor del Cristo, sino el mismo amor del Padre. Pero aquel día el Padre no perdonó a su Hijo en la cruz, ¿por qué? Para perdonarnos a todos nosotros, eternamente. El Padre demostró su amor en la cruz, el Hijo mostró su amor en la cruz y el Espíritu Santo derrama ese mismo amor en nuestros corazones.
A veces, al hablar del camino de la cruz, nos parece tan duro, tan pesado. Es cierto que hay dolor. Pero ese no es el significado profundo de este camino. El camino de la cruz es que tu vida pecadora fue intercambiada por la suya en la cruz. Él tomó tu vida como suya y terminó con esa vida en la cruz.
Entonces, el camino de la cruz significa que el Espíritu Santo ahora, amorosa y pacientemente, va a ordenar todas las circunstancias de tu vida. A veces, son tratos que nos parecen duros, pero el propósito es uno solo: que la vida de Cristo, que ahora es tuya, se convierta realmente en tu propia vida.
Nosotros nos aferramos a las viejas costumbres. Entonces el Espíritu Santo trata con nosotros para que abandonemos todo aquello y aprendamos a vivir por su propia vida, mucho mejor que la nuestra.
El Dios trino presente en la cruz
El Señor dijo a sus discípulos: «Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado» (Juan 13:14). Este mandamiento solo puede ser dado una vez que hemos conocido su amor, porque la condición es: «como yo os he amado».
La ley decía: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lev. 19:18), y esa es la mayor medida de amor que el hombre natural puede alcanzar. Pero hay un amor mayor, que es el amor de Cristo y ese amor está en nuestros corazones, derramado por el Espíritu Santo.
«Un mandamiento nuevo os doy». Porque esta vida que él nos da es una vida de donación, de entrega, de sacrificio por otros. «Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida, en que amamos a los hermanos. El que no ama a su hermano, permanece en muerte» (1 Juan 3:14). Entonces, ¿cómo sabemos que efectivamente su vida ha sido intercambiada por la nuestra? En que amamos a los hermanos, porque esa es la cualidad de su propia vida, mostrada en la cruz de manera sublime.
«Sed, pues, imitadores de Dios como hijos amados. Y andad en amor, como también Cristo nos amó, y se entregó a sí mismo por nosotros» (Ef. 5:1-2) ¿Cuál es el sello de esa vida intercambiada? Es una vida de amor por los hermanos, una vida de entrega, de sacrificio, por aquellos que el mismo Señor amó.
Resumiendo, en la cruz se revela el amor del Padre, que dio a su Hijo, que entregó todo lo que tenía. Todo lo que tiene el Padre es su Hijo, y él lo entregó y no lo perdonó, por amor a nosotros. En la cruz se reveló el amor del Hijo, que no soltó nuestra mano aun cuando soportó todo el peso de la ira de Dios. Y en la cruz también se revela el amor del Espíritu Santo, que es el amor del Padre y del Hijo y que él derrama y hace real en nuestros corazones por el poder de la cruz. ¡Bendito sea el Señor!
Síntesis de un mensaje oral impartido en el
Retiro de iglesias en Rucacura (Chile), en enero de 2025.