Cierta vez el predicador William Dawson (1773-1841) predicaba en Londres. Una noche dijo en su mensaje que Cristo quería salvar al peor hombre de Londres, y que lo salvaría si tan sólo ese hombre se rindiera a Cristo.

Una bondadosa y débil ancianita, que siempre procuraba hacer el bien, y que esa noche estaba entre los presentes, salió para ver a un hombre que ella muy bien conocía, que estaba moribundo en una cama de paja. Le dijo lo que le había escuchado decir al predicador. El hombre no quiso creerlo y sacudió la cabeza. Había sido muy pecador en su vida y duro de corazón.

La anciana fue, entonces, a ver al predicador y le dijo: «Usted tiene que venir a ayudarle. Yo no soy capaz de hacerlo».

William Dawson fue. E inclinándose sobre su cama, le dijo: «¿Cómo está, amigo?». El hombre le contestó: «Yo no soy su amigo, ni usted lo es de mí. No tengo amigos; no tengo derecho a ninguno».

Pero Dawson prosiguió con palabras bondadosas, y dijo: «Sí, yo soy su amigo, y por ello he venido». Siguió hablando y añadió: «Pero eso no es todo. Jesús, el gran Salvador, es su amigo, y le ha amado lo suficiente para morir por usted, y si usted lo quiere, él le tomará y le salvará, aun en esta terrible condición a que usted ha llegado».

El hombre escuchó y su corazón se suavizó, y respondió: «¡Oh si eso pudiera ser verdad! Me gustaría ser perdonado! ¡Me gustaría ser salvado, si él quiere hacerlo!».

Entonces Dawson citó algunas de las grandes promesas: «Venid luego, dice Jehová, y estemos a cuenta: si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana». Y también: «Si alguno tiene sed, venga a mí y beba». Así continuó citando pasajes, y entonces dijo: «Amigo mío, voy a orar por usted, y mientras oro, diga usted al Salvador lo pecador que es usted, pero que usted quiere rendirse a él, para que él sea su Salvador». El pobre hombre hizo su rendición, y su gozo y su paz fueron entonces muy profundos.

Entonces dijo: «Yo puedo morir en absoluta paz, si solamente se me otorgara una cosa». «¿Cuál?», preguntó Dawson. El hombre replicó: «Yo soy la oveja negra en la familia de mi padre. Cometí un horrendo crimen cuando era joven y quebranté los corazones de mis padres y manché el hogar, y cuando al fin volví a casa, mi padre fue muy severo. Salió a verme, y me dijo: «Joseph, si tú faltas así, allí está la puerta, y no te molestes por nosotros». El hombre siguió diciendo: «Le tomé la palabra y no volví más a ellos. Me hundí en las profundidades más hondas del pecado. Pero ahora, por fin, he vuelto a Cristo, y en su maravillosa misericordia él me ha perdonado. Si solamente pudiera oír a mi padre decir: ‘Joseph, yo también te perdono’, yo podría partir sin ninguna nube».

William Dawson le dijo: «¿Dónde vive su padre?». El moribundo se lo dijo, y Dawson fue, calle tras calle, hasta dar, por fin, con la casa. Tocó el timbre. La puerta se abrió y un anciano de aspecto venerable y digno, salió, y le preguntó su nombre. Él era el padre del moribundo. Entonces William Dawson comenzó a decir: «He venido para hablarle de su hijo Joseph». La mano del anciano se levantó en un gesto de rechazo. «Yo tuve una vez un hijo, pero él nos avergonzó, y yo le mostré la puerta de la calle. Si usted, señor, tiene algo que decirme de él, allí está la puerta para usted también».

Dawson se detuvo. ¿Qué podía decir? Esperó un momento más, y dijo: «Bien, me iré, señor. Lo siento. Su hijo Joseph está muriendo, y pronto pasará a mejor vida. Dios le ha perdonado, y él suspira porque usted le diga que lo perdona también.»

Entonces la orgullosa cabeza de aquel anciano se inclinó, y lloró con gran dolor. «Oh Señor, ¿está mi hijo muriéndose? ¿Mi pequeño Joseph? ¿Mi hijo, el que se sentaba sobre mis rodillas? ¿Mi hijo se muere y quiere que yo lo perdone? ¡Oh, señor, lléveme a verle tan pronto como usted pueda!».

William Dawson le dijo que se dieran prisa, pues podían llegar tarde. El coche de caballos corrió por esas calles, y pronto estuvo el anciano junto al lecho del hijo moribundo. Tomó ese esqueleto en sus brazos y lo abrazó como una madre aprieta a su niño a su pecho, y sollozó de lo profundo de su atribulado corazón.

El hijo moribundo le dijo: «Padre, Dios me ha perdonado. Lo sé. Pobre pecador como soy, me he rendido a él, y él me ha perdonado. Oh, padre, yo solamente quiero que me perdone usted también».

El padre dijo: «¡Hijo mío, mi precioso hijo, si yo solamente hubiera sabido que querías que te perdonara; yo nunca habría resistido tu deseo!».

G. W. Truett, en «Sermones escogidos».