Diálogos entre Teología y Filosofía.

«La expresión ‘filósofos de la sospecha’ fue acuñada por el filósofo francés Paul Ricoeur en 1965 para referirse a los tres pensadores que desenmascaran la falsedad escondida bajo los valores ilustrados de racionalidad y verdad. Desde la hermenéutica (teoría de la interpretación), Ricoeur propondrá realizar una arqueología del sujeto para desvelar qué hay de auténtico bajo los valores morales y la verdad (referido a Nietzsche), la ideología (referido a Marx) y las acciones del ser humano (referido a Freud)».

Al desenmascarar la falsedad escondida de todas las acciones humanas –incluso de aquellas más altruístas– queda al descubierto que, en definitiva, lo que mueve al hombre es el deseo egocéntrico de satisfacción (Sigmund Freud), la «voluntad de poder» (Friedrich Nietzsche) y la dominación económica (Karl Marx). Esto es lo realmente auténtico del hombre. Lo demás son formas ‘camufladas’. Esto es lo mismo que afirma la Escritura cuando dice que «todos están bajo pecado» (Rom. 3:9).

En esta oportunidad, citaremos la descripción magistral que hace el teólogo Antonio Bentué3, a la luz de las intuiciones de estos «filósofos de la sospecha», de la situación alienada del hombre en el mundo:

«Nacemos y nos encontramos en la vida llevados constantemente por un deseo. La vida se sustenta espontáneamente en un puro deseo de satisfacción egocéntrica. El recién nacido no puede soportar que su deseo no sea cumplido. Confunde la realidad con su propio deseo; esa realidad debe someterse siempre a su impulso egocéntrico de satisfacción. Esa estructura espontánea del ser humano recibe en psicología profunda el nombre de narcisismo.

Ahora bien, el tiempo en que podemos mantener con cierta tranquilidad nuestro narcisismo es corto: el período intrauterino o fetal –que constituye el sueño paradisíaco del deseo narcisista–, y quizás los dos primeros años de vida. Pero en seguida la realidad ajena a nuestro deseo espontáneo comienza a hacerse sentir con fuerza. Ya el mismo acto de nacer constituye la primera gran frustración del deseo. Debemos renunciar a la pura pasividad ‘fetal’ y afrontar el mundo, con su oposición a nuestro deseo narcisista. Por eso el ser humano nace llorando.

La lucha entre el deseo espontáneo de satisfacción egocéntrica y la realidad frustrante irá tomando mayor vehemencia. Los estudios actuales psicoanalíticos atribuyen a los primeros años de vida una importancia decisiva en esa lucha, que constituye la cuna de los síntomas neuróticos ulteriores.

Nuestra vivencia primera nos lleva, pues, a constatar la experiencia humana, en primer lugar como existencia mortificadora: el deseo de vivir según el principio espontáneo de satisfacción choca con el obstáculo de la realidad que no corresponde a aquel deseo, sino que lo mortifica.

Así, esta experiencia del inicio de la vida, que no por ser inconsciente es menos real y cruda –sólo basta recordar que a ese período corresponde la incubación de las neurosis–, pone al hombre inmediatamente frente al problema fundamental de su existencia: la muerte.

Problema de la muerte

El deseo egocéntrico de satisfacción es, antes que nada, deseo de vivir. Ahora bien, la existencia nos impone un límite absolutamente insuperable y frustrante del deseo: la muerte.

El obstáculo de la muerte se nos hace más patente en determinadas circunstancias (muerte de los seres más queridos, peligros graves de la propia muerte…). En esas situaciones la vida llega a achicarse tanto que nos parece como si todo se muriese a nuestro alrededor. Todo se ensombrece y parece inconsistente. Cuántas veces hemos oído hablar de enamorados que, al separarlos la muerte, se suicidan o se sienten absolutamente incapaces de seguir viviendo, puesto que todo se ha muerto para ellos. Esta sensación puede parecernos irreal y debida a los ‘nervios’; sin embargo, en el fondo nos hace experimentar el problema radical de la muerte. ¿En qué consiste esa radicalidad del problema? En lo siguiente: el hombre se encuentra en la existencia como el único consciente. Esa conciencia lo hace precisamente hombre. Vive y sabe que vive. Este privilegio lo convierte en el único viviente capaz de dar sentido a todo lo demás. La existencia necesita absolutamente de una conciencia para tener sentido y ése es el hombre; por eso es el ‘rey de la creación’.

Pero ese mismo privilegio es un arma de dos filos, puesto que se convierte en su propia desgracia: el hombre si bien es el único que sabe que vive, también es el único que sabe que va a morir. Esa conciencia hace del hombre el más desgraciado de los vivientes, puesto que es el único que conoce la frustración como ley básica de la existencia. Pero además, esa situación convierte su existencia en un posible absurdo. En efecto, si bien sólo él es capaz de dar sentido a todo gracias a su conciencia, en cambio, el mismo se encuentra amenazado por el fin de su conciencia dadora de sentido.

No es necesario prolongar más estas reflexiones para reconocer que la muerte, sin duda alguna, constituye un problema radical para el hombre de todos los tiempos y lugares.

Es el dato de la existencia. Su solución valdrá, pues, en la medida que respete íntegramente la situación vivida, sin camuflarla o alienarse de ella.

Problema de la vida

La muerte es, sin duda, el principal problema de la vida. Cualquiera cosa es tolerable por «salvar la vida».

Sin embargo, la vida constituye también un problema fundamental en sí misma. Tanto es así que una vida sin muerte podría constituir para muchos –o quizá para todos– un problema mayor que el que plantea la perspectiva de morir. En efecto, la muerte en la situación actual del hombre puede aparecer a menudo como la solución al problema de la vida, a su monotonía, a su vacío, al sentimiento radical de inconsistencia.

La vida puede, de hecho, experimentarse como tremendamente decepcionante y hasta absurda en sí misma. Una vida que en último análisis, por encima de los fuegos artificiales de la técnica y del progreso, puede reducirse a ‘pasar la vida’: trabajar para comer, comer para trabajar y eso hasta morir; y de ahí otros siguen en el mismo ciclo indefinidamente. Necesitamos hacer ‘obras’ que duren para evitar esa sensación angustiante de inconsistencia. Pero ¿esas ‘obras’ no camuflan precisamente el problema básico de la vida? ¿No queda el hombre finalmente siempre solo en su conciencia? ¿O no sería una solución más ‘práctica’ simplemente quedarme con el pedazo de placer que la vida quisiera brindarme? Pero si esa fuese la solución haríamos imposible la cultura y, finalmente, la vida del hombre; pues caeríamos nuevamente en la ‘ley de la selva’.

A este respecto es particularmente sugestivo el pensamiento famoso del Eclesiastés: «Proclamé dichosos a los muertos que se fueron, más dichosos que los vivos que viven todavía y más dichosos aún a los que nunca vivieron y no vieron lo malo que debajo del sol se hace» (4:2-3).

Problema de la convivencia

Lo dicho últimamente lleva a plantearse el problema de la convivencia. Y es quizá en este punto donde la existencia resulta más penosa.

El amor, la solidaridad, la fraternidad universal son palabras bonitas que a menudo pueden simplemente intentar encubrir una mala conciencia. Pero el problema es más agudo aún: ¿Hasta qué punto es realmente posible la convivencia sincera o el amor desinteresado?

Si reseguimos la historia de la humanidad, podemos constatar con facilidad que los móviles históricos y los sucesos que marcan la historia no son precisamente factores de convivencia o de amor, sino más bien de ‘victorias’ o ‘derrotas’; es decir, de vencedores y vencidos. Y los ‘armisticios’ o pactos de convivencia suelen ser imposiciones del más fuerte sobre el más débil. Esto no significa que el más débil tenga que soportar un trato injusto porque perdió sin razón; a veces el vencido, intentaba también él imponerse injustamente (por ejemplo, la derrota de Hitler). La situación humana latente no es la de tender a la convivencia, sino a la ‘voluntad del poder’.

Si analizamos el problema, no desde un punto de vista histórico-social sino individual, podemos llegar a conclusiones no menos frustrantes.

Los móviles naturales del ser humano no son precisamente altruistas. El egocentrismo radical del psiquismo del hombre marca todas sus actuaciones; en muchos casos aparece a primera vista la tendencia espontánea de buscar mi interés aunque sea a costa del interés del vecino. Y cuando el egocentrismo parece ausente, no es difícil detectarlo camuflado en nuestros mismos actos ‘altruistas’ o benéficos.

En este sentido la ‘sospecha’ que el psicoanálisis freudiano ha proyectado sobre todas las aparentes formas altruistas o desinteresadas del hombre, por medio de su estudio de los mecanismos subconscientes de nuestro psiquismo, da que pensar. ¿El amor es realmente posible, en definitiva? ¿O no es quizá más que una forma ‘camuflada’ de egocentrismo? ¿No será, pues, una triste realidad la experiencia que la antigüedad clásica formuló con la famosa frase «Homo homini lupus» (El hombre es un lobo para el hombre) y que un pensador actual –Sartre– ha expresado también con la afirmación de que «el otro es el infierno»?

Ahora bien, la falta de convivencia se presenta como eminentemente problemática cuando el hombre no resulta ser un lobo para otro lobo, sino que aparece siendo lobo para una oveja. Es el problema agudo de la injusticia hecha a los inocentes. Problema que ya torturó a Job (Job 16-17) y que constituye uno de los ‘argumentos’ principales del ateísmo existencial contemporáneo.

Alienación y opresión

La estructura egocéntrica del ser humano determina, por otro lado, la agudización del problema del hombre no ya a nivel ontológico4 descrito hasta ahora, sino a nivel histórico (óntico). El problema radical de la muerte, la vida y la convivencia, que afecta al hombre como tal, se «camufla» bajo formas de alienación opresora, que es importante detectar.

El espectro de la muerte provoca en el hombre la búsqueda de vivir al máximo, evitando en lo posible el cuestionamiento radical planteado por ese tener que morir. De esa forma, la vida tiende a convertirse en un esfuerzo frenético de acción (poder) y evasión (confort y riqueza), que permita experimentar la ‘seguridad’ en la vida. Pero ese intento de negar la muerte y vivir la vida plenamente está marcado por el egocentrismo radical de nuestra estructura psicobiológica. Ella hace de la lucha por la vida una lucha selvática para ahuyentar o disimular al máximo la amenaza de la muerte. La historia va desarrollándose así en función del ‘poder’. Los que ‘pueden’ más buscan vivir mejor, arrasando en su camino a los que pueden menos. Los mecanismos subconscientes o dialécticos de esta lucha por el poder, que permita vivir mejor y camuflar el espectro de la muerte, han desembocado en las situaciones históricas de un mundo de hombres y mujeres radicalmente desiguales, en donde el poder de un sector minoritario permite a unos pocos gustar opulentamente de la vida a costa de que otros muchos queden sumidos en la miseria.

Las grandes mayorías del mundo viven una pobreza crónica y en aumento, correlativa a la riqueza sin límites de grupos ‘desarrollados’ y superdesarrollados.

Con el fin de poder mantener esa situación intolerable para la gran masa de pobres, las minorías poderosas tienen que emplear formas cada vez más sofisticadas de control que permitan asegurar ese ‘equilibrio’ desigual del poder a su favor. De esta manera se desarrollan las diversas carreras armamentistas y los sistemas de espionaje que pretenden imponer los propios intereses hegemónicos.

Así el poder de los más dotados es ejercido para perpetuar sus intereses y aumentarlos, manteniendo controladas las ansias de sobrevivencia de las mayorías. Un factor fundamental de ese control está constituido por la manipulación de los sistemas de valores transmitidos por los medio de comunicación de masas.

De esta forma la huida alienante del hombre ante su propia inconsistencia mortal y egocéntrica, provoca la búsqueda desesperada de riqueza, que permita experimentar la vida propia como fundada. El ansia de posesión de riqueza desencadena a su vez la lucha por el poder, que asegure el logro creciente de los bienes a costa de mantener fuera de competencia a las grandes masas utilizándolas sólo como productoras y multiplicadoras de bienes de capital para unos pocos.

A su vez, para que la riqueza y el poder puedan mantenerse con mayor seguridad y tranquilidad de conciencia, esos mismos centros de poder manipulan los criterios sociales de los valores. De acuerdo a ellos, valen los que ‘tienen’. Los grandes ricos y poderosos se proyectan como ‘admirables’ y deseables (sólo basta observar la mayoría de los réclames de propaganda televisiva y gran parte de las producciones cinematográficas y de los magazines y teleseries de consumo masivo). La idolatría de la riqueza y del poder es así legitimada como valor. Las masas tienden también a aceptar como buena esa estructura y a desear participar en ella.

Para mantener esa valoración en la gente, el mismo sistema se preocupa de alimentar en las mayorías desposeídas la ilusión de que podrán algún día también entrar en el mundo de los que ‘tienen’ riqueza y poder: expectativas de una educación de los hijos que les permitirá ‘surgir’, o expectativas populares de ‘loterías’ futbolísticas o de sorteos que cambiarán su suerte; asimismo interés por las novelas o noticieros ‘románticos’ sobre gente ‘aristocrática’ o idolatrada, que alimentan en los mismos pobres el gusto por saber y admirar lo que ocurre en la vida de príncipes y princesas, artistas y cantantes famosos».

La pretensión alienante de que el ‘tener’ funda al hombre, dándole consistencia valórica, permite así mantener, e incluso agudizar, la situación opresiva de unos pocos a costa de la mayoría desposeída y consolada de su miseria por la ilusión de que, gracias a los mismos mecanismos del sistema imperante, podrán algún día también ellos entrar en el ‘mundo de fantasía’ del confort, el poder y el dinero.