La sabiduría de edificar la casa sobre la Roca.

Todo aquel que viene a mí, y oye mis palabras y las hace, os indicaré a quién es semejante. Semejante es al hombre que al edificar una casa, cavó y ahondó y puso el fundamento sobre la roca; y cuando vino una inundación, el río dio con ímpetu contra aquella casa, pero no la pudo mover, porque estaba fundada sobre la roca. Mas el que oyó y no hizo, semejante es al hombre que edificó su casa sobre tierra, sin fundamento; contra la cual río dio con ímpetu, y luego cayó, y fue grande la ruina de aquella casa».

– Lucas 6:47-49.

Al finalizar el sermón del monte, en el evangelio de Mateo, el Señor concluye con una exposición clara sobre la edificación, pero, de una edificación individual, es decir, de nuestra responsabilidad particular, pues se trata de «su casa».

El Señor cita dos tipos de hombres y hace una comparación en relación a la construcción de una casa. Un hombre es prudente y el otro, insensato; tanto el uno como el otro tienen una misma característica: la de oír. Pero, lo que diferencia entre uno y otro está en que la realidad del oír consiste en colocar en práctica aquello que fue oído. Y la idoneidad de cada uno se revela según el lugar donde se edifica la casa: una en la roca y la otra en la arena.

En esta actitud práctica, el Espíritu Santo nos conduce a edificar la casa en el lugar correcto, o sea, en la Roca.

Este pasaje sólo se comenta nuevamente en el evangelio de Lucas. Y Lucas incluye algunos detalles que podemos destacar: aquellos «que vienen» a Cristo, los «que oyen» sus palabras, y «las hacen».

En este respecto, el Señor hace una comparación. En este pasaje se nos dice que venir hasta él nos permite oír, pero que eso solo no es suficiente: el resultado de aquel que oye se encuentra en el fruto de su reacción; o sea, en colocar lo oído en práctica, y con eso, aprender a disfrutarlo, conociendo más y más al Señor.

La diferencia entre el oír y el conocer

En el Antiguo Testamento, en el Primer libro de Samuel capítulo tres, en el episodio del llamamiento del niño Samuel, tenemos una hermosa experiencia que nos enseña sobre la diferencia entre el oír y el conocer.

El Espíritu Santo da testimonio de que, aunque Samuel estaba oyendo el llamado, todavía no conocía al Señor y, por eso, su Palabra aún no le había sido revelada. (1 Sam. 3:7).

Lo que calificó el posterior conocimiento de Samuel en relación al Señor y la revelación de su Palabra, fue fruto de su actitud de escuchar, revelada en su pronta respuesta: «Habla que tu siervo oye».

La medida del hablar de Dios está de acuerdo con nuestra respuesta cuando lo oímos, y el fruto de esta respuesta viene al poner en práctica aquello que oímos de la boca del Señor. «Pues no sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Deut. 8:3).

En lo ocurrido en la experiencia de Samuel, se da a entender que Elí tenía cierto grado de»conocimiento», no obstante, no fue él quien oyó la voz del Señor. Él no sólo estaba perdiendo la audición, sino también, literal y espiritualmente, la visión. Perdió completamente la visión de Dios, y con ello adquirió una sordera espiritual.

Solamente cuando por tercera vez el Señor llama a Samuel, Elí entiende que el Señor estaba llamando al niño. Elí tenía conocimiento de los ritos y las ceremonias, e incluso de los escritos canónicos, sin embargo, no fue él quien oyó al Señor, sino un niño.

La madurez espiritual no se adquiere por el solo conocimiento; lo que refleja la realidad de ese conocimiento es la manifestación de la vida de Cristo en nosotros.

Samuel llegó a conocer al Señor a través de una experiencia práctica, y en la comunión con él, la palabra comenzó a serle revelada.

«Y Samuel crecía, y el Señor estaba con él, y no dejó caer a tierra ninguna de sus palabras». De este modo, el testimonio del Señor fue restaurado.

«Y Jehová volvió a aparecer en Silo; porque Jehová se manifestó a Samuel en Silo por la palabra de Jehová» (1 Sam. 3:21). Cuando comparamos este pasaje con el pasaje de Lucas, vemos la importancia del oír relacionado con la acción.

Primero, este hombre prudente cava. Una vida que no escatima esfuerzo, cavando y cavando, y con eso, abriendo una profunda zanja. Cavar en la roca, y aún más, con profundidad, no es algo fácil. Esta edificación no puede ser algo en la superficie, tiene que ser profunda.

La profundidad en Cristo trae seguridad, pues aprendemos a confiar en el Señor a través de las circunstancias. La presencia de la cruz revelará el nivel de profundidad que tenemos en Cristo.  Solamente la disciplina del Espíritu puede forjar en nosotros el carácter de Cristo; y esto se realiza cuando aceptamos ser tratados por el Señor. Cuando los ríos del día a día vienen sobre nosotros para revelar nuestro nivel de profundidad en Cristo, revelan también dónde hemos edificado nuestra casa, si ha sido en la roca o en la arena.

El hombre insensato ni siquiera se dio el trabajo de poner fundamentos. No sólo comenzó la edificación en un lugar errado, sino que también buscó algo más fácil. Aún más, pudiera ocurrir que él hasta colocara los cimientos, pero sobre la base errada, en un lugar donde no hay seguridad alguna. Podría incluso sostenerse hasta el momento de la creciente, pero al venir los torrentes de la inundación, la estructura se rompería.

El conocimiento no es suficiente cuando está presente la insensatez. Si no hay una vida práctica, las pruebas van a revelar con precisión el lugar donde está siendo construida «su casa», y luego sigue la ruina.

Recuerde que la casa edificada sobre la roca no fue conmovida. Ella fue bien construida, tenía fundamentos, y también profundidad.

Usted puede tener los fundamentos; sin embargo, éstos tienen que ser profundos y estar en el lugar adecuado, que es sobre la roca. La roca, que es una clara figura de Cristo, jamás será conmovida.

El salmista dijo: «Desde el cabo de la tierra clamaré a ti, cuando mi corazón desmayare. Llévame a la roca más alta que yo» (Sal. 61:2). Si no estamos en Cristo, somos remecidos con facilidad.

Una buena edificación tiene que tener una zanja bien profunda, para entonces, colocar los cimientos sobre la roca.

La lección de los mejillones

Cuando vamos al litoral, percibimos que, en algunos lugares, existe una gran cantidad de rocas, algunas de las cuales se precipitan en el mar. La llamamos zona de «afloramientos rocosos». En estos afloramientos rocosos existe una enorme variedad de criaturas que sobreviven gracias al movimiento de las mareas. Entre ellas tenemos una que es muy apreciada por el arte culinario; se trata de un molusco que tiene el nombre común de mejillón. Él se alimenta filtrando el agua de mar, sacando de ella los nutrientes.

Estas criaturas permanecen pegadas a la roca, aún cuando estén horas sumergidas y sufran inclemencias, con el constante golpear de las olas sobre la roca, y a veces incluso, de las intensas corrientes.

Existe una ciencia llamada «bioingeniería». Esta ciencia estudia la forma de aplicar lo que los organismos poseen, sea en la náutica, aeronáutica, genética y otras áreas.

La bioingeniería viene investigando e intentando sintetizar el tipo de adhesivo que los mejillones utilizan para fijarse a la roca. Aun sumergidos en el agua y sufriendo toda clase de inclemencias, continúan pegados a la roca. ¿Qué tipo de pegamento es este?

Ellos creen que cuando consigan sintetizar este pegamento, descubrirán uno de los adhesivos más eficaces y poderosos para la industria, principalmente para la industria naval. Tal pegamento podría fijar acero con acero sin necesidad de soldar, evitando así rupturas inesperadas en los cascos de los navíos.

En figura, somos como esos mejillones. Si estamos adheridos a la roca nada nos puede afectar, sean las olas de la vida, los torrentes de la inundación, o cualquier otra cosa, pues quien nos mantiene pegados a la roca es el Espíritu Santo.

En la carta a los Romanos 8:26, la palabra ‘ayuda’ posee el mayor número de letras que todas las demás del Nuevo Testamento griego, totalizando 17 letras: ‘sinantilanbanomai’, que traducida literalmente sería, «pega y no suelta más».

Gracias a Dios por la obra del Espíritu Santo en nuestras vidas, que nos ayuda en nuestras debilidades y nos une a Jesucristo, asegurándonos sin soltarnos, venga lo que venga contra nuestra vida. «Por lo cual estoy seguro que ni la muerte, ni la vida … nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro» (Rom. 8:38-39).

Otro detalle importante es que, cuando los mejillones son removidos de la roca (y esto, con mucha dificultad), por estar tan adheridos a ella, sólo salen con un pedazo de la roca pegado a ellos. Pueden morir, pero la roca sigue adherida a ellos.

Existen mejillones mayores y menores, pero, lo interesante es que los más chicos tienen mejor sabor, mientras que los más grandes no tienen sabor. En el Reino, si usted quiere ser el primero, necesita aprender a servir. Si quiere ser el mayor, tiene que aprender el oficio de esclavo.

Solamente en una postura de humillación, sólo como los más pequeños y sólo como niños podemos exhalar el sabor y aroma de Cristo.

Celso Machado