El propósito de Dios es conformarnos al corazón de su Hijo. Es un camino largo y constante que hay que recorrer, pues aún quedan los surcos y las huellas que dejó el dominio del antiguo corazón.

He hallado a David… varón conforme a mi corazón” (Hch.13:22). “Llevad mi yugo sobre vosotros, y a prended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas; porque mi yugo e fácil y ligera mi carga”.

– Mt. 11:29-30.

La concepción hebrea de la palabra “corazón” lo señala como el centro que gobierna todo el ser y, por consiguiente, todas sus acciones. La Biblia usa la palabra corazón para referirse a los aspectos emocionales, intelectuales y volitivos, entre otros usos. Sabemos que estas tres partes se encuentran en el alma, por lo tanto, bien podría decirse que el corazón es también el alma, de acuerdo a las Escrituras. En el Nuevo Testamento, la palabra corazón es sinónimo de persona.

Desde el Antiguo Testamento, Dios muestra al hombre la necesidad de arrepentimiento y conversión del corazón, haciendo notar que se necesita un corazón nuevo: “Y les daré un corazón nuevo, y un espíritu nuevo pondré dentro de ellos; y quitaré el corazón de piedra de en medio de su carne, y les daré un corazón de carne” (Ez.11:19).

El corazón del hombre

Sabemos que el corazón del hombre es contrario al corazón de Dios. El corazón del hombre es arrogante, duro, rebelde, egoísta y engañoso, entre otros muchos defectos. El de Dios, en cambio, es un corazón manso y humilde.

¡Cuántas veces encontramos a Dios reprochando el corazón de los israelitas! A través de los profetas, Dios persuadía a Israel una y otra vez para que se volvieran de sus malos caminos y de su malvado corazón; pero ellos, haciendo caso omiso, se marchaban en pos de sus ídolos, cometiendo toda clase de pecados contra Dios.

El corazón de los israelitas es el prototipo del corazón de todo el género humano, con excepción del Señor Jesucristo. Esteban reprochó a los judíos: “¡Duros de cerviz, e incircuncisos de corazón y de oídos!” (Hech.7:51). El corazón incircunciso es el corazón no regenerado, no convertido. Es aquel que aún no ha experimentado el nuevo nacimiento. El Espíritu Santo de Dios es el que regenera el corazón llenándolo de la vida de Cristo. Nacer del Espíritu es volver a nacer: Dios ha derramado el Espíritu Santo para que donde quiera que se predique el evangelio las almas sean regeneradas. El Espíritu Santo redarguye de pecado trayendo al convencimiento del pecado a los hombres que han vivido lejos de Dios.

Una vez que la persona está regenerada, ha de aprender a ser manso y humilde de corazón. Es un camino largo y constante que hay que recorrer, pues, aunque tenemos un corazón nuevo y un espíritu nuevo dentro de nosotros, aún quedan los surcos y las huellas que dejó el dominio del antiguo corazón. No es que el corazón viejo haya desaparecido, pues no creemos en la aniquilación del alma, sino en la subyugación de ésta al espíritu. El nuevo corazón es Cristo morando en nosotros.

Antes de la conversión, nuestro espíritu estaba muerto para Dios. Ahora, con el espíritu renacido, hacemos morar a Cristo por la fe en él. Entonces, el cambio de corazón consiste en que antes no teníamos vida eterna porque no habíamos recibido a Cristo; pero ahora que le hemos recibido, Él mora en nuestros corazones y ha pasado a ser la Vida de nuestra vida.

Después de caminar un tiempo hermoso con el nuevo corazón, empezamos a ver las contradicciones de lo antiguo con lo nuevo. Vemos que la vida natural que está en el alma quiere actuar independientemente de la vida de Dios que mora en nuestro espíritu. Es la lucha entre la carne y el Espíritu. Antiguos pecados que estaban vencidos, vuelven a la carga para atacar. El carácter heredado de nuestros padres vuelve a manifestarse. Se pierde de vista el carácter de Cristo, y los demás nos ven a nosotros y no al Señor en nosotros. ¿Qué pasa? Jeremías dice: “Engañoso es el corazón más que todas las cosas” (17:9) Salomón dice a su hijo: “Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón” (Prov.4:23). El Señor Jesucristo dice a las iglesias: “Yo soy el que escudriña la mente y el corazón” (Ap.2:23).

“Conócete a ti mismo”, decían los griegos. La verdad es que nadie se conoce a sí mismo. La mirada introspectiva no sirve como un ejercicio espiritual. Si nos miramos hacia adentro de nosotros sólo hallaremos tinieblas. Allí, en los laberintos del corazón, no hay respuestas para las interrogantes que el hombre se hace a sí mismo. La fe nos dice que sólo mirando a Cristo vemos la luz.

Cuatro tipos de corazones

En la parábola del sembrador (Mat.13) encontramos cuatro tipos de terrenos que representan cuatro tipos de corazones. El sembrador salió a sembrar la semilla del reino. Parte de la semilla cayó junto al camino; otra parte cayó en tierra de pedregales; otra parte cayó entre espinos y abrojos; y finalmente, otra parte de la semilla cayó sobre la buena tierra, la cual dio fruto a treinta, a sesenta y a ciento por uno.

Ninguno de nosotros era naturalmente una buena tierra. El Señor ha estado haciendo una excelente labor en nuestros corazones, pues él sabe, como todo agricultor, que echar semilla en un terreno endurecido, o pedregoso, o lleno de malezas, sería completamente inútil. Él espera que la lluvia de su Palabra remoje y ablande la tierra endurecida que, el tránsito de las personas, la había convertido en camino.

¡Cuántos corazones corresponden a este tipo de terreno! ¡Cuánto tiempo lleva sanar esos traumas del corazón! Esos abusos, esas heridas que aún duelen a causa del desamor; ese ambiente de hogar tan desfavorable; ese padre irresponsable, esa pobreza extrema, esos complejos. ¡Cómo se endureció ese corazón! Pero la bendita palabra de la gracia Dios lo fue ablandando poco a poco. Dios metió su agudo arado hasta dar vuelta la tierra. Luego vinieron los “discos” para cruzarla, y también la “rastra” de largos y firmes hierros, para deshacer los terrones y dejarla apta para ser sembrada con la semilla del reino.

Lo mismo pasó con el corazón que se había llenado del ripio de la religión. Este tipo de corazón representa a los cristianos superficiales. En ellos la palabra del reino no puede penetrar, porque el suelo de tierra es poco profundo, entonces viene el sol y quema las raíces. Así, la siembra se hace infructuosa. El ripio representa el lastre de la religión, cualquiera sea su nombre.

Se puede tener la mejor religión, pero ésta sólo mantiene a los hombres en una apariencia de piedad. Algunos ponen el acento en la vestimenta, otros en las comidas, otros en el estudio de la Biblia (el estudio de la Biblia es bueno pero no como un fin en sí mismo, sino como un medio para que nos muestre a Cristo; de lo contrario es pura letra). Algunos remedan una cierta entonación; otros oran con voz lastimera. Sin embargo, los peores son los que tienen una justicia propia. Sacar este lastre religioso es más difícil que sanar el corazón de los maltratados. Pero hay esperanza. Son muchos los que vienen en estas condiciones, y el Señor tiene poder para limpiarlos hasta dejarlos aptos.

El terreno con malezas es un tipo de corazón mezclado. Este es el tipo de cristiano que convive con el mundo y la iglesia. Quiere la semilla del reino pero también quiere la semilla de otras filosofías. Mantiene compromisos con sistemas políticos, alimentando esperanzas de un mundo mejor a través de la ciencia, el arte y la cultura. Tiene gustos refinados por las cosas bellas de este mundo y disfruta cual hedonista de los placeres que este mundo ofrece. Viene a las reuniones, pero no se compromete; observa a los demás cómo andan en el camino del Señor, los juzga, emite opiniones, no está conforme. Él es un espectador que ve la carrera desde las tribunas. Cree tener la razón en todo. “Ni muy adentro ni muy afuera” es su manera de conducirse.

Hasta que llega el día en que es alcanzado por la palabra del reino. En este punto es de suma importancia el ministerio de la palabra en las iglesias. Los pastores tienen que darse cuenta que ellos solos no son suficientes para edificar a los hermanos. Se necesita el modelo de Efesios 4 para llevar a cabo esta siembra.

Por lo expuesto hasta aquí, queda claro que no hay terrenos naturalmente buenos y que todos necesitamos los oficios del agricultor divino. Le diremos: “¡Señor, envía la lluvia, ablanda nuestros corazones con tu palabra, mete tu arado, quebranta nuestros corazones!”. Sólo entonces los terrenos estarán aptos para recibir la palabra del reino. Tal vez Dios utilizará la palabra de la gracia para ablandar los corazones, sanarlos y limpiarlos, antes de que la palabra del reino pueda ser sembrada y recibida, y dar así el fruto anhelado.

El corazón de Jesús

El Evangelio de Mateo nos presenta a Jesús como el Rey. Nos dirá que la característica de este Rey es que su corazón es manso y humilde. Él es distinto a todos los demás reyes de la tierra. Ellos son arrogantes autoritarios, soberbios, prepotentes, dominantes etc., pero el Señor Jesucristo es diferente. Y es que su reino no es de este mundo. El viene a formar súbditos que compartirán con él –por ahora– un reinado sobre el pecado, el mundo, la carne y Satanás; y –en un futuro cercano– reinarán con El sobre las naciones en un reinado de paz.

Mateo nos muestra que nuestro rey nace en un pesebre humilde. Luego nos muestra las enseñanzas del rey para los ciudadanos del reino, pues Él es el Rey de reyes – no de los reyes de este mundo, que no lo aprecian ni lo desean, sino Rey de estos reyes que somos nosotros, y que precisamos ser conformados al carácter de nuestro Rey. Sus enseñanzas se encuentran en Mateo 5 al 7, y comienzan con el famoso Sermón de la Montaña: “Bienaventurado los pobres en espíritu porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación. Bienaventurado los mansos porque ellos recibirán la tierra por heredad… Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios”.

“Pobres de espíritu” son aquellos que reconocen que en sí mismos no tienen la solvencia moral para ajustarse a los requerimientos de Dios. Se dan cuenta de que por más sinceros que quieran ser para con Dios, no logran agradarlo acatando sus demandas. Cuando comparan su carácter con el carácter del Rey se juzgan a sí mismos confesando su debilidad, diciendo: “¡Señor, yo no puedo ser como tú eres!”. Entonces lloran su pecado y lamentan no poder ser como es su Señor. Es ahí cuando reciben consolación. Dios había declarado: “Yo habito en la altura y en la santidad, y con el quebrantado y humilde de espíritu, para hacer vivir el espíritu de los humildes, y para vivificar el corazón de los quebrantados” (Is. 57:15).

Así se va formando el carácter del Rey en nosotros y se va purificando el corazón.

Mateo nos muestra el corazón de nuestro Rey: “…Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón y hallaréis descanso para vuestras almas” (Mat.11:29). El Rey nos invita para aprender de Él. Estamos siendo conformados a su imagen. Quien quiera ubicarse sobre sus hermanos no será manso ni humilde, y llevará la desgracia de no poder descansar. Por eso, tiene sentido cuando Pablo nos invita a considerar a los demás como superiores a nosotros.

De David se dice que era un hombre conforme al corazón de Dios. Tuvo la oportunidad de decapitar a Saúl y sólo cortó con su espada la punta del manto. Tuvo la ocasión de permitir que Abisai hijo de Sarvia decapitara a Simei cuando le maldecía, pero no lo hizo, porque pensó que era Dios el que le hablaba a través de ese hombre. David no miraba las circunstancias, sino a Dios. Cuando danzó entre sus hermanos, prefirió glorificar a Dios antes que agradar a su mujer. Son muchas las ocasiones en que David agradó a Dios, aún cuando debió también humillarse y arrepentirse por sus pecados.

Que Dios nos haga hombres conformados a su corazón.