Con diligencia pastoral, Pedro nos confirma y a la vez nos despierta con amonestación.

Simón Pedro, siervo y apóstol de Jesucristo, a los que habéis alcanzado, por la justicia de nuestro Dios y Salvador Jesucristo, una fe igualmente preciosa que la nuestra: Gracia y paz os sean multiplicadas, en el conocimiento de Dios y de nuestro Señor Jesús».

– 2ª Pedro 1:1-2.

Experiencia y madurez

El primer capítulo de la segunda epístola de Pedro contiene una riqueza inmensa; son las palabras de un siervo que ha alcanzado una admirable medida de madurez. Tenemos un Pedro en los evangelios, claramente tenemos otro Pedro en el libro de Hechos; pero, mayor aun en gracia y estatura, en ésta, su última epístola.

Como corresponde a un auténtico espíritu pastoral, Pedro inicia su epístola no reprendiendo ni exhortando a sus lectores, sino recordándoles la gracia que les ha sido otorgada: «a los que habéis alcanzado… una fe igualmente preciosa que la nuestra». Ya en su primera carta se había referido a «vuestra fe, mucho más preciosa que el oro» (1ª Ped. 1:7). También, al referirse a la «sangre preciosa de Cristo», le atribuye un valor extremadamente superior que al de aquellas «cosas corruptibles como oro y plata».

Luego hace un llamado a acercarse «a él (Cristo), piedra viva… escogida y preciosa» (1ª Ped. 2:4). Esta reiteración de la expresión «preciosa», es común en sus mensajes, y nos habla de la profunda valoración que tuvo de la Persona de nuestro Señor Jesucristo en los días de su carne, y durante toda su vida en sujeción al Espíritu Santo. Y, al decir que nuestra fe es igualmente preciosa que la de los primeros discípulos o apóstoles, está animando nuestros corazones; más aun, está elevándonos a su misma estatura en cuanto a la riqueza recibida por gracia.

Lo que tenemos

Luego, Pedro va más lejos, pues declara que «todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad nos han sido dadas», que «preciosas y grandísimas promesas nos han sido dadas para que lleguemos a ser participantes de la naturaleza divina, habiendo huido de la corrupción que hay en el mundo…». En todas estas palabras, percibimos el corazón «pastoral» del apóstol. Él considera a la iglesia como una compañía de creyentes que no son habitantes comunes en este mundo.

No somos comunes, porque poseemos una revelación del Padre en nuestros corazones, esto es Cristo mismo en su persona y en su obra. Poseemos el bendito Espíritu Santo, que nos comunica la vida y realidad de las cosas celestiales. Tenemos un canto de adoración al Dios vivo y verdadero; tenemos una intercesión por quienes yacen en las tinieblas; y nos quema un fuego celestial, un mensaje de salvación que no podemos callar.

De lo objetivo a lo subjetivo

De esta manera, Pedro nos recuerda el aspecto objetivo de la obra de Dios. Aquello que ya fue hecho en Cristo a favor de nosotros.  Ahora el apóstol va a pasar al lado subjetivo de nuestra preciosa fe, es decir, cómo podemos apropiarnos progresivamente de aquella riqueza en la vida cristiana práctica.

«Vosotros también…». Aquí está nuestra responsabilidad. El Señor ya ha cumplido fielmente su parte. Ahora, se nos exhorta a poner toda diligencia. A causa de todo lo anteriormente expuesto, hemos de añadir «a nuestra fe, virtud…» (2ª Ped. 1:5). La lista de siete hermosos caracteres que han de acompañar la fe que hemos recibido, será entonces responsabilidad individual de cada hijo de Dios.

Luego hay dos frases muy significativas: «Si estas cosas están en vosotros» (8), y «pero el que no tiene estas cosas» (9), lo cual muestra claramente nuestra posibilidad de estar viviendo hoy en uno de estos dos estados. Si estas cosas están, ciertamente el Señor estará agradado. Pero, bien lo sabe el Espíritu del Señor, ellas escasean en medio del pueblo del Señor. Tenemos fe, hemos creído en el Señor y admiramos su obra, pero, ¿son reales, en nosotros, la virtud, el dominio propio, la paciencia, la piedad y el amor?

Tres listas

Como bien sabemos, «la misma Biblia explica la Biblia». Hay al menos otros dos pasajes en el Nuevo Testamento que muestran listas semejantes a la que acabamos de considerar. En Gálatas 5:22 tenemos: «el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza». Y en 2ª Timoteo 1:6-7, Pablo nos dirá que: «avivemos el fuego del don de Dios que está en nosotros», y añade que Dios nos ha dado espíritu «de poder, de amor y dominio propio».

Junto al pasaje de 2ª Pedro que estamos considerando, vemos que estas tres listas coinciden, que Dios no nos está demandando algo que primero no nos haya dado, y que, nuestra única manera de añadir tales cosas a nuestra fe, será por medio del Espíritu Santo.

Ahora bien, solo un cristiano en comunión y dependencia del Espíritu Santo podrá mostrar estos frutos. No hay otra fuente para nosotros. En términos bien prácticos, vamos a considerar tres asuntos muy básicos que nos ayudarán a avivar ese «fuego del don de Dios».

Oración

Todos los hijos de Dios oramos. El problema es que nuestras oraciones no siempre llenan los requisitos mínimos para agradar al Señor. Muchos cristianos relacionan oración con «necesidades». Entonces oramos con dedicación solo cuando hay una enfermedad o un determinado problema que enfrentar, y no nos damos cuenta cuando esa enfermedad o problema se transforman en el foco de nuestra oración.

Pasada la enfermedad, o resuelto el problema, la oración disminuye hasta terminar. Y el cristiano regresa a su sequedad habitual, a una vida «ociosa y sin fruto en cuanto al conocimiento de nuestro Señor Jesucristo» (2ª Ped. 1:8).

¿Cuándo nuestras oraciones tendrán como único foco a la Persona de nuestro Señor? ¿No es él suficientemente digno de ser buscado y adorado?

Pedro tiene por justo despertarnos con amonestación (1:13), y de inmediato nos lleva a su experiencia en el monte. Esto es lo que él aprendió de su Maestro, y su relato es una especie de credencial de autoridad espiritual: «Y nosotros oímos esta voz enviada del cielo, cuando estábamos con él en el monte santo» (1:18).

La razón de ser de esa cita en el monte, no fue para buscar poder como fin en sí mismo, ni para pedir por necesidades humanas específicas, por legítimas que éstas fuesen. El Señor mismo fue el centro, el foco de atención, de esa bendita experiencia. ¡Cuánto conocimiento de Dios le fue añadido allí! ¡Y cuánto temor reverente (piedad) quedó instalado en su corazón!

Experiencia en el monte

En la Biblia, hablar del monte es hablar de oración. Moisés estuvo cuarenta días en el monte de Dios en el desierto y, al descender, su rostro brillaba (Éx. 34:29). Hageo exhortó al pueblo a «subir al monte», a buscar madera para reedificar la casa de Dios (Hag. 1:8).

Hoy, la casa de Dios no necesita cedro ni ciprés; necesita los frutos y el carácter del Espíritu Santo, la vida de Cristo manifestada en sus santos. ¡Cuán deforme se ve la casa de Dios cuando falta el amor, la paciencia, el dominio propio y la vida piadosa de sus miembros! Para mayor confirmación, Lucas 6:12 nos dice que nuestro Señor, «en aquellos días fue al monte a orar, y pasó la noche orando a Dios».

Necesitamos subir de nivel en nuestras oraciones, salir de la superficialidad religiosa. Esas tediosas oraciones, llenas de frases aprendidas, deben ser completamente desahuciadas, pues a nadie sirven. Dios no las acepta (Mateo 6:7), y nada obtenemos, sino una creciente frustración espiritual.

Falta «experiencia del monte» en el pueblo de Dios. Necesitamos ir a los pies del Señor y contemplarle, glorioso, alto y sublime, como él es. Entonces nuestro corazón se llenará de su vida, y los frutos reales, de los cuales estamos hablando, se harán notorios.

Palabra

«¿No ardía nuestro corazón… mientras nos hablaba en el camino y cuando nos abría las Escrituras?» (Luc. 24:32). Esta fue la experiencia de aquellos discípulos que caminaban tristes, camino a Emaús, aquella tarde. Cuando «se nos abren» las Escrituras, nuestro corazón se enciende, y no con cualquier fuego, sino con el firme fundamento de la palabra de Dios revelada en el corazón.

Que podamos hallar a Cristo en la palabra inspirada de Dios; que nuestro interés por conocerla no sea el mero interés de la curiosidad teológica, sino que podamos tocar el rhema, la Palabra que es espíritu y que es vida. ¿Cuán en serio tomamos la palabra de Dios? Hoy se nos demanda añadir lo que debe acompañar nuestra fe. ¿Atenderemos con diligencia esta exhortación del Espíritu Santo?

¿Cuántos mensajes llegan solo al oído y no se atesoran en el corazón? Somos una generación privilegiada en este punto. Hay mucha palabra verdadera de Dios en revistas y libros; la hay también en nuestros días. Nuestro problema es el descuido, la negligencia en aplicarla. Y si en algún lugar «escasea la leche espiritual no adulterada», es tiempo de buscarla con oración, con un estudio responsable y persistente de las Sagradas Escrituras.

De lo contrario, nuestra fe estará solo basada en experiencias emocionales, en «cultos lindos», pero no en el «precepto de Jehová», que «es puro, que alumbra los ojos» (Sal. 19:8). «Vivifícame con tu palabra … La suma de tu palabra es verdad … Me regocijo en tu palabra … Mi alma ha guardado tus testimonios, y los he amado en gran manera» (Sal. 119:154, 160, 162, 167), son testimonios preciosos de los salmistas de otro tiempo.

¡Cuánto necesitamos este tipo de experiencias con la palabra de Dios! Solo así añadiremos a nuestra fe, virtud de Dios, conocimiento y amor de Dios. «El que me ama», dijo el Señor, «mi palabra guardará» (Juan 14:23).

Comunión

La oración y la palabra cumplen una maravillosa función en cuanto al fruto del cristiano. Pero hay un elemento más que consideraremos hoy: la comunión.  ¡Cómo añadimos paciencia, piedad, afecto fraternal y amor a nuestra realidad personal y de iglesia, cuando vivimos en verdadera comunión con los santos!

¡Qué simple! Oración, palabra y comunión. Pero con realidad. Estamos convencidos que la comunión espiritual en Cristo, por medio del Espíritu, es una experiencia que supera la mera amistad en la casa de Dios. (No negamos que existe una amistad como la que Abraham disfrutó con Dios y también aquella que el Señor menciona en Juan 15: 13-15, pero está en un plano de superior entendimiento; no nos confundamos con esto).

La amistad en base a afinidades naturales, siendo legítima y respetable, no alcanza para cumplir el propósito eterno de Dios, pues ésta solo puede practicarse con quienes nos parecen más agradables, pero excluye a quienes no nos resultan ‘naturalmente’ gratos.

El agrado del Padre

La comunión a la que hemos sido llamados por Dios, es con su Hijo (1ª Cor. 1:9). Es la comunión verdadera de 1ª Juan 1:3, con el Padre y con su Hijo Jesucristo, donde el Padre exalta al Hijo y el Hijo glorifica al Padre. Entonces, la verdadera comunión tiene como foco la gloria del Señor, el agrado del Padre, cuando caminamos en una misma dirección, juntos en pos del Señor, cuando sufrimos y cuando nos gozamos por lo mismo.

Sufrimos cuando la carne se levanta, contaminando la casa de Dios; nos gozamos cuando vemos a las pecadores venir a los pies del Salvador, cuando vemos la iglesia sujeta al Espíritu, peleando la buena batalla, glorificando a su Cabeza celestial. Esto nos alegra, esto es comunión. Cuando un hermano te confronta con la verdad, por dura que sea, pero con amor, eso es verdadera comunión.

Para añadir lo que falta a nuestra fe, no necesitamos una nueva revelación de algún secreto espiritual especialmente reservado, sino, simplemente, hacer correctamente aquello que ya sabemos, aquello que la «naturaleza divina», el Espíritu de realidad que nos mora, está continuamente testificando en nuestro interior.

Que podamos poner por obra esta preciosa enseñanza que el Señor nos envía a través de su siervo y apóstol Pedro, quien, como un santo hombre de Dios, nos ha hablado siendo inspirado por el Espíritu Santo (2ª Ped. 1:21).

Síntesis de una palabra impartida
en Temuco (Chile), en julio de 2015.