Tres aspectos básicos en la visión de Cristo.

Entonces él respondió y dijo: Si es pecador, no lo sé; una cosa sé, que habiendo yo sido ciego, ahora veo».

– Juan 9:25.

Bendita experiencia la de este hombre; era ciego de nacimiento y el Señor le sanó. «Oyó Jesús que le habían expulsado y hallándole, le dijo: ¿Crees tú en el Hijo de Dios? Respondió él y dijo: ¿Quién es, Señor, para que crea en él? Le dijo Jesús: Pues le has visto, y el que habla contigo, él es».

Poquísimas personas en los días de nuestro Señor Jesucristo tuvieron el privilegio de que él se les revelara directamente. Este hombre recibió doble sanidad; física y espiritual. Fue sano para ver, y vio al Hijo de Dios.

Amados hermanos, ¡bienaventurados somos, pues éramos ciegos, hasta que el Señor abrió nuestro entendimiento y ahora le vemos!

Ahora bien, nosotros debemos estar en condiciones de respondernos a nosotros mismos y a cualquiera que demande razón de nuestra esperanza: ¿qué es lo que hemos visto?, ¿qué estamos creyendo?, ¿en qué punto estamos y hacia dónde vamos?

Mirando al pasado

Hermano, esto ha puesto el Señor en mi corazón, que la visión básica, lo menos que un hermano puede haber visto, es al Señor Jesús en la cruz. Entonces, vamos inmediatamente a aquel glorioso pasaje de Isaías 53:4-5: «Ciertamente llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores; y nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido. Más él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él y por su llaga fuimos nosotros curados»

¡Bendita palabra! Amados hermanos, no sé cuántos años tenga usted en el camino del Señor, y a los jóvenes que están comenzando les digo que muchas veces tendrán que venir a Isaías 53, ya sea por sus propios fracasos o necesidades, o para ayudar a otros a buscar refugio en el Señor.

Aquí vemos a nuestro Señor Jesucristo en el extremo de su debilidad. Es imposible para nosotros con esta mente y con nuestras humanas limitaciones, poder entender esta altura, esta profundidad. Imposible recorrer toda la distancia de la humillación de nuestro Señor, que no sólo se hizo hombre, sino que fue a la muerte y muerte de cruz.

En este pasaje no sólo vemos a Cristo padeciendo. Aquí estamos también nosotros, aportando «nuestros pecados, nuestras enfermedades, rebeliones y dolores». Pero allí nos perdonó y nos sanó. ¡Nuestro Señor nos ha bendecido tanto! Sacamos vida de esta Palabra y nos fortalecemos. Además, vemos al Señor llevando no sólo nuestros pecados, sino llevándonos a nosotros mismos en la cruz, porque más tarde el apóstol Pablo dirá: «Con Cristo estoy juntamente crucificado» (Gál. 2:20), y, «fuimos plantados juntamente con él en la semejanza de su muerte» (Rom. 6:5), de tal manera que el que es de Cristo y está en Cristo, no sólo ha sido perdonado de sus pecados, sino que ha participado también de la muerte del Señor. Por eso ahora «nos presentamos a Dios como vivos de entre los muertos» (Rom. 6:13); porque hemos muerto con él y hemos resucitado con él. En Su muerte no murió sólo; nosotros morimos con él. ¡Gloria a Dios pues en Cristo encontramos nuestro fin para vivir ahora una vida nueva!

Este capítulo de Isaías deberíamos saberlo todos de memoria. Después de todos estos padecimientos está esta frase bendita: «Verá el fruto de la aflicción de Su alma y quedará satisfecho» (v. 11), esto nos llena de esperanza, sobre todo cuando hemos fracasado y sentido el extremo de nuestra propia debilidad.

Tú y yo podemos fracasar, pero, a pesar de todo, el Señor cumplirá su propósito, verá el fruto de Su aflicción.

Mirando al futuro

Sigamos avanzando. Veámosle ahora en Apocalipsis 5. ¡Cuán glorioso es lo que allí ocurre, qué escena más preciosa! Hay un ángel fuerte que pregona a gran voz: «¿Quién es digno de abrir el libro y desatar sus sellos?». Sabemos que ninguno era digno, ni en el cielo, ni en la tierra, ni debajo de la tierra. Juan llora. El consuelo viene de uno de los ancianos: «No llores, porque he aquí el León de la tribu de Judá, la raíz de David, ha vencido para abrir el libro». Leamos los versículos 8 al 10: «Y cuando hubo tomado el libro, los cuatro seres vivientes y los veinticuatro ancianos se postraron delante del Cordero; todos tenían arpas, y copas de oro llenas de incienso, que son la oraciones de los santos; y cantaban un nuevo cántico, diciendo: Digno eres de tomar el libro y de abrir sus sellos; porque tú fuiste inmolado, y con tu sangre los has redimido para Dios, de todo linaje y lengua y pueblo y nación; y los has hecho para nuestro Dios reyes y sacerdotes, y reinarán sobre la tierra».

Del extremo de la humillación vamos al extremo de Su exaltación: ¡en medio del trono, y de los cuatro seres vivientes, y en medio de los ancianos, porque no hay lugar más alto en todo el universo! Aquel que estuvo crucificado en la máxima expresión de la humillación, hoy se encuentra en lo máximo de su exaltación: ¡El Cordero en pie en medio del trono recibiendo la alabanza, la adoración de millones y millones de incontables ángeles y de toda la creación!

Hermanos, si el Cordero está en el trono, entonces la muerte está vencida, Satanás está derrotado y el propósito de Dios está totalmente asegurado. En este trono está representado todo el poder y la autoridad que rige el universo entero, desde allí reina nuestro Señor, él sustenta todas las cosas con la palabra de su poder (Heb. 1:3), y a él están sujetos ángeles, autoridades y potestades (1 Pedro 3:22). En cuanto a nuestro futuro, descansamos en él, pues tiene todo bajo control. Nada ni nadie le puede remover de allí, pues el Padre mismo le recibió con gloria declarando: «Siéntate a mi diestra hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies» (Hechos 2:34-35).

Este es el Señor que hemos visto, para esto nuestros ojos se abrieron, para ver al Señor crucificado y que allí se consumó nuestra salvación, y para ver al Señor glorificado en los cielos. Entonces se inflama nuestro corazón y se llena de esperanza. ¿Es así hermanos? ¿Te pasa eso cuando ves a Cristo en la cruz y cuando le ves en el trono? Primero es la cruz, después el trono. ¿Se acuerdan que en la cruz estamos con él aportando enfermedades, transgresiones y pecados? Pero, ¡bendito sea el Señor!, allí, ante el trono también estamos nosotros. Primero estamos en el versículo 8: «…copas de oro, llenas de incienso que son las oraciones de los santos». Consuelo para los santos, nuestras oraciones no quedan vagando en los aires. Estas copas las reciben y allí se acumulan. Todavía las estamos llenando (aun no están llenas).

Luego dice: «Has redimido para Dios y reinarán». La palabra «redimido» nos identifica, porque fuimos esclavos y hemos sido liberados, estábamos muertos y hemos revivido. ¡Fuimos redimidos por la sangre de Jesús para reinar con él!

El Padre nos abrió los ojos para ver a Cristo crucificado y para verlo exaltado en el trono. Obtenemos vida, poder y aliento de la muerte del Señor, y obtenemos gloria y esperanza al contemplarle en Su exaltación ¡Cómo nos bendice el Señor! ¡Cómo nos lleva con él! ¡Somos bendecidos, y fortalecidos en ambos extremos! Los redimidos mencionados allá arriba provienen de todos los linajes, pueblos y naciones de la tierra. ¡Gloria al Señor! Ninguna etnia quedó olvidada, ninguna lengua.

Amado hermano, amada hermana, todo lo de Isaías 53 es suyo. ¿Se lo ha apropiado? También todo lo que está en Apocalipsis es nuestra esperanza, porque usted y yo estamos destinados para reinar con el Señor. Entonces tienen sentido las contradicciones, las situaciones difíciles que muchas veces vivimos, porque el Señor nos está preparando para que reinemos con él en la eternidad.

La visión presente

Hermanos, todavía algo más, porque la cruz la miramos hacia el pasado, y el trono hacia el futuro, pero nosotros necesitamos al Señor hoy, aquí mismo, en el tiempo presente.

Veamos Efesios 3:14-17: «Por esta causa doblo mis rodillas ante el Padre de nuestro Señor Jesucristo» de quien toma nombre toda familia en los cielos y en la tierra, para que os dé conforme a las riquezas de su gloria, el ser fortalecidos con poder en el hombre interior por su Espíritu; para que habite Cristo por la fe en vuestros corazones».

Hemos visto al Señor en la cruz. También le hemos visto en el trono, y ahora, ¿dónde lo vemos?: «Para que habite Cristo por la fe en vuestros corazones». ¡En nuestros corazones! Qué tremendo es todo esto, porque el Señor en la cruz todavía está fuera de mí y en el trono también lo veo fuera, pero, en esta palabra, el Señor ha venido a hacer morada aquí, en ti y en mí, en nuestros corazones, y esto mediante el Espíritu Santo. Está tan claro en esta palabra el trabajo del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Pero ¿por qué pudo Cristo venir a morar en nuestros corazones? Porque el Señor Jesús pagó el precio en la cruz y habiendo retornado a su gloria recibió la promesa del Padre, entonces en tercer lugar nosotros recibimos este gran derramamiento del Espíritu Santo que vino primero a sellarnos y en seguida a revelar a Cristo en nosotros.

¿Tú lo recibiste, hermano? ¿Está el Señor en tu corazón? No somos una Laodicea teniendo al Señor afuera. ¡Somos del Señor! Cristo habita por la fe en nuestros corazones.

Esta no es una palabra casual del apóstol Pablo, es su mensaje permanente, en Colosenses 1:27-29 menciona «…Cristo en vosotros, la esperanza de gloria», y «…la potencia de él, la cual actúa poderosamente en mí».

Emocionan estas palabras porque vemos al apóstol, no echando mano a sus propias fuerzas (como en el relato de Romanos 7), pues dice: «la potencia de él actúa poderosamente en mí». Esto abre el apetito espiritual. Queremos experimentar esa misma potencia, deseamos que nadie viva en debilidad. Trabajamos para que todos aprendan a alimentarse del Señor en la cruz, a gozarse con el Señor en los cielos y a ver la potencia de lo que es Cristo en nosotros.

Pablo enseñaba lo que era normal para él: «Con Cristo estoy juntamente crucificado, ya no vivo yo mas Cristo vive en mi» (Gál. 2:20) ¿Tiene vida esta palabra, hermanos? Aquí siento como si tuviésemos tres afluentes poderosos, como tres cascadas inagotables de agua viva: una en Isaías 53, otra en Apocalipsis 5 y la otra en Efesios 3. ¡Gloria al Señor!

Volvamos a Efesios 3: «Para que habite Cristo por la fe en vuestros corazones, a fin de que, arraigados y cimentados en amor, seáis plenamente capaces de comprender con todos los santos…» (vv. 17-18). Hermanos, aquí nuestro individualismo se hace trizas: ¡con todos los santos! Este es el anhelo del corazón del Señor, quien nos salvó para que seamos uno.

Necesitamos a todos los santos para ir comprendiendo esta anchura, esta profundidad, esta altura, y de conocer el amor de Cristo que excede todo conocimiento. Demos gracias al Señor por estar en el Cuerpo de Cristo.

Experimentando la vida de Cristo

En esta gloriosa y privilegiada posición, como iglesia, como cuerpo de Cristo, podemos vivir tanto la verdad que emana de la cruz como la verdad del trono del Señor. Ambas verdades se nos hacen tan reales cuando vivimos en comunión con todos los santos. Por una parte ellos nos recordarán continuamente que fuimos lavados de todos nuestros pecados con la sangre derramada en la cruz, y en la convivencia con todos los santos también vamos conociendo cómo opera la parte subjetiva de la cruz de Cristo, porque en la iglesia probamos la agonía de los recursos de la carne; los hermanos más maduros, más tratados por el Señor, nos van mostrando cómo es el carácter de Cristo, la vida del Señor.

También en la iglesia probamos la autoridad del trono del Señor y vamos aprendiendo a sujetarnos unos a otros, a vivir en la armonía que el Espíritu Santo provoca entre los santos. El Señor está logrando lo que él quiere; una esposa, una Iglesia gloriosa, sin manchas ni arrugas, con la cual reinar por los siglos de los siglos.

No temamos a las contradicciones en medio del Cuerpo de Cristo No hay otro lugar para nosotros. Nuestra carne tiene que perder, mi «yo», es decir mi alma, tiene que ser tratada, pero Cristo tiene que ir siendo formado ¿Amén? ¡Qué bendito es esto!

Si usted tuvo alguna gloria antes, eso se volvió nada cuando vimos al Señor, cuando vimos el cuerpo de Cristo y las tremendas riquezas que hay en él. «Y a Aquel que es poderoso para hacer todas las cosas mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos, según el poder que actúa en nosotros, a él sea la gloria en la iglesia en Cristo Jesús por todas las edades, por los siglos de los siglos. Amén» (Ef. 3:20-21).