Cada pasaje de las Sagradas Escrituras tiene su propia grandeza; no obstante, hay capítulos que destacan por sobre los demás por lo que apelan al corazón humano.

Lucas capítulo 24

El capítulo se abre con un «Mas», que al mismo tiempo que sugiere relación con lo que ya pasó, indica que lo que sigue es de naturaleza diferente.

Al final del capítulo anterior dejamos el cuerpo de Jesús reposando en la tumba de José de Arimatea; no es éste el fin de la historia, y Lucas nos conduce a él haciendo uso de este «Mas», y presentándonos, acto seguido, al Cristo viviente. Al hacerlo, narra los incidentes del primer día de la resurrección; y omitiendo todo lo que se refiere a los cuarenta días siguientes, describe la ascensión.

Lo mismo que los demás evangelistas, no detalla el hecho mismo de la resurrección; pero la mención de ella implica necesariamente el acontecimiento. Los incidentes del primer día abarcan los primeros 49 versículos; y la ascensión, del 50 al 53.

La descripción de la ascensión es breve; y ello nos hace pensar que cuando se escribió este primer tratado, Lucas estaba pensando ya en escribir otro, porque en el libro de los Hechos tenemos una descripción mucho más detallada de este mismo acontecimiento. De esta manera, Lucas presenta los últimos acontecimientos de la vida de nuestro Señor Jesucristo sobre la tierra.

En este primer día de la resurrección se suceden los acontecimientos los unos a los otros en la madrugada, en la tarde, y ya caída la tarde. Podemos muy bien dividir esta primera sección del capítulo en tres partes: la madrugada, versículos 1 al 12; la tarde, versículos 13 al 32; la caída de la tarde, versículos 33 al 49. En la madrugada: mujeres y ángeles, versículos 1 al 7; mujeres y discípulos, versículos 8 al 11; Pedro solo, versículo 12.

La búsqueda del amor

La escena de las mujeres encaminándose al sepulcro está llena de belleza; su búsqueda fue la búsqueda del amor; estaban tratando de encontrar el cuerpo de Jesús para honrarlo; y este rasgo adquiere una belleza deslumbradora, cuando recordamos el estado de ánimo en que debieron encontrarse.

Con la muerte de Jesús no solo habían perdido a su Amigo más querido, sino que también con ello se habían desvanecido sus más caras esperanzas; admitimos que estaban equivocadas, y que no debían estarlo; de aquí a poco tanto los ángeles como el Señor mismo se los hicieron ver así; pero no hay duda de que su estado de ánimo es tal como se describe. Todavía creían personalmente en él y le amaban con un grande amor; e inspiradas por esa fe y por ese amor, se encaminaron al sepulcro a rendir a Su cuerpo los últimos honores.

Los visitantes del cielo

Cuando llegaron al sepulcro encontraron la piedra removida, y de pie a dos figuras de apariencia deslumbrante. Es interesante recordar de pasada que Lucas dice en su segundo tratado que después de la ascensión dos figuras semejantes aparecieron a los discípulos; se ha discutido mucho si eran ángeles u hombres; los demás evangelistas dicen que eran ángeles.

El asunto no es de vital importancia; lo que importa es que eran visitantes del cielo, y que el mensaje que dieron a las mujeres fue de una delicada reprensión: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?» (v. 5). O como otras versiones lo traducen, y que prefiero: «¿Por qué buscáis al que vive, entre los muertos?».

Esto fue lo que el cielo dijo de Jesús; él vivía, y se les recordaba a las mujeres lo que les había dicho antes de Su muerte; aquí, de una manera incidental, se sugiere algo muy interesante: los visitantes del cielo sabían, estaban enterados de lo que Jesús había enseñado a sus discípulos durante los últimos seis meses antes de su crucifixión.

Se nos dice que «ellas se acordaron» (8). Indudablemente que en medio de su tristeza habían olvidado lo que él de una manera bien clara les había anticipado; es decir, que después del sufrimiento y de la muerte se levantaría de nuevo. Tal vez ellas nunca se dieron cuenta del significado de esas palabras, aunque por lo que dicen los Evangelios, nunca se refirió a su muerte sin hablar de su resurrección.

Su falta de comprensión fue reprendida así, de una manera delicada, por los visitantes celestiales. Es como si les hubieran dicho: si vosotras sobre la tierra no habéis oído o no habéis entendido; nosotros en los lugares celestiales hemos oído y hemos comprendido. La resurrección no fue motivo de sorpresa para los habitantes del cielo; nos atreveríamos a afirmar que el cielo se hubiera sorprendido si la resurrección no se hubiera efectuado.

Inmediatamente después de haberse encontrado con los visitantes celestiales, contemplamos a las mujeres apresurándose a llevar a los discípulos la noticia de lo que había acontecido. No es de admirar que los discípulos no les creyeran; ya que ellos, lo mismo que las mujeres, no habían asimilado Su enseñanza sobre este asunto.

El asombro de Pedro

La última referencia que se hace a las primeras horas de la mañana, tiene que ver con Pedro. Lucas no nos da una relación completa de lo que aconteció; para encontrarla tenemos que consultar a Juan. Nos da cuenta, sin embargo, del hecho sencillo del apresuramiento de Pedro rumbo al sepulcro, y de cómo, viendo los lienzos echados, se maravilló de lo que había sucedido.

La forma de expresión sugiere que lo que había visto era prueba de la resurrección, y que fue eso lo que lo maravilló. El término que Lucas usa para describir esta admiración, no sugiere perplejidad, sino más bien asombro; y en este sentido, prodigio o maravilla. Habiendo contemplado aquello que lo maravilló, Lucas dice que se fue a su casa.

Puede ser que Pedro haya tenido casa en Jerusalén, aunque es muy improbable; Juan sí tenía; y en este caso, se fue a la casa de Juan, donde había encontrado refugio cuando en aquella noche terrible y llena de sombras, entre la tormenta, había negado a su Señor, y había salido a llorar amargamente.

El Forastero de Emaús

Tales fueron los acontecimientos de la mañana de resurrección, narrados por Lucas. Luego tenemos aquellos que se sucedieron durante la tarde. «Y he aquí, dos de ellos iban el mismo día a una aldea llamada Emaús, que estaba a sesenta estadios de Jerusalén» (13).

Debemos recordar que no era el sábado sino el primer día de la semana; y que el viaje que estos discípulos hacían cubría una distancia de más o menos diez kilómetros. Mientras caminaban, platicaban acerca de todas las cosas que habían acontecido en Jerusalén.

Qué natural aparece el relato; por el momento no había otro tema de conversación, y mientras caminaban, ¿de qué otra cosa habían de hablar? La certidumbre espantosa era que Jesús había sido muerto; circulaban ya algunos rumores de que estaba vivo, pero no había ninguna confirmación de tales rumores. Uno puede imaginarse a estos dos discípulos diciéndose: «Vayámonos de la ciudad; escapemos de algún modo de las escenas que hemos presenciado y que han sido violentas y crueles».

Mientras continuaban su viaje, un Extranjero se les unió; y para mí no hay una historia más llena de belleza que ésta que narra la forma como él trató con ellos; al unírseles en el camino lo hizo de cierta manera que no le reconocieran.

Uno de los misterios más destacados de estos relatos después de la resurrección, es que él era capaz de llegar cerca de los suyos sin ser reconocido, y una vez estando con ellos, demostrar la identidad de su personalidad. En la madrugada María lo había confundido con el jardinero; y estos discípulos de Emaús no lo reconocieron tampoco.

Les preguntó primero acerca de lo que iban platicando; con toda seguridad la naturaleza de su conversación se revelaba en la tristeza de sus rostros. Cuando él les hizo esta pregunta se sorprendieron de que hubiera alguien que ignorara los grandes acontecimientos de los días pasados; y expresaron su sorpresa en la pregunta que a su vez le dirigieron: «¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no has sabido las cosas que en ella han acontecido en estos días?» (18).

La respuesta de Jesús es muy interesante: «¿Qué cosas?». Él, que había sido la figura central de todas las cosas, y sobre quien giraban todas las conversaciones, preguntó a estos discípulos: «¿Qué cosas?». Es evidente que su intención era obligarlos a expresar en sus propias palabras, no para información suya, sino para la salvación de ellos, la idea que tenían de lo que había ocurrido.

Cleofas, uno de los dos, respondió. Su respuesta reveló inmediatamente que en lo personal su amor por él y su fe en él no habían cambiado. Se refirió a él como «Jesús nazareno, que fue varón profeta, poderoso en obra y en palabra» (19).

Este lenguaje fue la expresión de la confianza más grande en Él, en su mensaje y en su propósito. Lo que dijo después dejó al descubierto la causa de su desilusión y de su desesperación: «Pero nosotros esperábamos que él era el que había de redimir a Israel» (21). El uso del tiempo pasado del verbo esperar, reveló el hecho de que la esperanza se les había muerto, aquella luz de esperanza que los había iluminado al escucharle durante su ministerio terrenal; y por cuanto esa luz se había desvanecido, habían llegado a la desesperación.

Ellos habían perdido a su Señor; pero la pérdida de Jesús mismo con todo lo espantoso que era para ellos por el afecto personal que los ligaba con él, no significaba tanto como el hecho de que esperaban que él fuera el que redimiría a Israel; y esta esperanza tan querida se les había muerto juntamente con Jesús.

Siguiendo su conversación admitieron que habían escuchado rumores de que él vivía: «Aunque también nos han asombrado unas mujeres de entre nosotros, las que antes del día fueron al sepulcro; y como no hallaron su cuerpo, vinieron diciendo que también habían visto visión de ángeles, quienes dijeron que él vive» (22).

Por la forma de expresarse, se ve que no estaban convencidos. El informe de las mujeres, no obstante, había sido ratificado por algunos que habían ido al sepulcro y hallaron como ellas les habían dicho; pero la conclusión a que llegaron fue que «a él no le vieron».

El cuadro que presentan estos discípulos es muy natural, y al mismo tiempo admirable. Sus corazones rebosaban de lealtad y de amor y todavía seguían creyendo en él; pero habían llegado a la conclusión de que había fracasado, y que, por consiguiente, su esperanza no podría ya realizarse; las antorchas que habían resplandecido sobre su cielo tenebroso se habían apagado, y habían sido arrojadas entre las sombras.

¿No ardía nuestro corazón?

Luego el extraño Peregrino comenzó a hablar; y así como los ángeles lo habían hecho con las mujeres, él comenzó con palabras de tierna, pero definida reprensión: «¡Oh insensatos, y tardos de corazón para creer todo lo que los profetas han dicho!» (25).

No se refirió, sin embargo, a su propia enseñanza, sino a todo lo que los profetas habían dicho; hizo responsables a estos discípulos de no haber creído en su propia literatura sagrada; en Moisés y en los profetas ellos podían haber encontrado la declaración de que el Mesías debía sufrir, y que por medio del sufrimiento habría de entrar en Su gloria. Ellos, que le habían aceptado como Mesías y habían presenciado sus sufrimientos, todavía no podían creer en Su gloria.

«Y comenzando desde Moisés, y siguiendo por todos los profetas, les declaraba en todas las Escrituras lo que de él decían» (27). Uno rara vez lee esto sin sentir que debió haber sido algo grandioso oírle; y, no obstante, no olvidemos, que antes de que él ascendiera al cielo, dijo a sus discípulos que el Espíritu vendría y los guiaría a toda verdad. Y así aconteció; en los escritos apostólicos de Pedro, de Juan, de Pablo y de Santiago, podemos encontrar ciertamente lo esencial de lo que él enseñó a los discípulos en el camino de Emaús; es decir, cómo en él se había cumplido lo que Moisés y los profetas habían dicho.

Cuando llegaron a Emaús ya el día había declinado y Lucas dice que: «él hizo como que iba más lejos» (28). Fue entonces cuando le dijeron: «Quédate con nosotros. porque se hace tarde» (29).

Tengamos presente que ellos no sabían quién era; le habían oído decir cosas maravillosas acerca del Mesías, pero no le habían reconocido. Su invitación procedía del respeto que les inspiraba este Extranjero y de su deseo de ofrecerle hospitalidad. El camino adelante de Emaús era peligroso e infestado de ladrones; no era prudente que un hombre viajara solo por aquel camino durante la noche; por lo tanto, le rogaron que pasara y se quedara con ellos.

Los tres entraron en la casa; los discípulos son los anfitriones; él es el Huésped; hasta que de pronto él se convierte en el anfitrión y ellos en los huéspedes. Él se les revela al tomar en sus manos el pan y partirlo; al revelárseles, desaparece. En este momento todo lo que les había dicho en el camino adquiere un nuevo significado, aunque mientras les hablaba ya les había despertado una extraña inquietud en el corazón, a la cual se refieren en estos términos: «¿No ardía nuestro corazón en nosotros, mientras nos hablaba en el camino, y cuando nos abría las Escrituras?» (32).

Pedro a solas con Cristo

En la misma hora se levantaron para tornarse a Jerusalén, y Lucas nos hace una descripción dramática y hermosa de su llegada. Cuando entraron al lugar donde los demás discípulos estaban reunidos, antes de que pudieran hablar para contar la experiencia maravillosa que se les desbordaba dentro del corazón, escucharon las nuevas: «Ha resucitado el Señor verdaderamente, y ha aparecido a Simón» (34).

Es interesante que nos demos cuenta de la prueba de la resurrección aportada por este grupo. «Ha aparecido a Simón»; hay cierta reserva salpicada de belleza en esta declaración; es imposible dejar de preguntarse en dónde se le apareció, pero no se nos dice. Lo cierto es que en alguna parte le había visto, y que le había visto solo. Cuando Pablo reunió las evidencias de la resurrección en su carta a los Corintios, no se olvida de decir: «Apareció a Cefas».

No hay duda de que en esta entrevista privada todo quedó arreglado entre Pedro y su Señor. Puede especularse reverentemente sobre esta entrevista de Pedro a solas con Cristo; yo puedo casi imaginar a nuestro Señor diciéndole: «Simón, hace seis meses que yo te dije todo lo que habría de acontecer, pero tú te rebelaste contra ello; aun me reprendiste por declararte que la Cruz era necesaria, y fue entonces cuando tuve que decirte que tú no sabías las cosas que son de Dios, sino las de los hombres. Simón, he estado en la Cruz, pero he resucitado; y porque he estado en la Cruz y porque he resucitado, puedo decir a tu corazón atribulado la palabra de perdón y de paz». Esto es solo especulación, y puede ser olvidado; pero pienso que, en esencia, esto es verdadero.

En medio de ellos

Así llegamos al anochecer de ese primer día. De pronto, y mientras ellos hablaban de estas cosas: «Jesús se puso en medio de ellos, y les dijo: Paz a vosotros» (36). Llegó con el saludo antiguo y común de la calle, del mercado y de la región: «Paz a vosotros». No obstante, por lo maravilloso de su llegada, lo común se transformó en extraordinario; nunca habían escuchado tal saludo en esa forma; el hecho de que él estuviera en pie en medio de ellos cuando las puertas estaban cerradas, los llenó de terror.

Entonces, a fin de demostrarles Su resurrección corporal, les enseñó sus manos y sus pies; pero aun así algunos no le creyeron por el gozo que de pronto se les había metido en el corazón.

Y, finalmente, apeló a otro método: les pidió de comer y comió delante de ellos; de esta manera les probó que no se trataba de una fantasía, sino del mismo Jesús a quien ellos habían conocido tan bien y tan íntimamente antes de la crucifixión.

Luego les dio luz sobre las Escrituras; se refirió a todos sus libros sagrados cuando usó los términos: «La ley… los profetas… los Salmos». Estas son las divisiones de las Escrituras hebreas: La Ley era la Torá; los cinco primeros libros. Los Profetas incluían parte de los libros históricos; y los Salmos, sección que casi siempre se conocía con el nombre de Salmos, porque éstos se encontraban en primer lugar. Él se refirió a todas las Escrituras declarando que todo lo que ellas decían había tenido su cumplimiento en él. Entonces les abrió el sentido para que entendiesen las Escrituras; en el camino de Emaús se los había abierto a dos; ahora se los abría a todos; el término usado en cada caso es el mismo, y significa desembrollar y poner todo en orden.

La última visión

Los últimos versículos del capítulo se refieren la ascensión. Condujo a sus discípulos fuera de Jerusalén hasta Betania; hay algo más que un mero accidente geográfico en esto: él quiso conducir a sus discípulos fuera de todo lo que en la ciudad y en el Templo eran ya cosas gastadas, para agruparlos únicamente en torno suyo.

La última visión que tuvieron de él fue la de Sus manos levantadas en la actitud sacerdotal de bendecirlos. Así le contemplaron mientras se desprendía de la tierra e iba ascendiendo, hasta que sus ojos terrenales no le pudieron distinguir más. Lo que hicieron fue consecuencia natural e inevitable de lo que habían oído y visto; le adoraron, y se volvieron a Jerusalén.

De: «Los Grandes Capítulos de la Biblia».