Tres atributos divinos que siempre están juntos y que son parte de la esencia de Dios.

Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna».

– Juan 3:16.

Hay tres atributos de Dios que se encuentran en toda la Biblia, en especial, en Juan 3:16: Amor, Cruz y Donación. Dios es amor. Esta es la esencia del carácter de Dios. Siendo uno, Dios es una unidad en tres personas. Así, pues, el amor es posible cuando hay otros, porque si no, el amor no tendría sentido.

Ahora bien, cuando el amor fluye hacia el otro, hay un desprendimiento de lo que es mío para compartirlo con aquél. Lo que condiciona el amor es la cruz, la negación. Y el resultado es lo que le damos a los demás. Amor, cruz y donación van eternamente juntas. sin separarse jamás.

La cruz no es algo que apareció solo hace dos mil años atrás, sino que es algo eterno, es parte del carácter divino. Dios es un ser capaz de negarse a sí mismo por el bien del otro. Y a los hijos de Dios se nos pide que repliquemos estas cualidades en nuestro carácter y en nuestras relaciones con los demás.

Una imagen distorsionada

Fuimos creados a imagen y semejanza de Dios. Esa imagen, en realidad, está en nosotros, pero está deteriorada, afectada por el pecado, de tal manera que estas cualidades no funcionan bien, debido a la distorsión de la naturaleza caída que hemos heredado, este estigma del mal que habita en nosotros.

Esta distorsión procede de los ángeles caídos, cuyo jefe principal, Satanás, se rebeló en los cielos, y con él arrastró la tercera parte de los ángeles. Su rebelión consistió en querer usurpar el lugar de Dios. Ese es el origen del mal, de una criatura que se rebeló contra su Creador.

Dios es el único ser glorioso, que ha vivido en un estado de eterna satisfacción consigo mismo. La palabra gloria tiene que ver con satisfacción, gozo, alegría, bienaventuranza, dicha. Dios es el ser más glorioso, quien está contento consigo mismo de ser lo que es, de hacer lo que él hace.

Este Dios glorioso no nos creó para que le demos gloria, sino para compartir su gloria, su gozo, su satisfacción. Por eso, las aflicciones que pasamos en este mundo no se comparan con la gloria que nos espera, de la cual ya somos participantes, aunque aún falta que lleguemos a la plenitud de ella.

El origen de nuestra naturaleza

Cuando Dios creó a Adán y Eva, Satanás ya estaba aquí. Él tentó a la primera pareja y puso una calumnia en sus mentes: «Entonces la serpiente dijo a la mujer: No moriréis; sino que sabe Dios que el día que comáis de él, serán abiertos vuestros ojos, y seréis como Dios, sabiendo el bien y el mal» (Gén. 3:4-5)

El árbol de la ciencia del bien y del mal alude a la cultura de los ángeles caídos, porque ellos saben lo que es bueno, pero no son capaces de hacerlo, y saben lo que es malo y no pueden evitarlo. Esta es la cultura que introdujo Satanás en la mente y el corazón de Adán y Eva.

En realidad, Dios les había dicho: «De todo árbol del huerto podrás comer; mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieres, ciertamente morirás» (Gén. 2:16-17). Y la muerte significa separación. Todos los seres humanos heredamos este estigma de la muerte.

Nuestro espíritu estaba muerto. Éramos incapaces de conocer a Dios. Pero él quiso salvar a Adán y Eva. Ellos, avergonzados de estar desnudos, se vistieron con hojas de higuera. Y Dios, para vestirlos de manera apropiada, mató un animal, tal vez un cordero, el primer sacrificio que registra la Biblia, apuntando a la redención futura.

En una transacción divina, la inocencia del animal le es imputada al culpable, y la culpa del hombre le es imputada al animal que muere. Esta es la gran historia del Cordero de Dios, desde el Génesis hasta el Apocalipsis. El culto judío representa ese sistema sacrificial, en el cual un inocente muere por el culpable.

Quiso compartir Su gloria

Así que Dios nos creó porque él nos quiere dar gloria, contentamiento. Y, como producto de su obra en nosotros, le alabamos, y Él se alegra también con nosotros, porque tiene esa capacidad de una vida compartida, una vida de familia, la vida de iglesia. «Cuán delicioso es habitar los hermanos juntos en armonía» (Sal. 133:1). Es precioso vivir la vida eterna de Dios, una vida de dependencia el uno del otro.

Pedro da testimonio a los judíos, diciéndoles que Cristo murió «por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios» (Hechos 2:3). Antes que el universo existiera, Dios ya tenía pensado lo que sería sufrir la cruz, porque ella estaba en la capacidad divina de negarse por el bien del otro.

En el Evangelio de Juan, Jesús ora por los suyos, diciendo: «Padre, glorifícame tú al lado tuyo, con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo fuese … La gloria que me diste, yo les he dado, para que sean uno, así como nosotros somos uno» (Juan 17:5, 22). ¡Qué gloria nos ha dado el Señor!

Esa gloria, esa vida gozosa, es una vida compartida, donde priman los intereses del otro antes que los propios. En los ángeles caídos, es a la inversa. Sus características son: egocentrismo, independencia, individualismo, soberbia, orgullo, altivez, jactancia, arrogancia, vanidad. Todas estas palabras son sinónimos de un inflarse. La persona soberbia es un ser inflado, que se gloría en sí mismo.

Jesús critica a los fariseos, porque exigían que les dijesen: «Rabí, maestro». «Pero vosotros no queráis que os llamen Rabí; porque uno es vuestro Maestro, el Cristo» (Mat. 23:8). Estos no son títulos de nobleza, sino funciones. No debemos esperar gloria para nosotros. Dar gloria es dar satisfacción a otro. Yo no soy el centro de mi vida; el centro de mi vida tiene que ser el amor, la cruz y el dar (ACD).

Vemos la egolatría en la parábola del fariseo y el publicano. Un fariseo entró en el templo y oraba consigo mismo, jactándose de sus propios hechos. Y un publicano, un despreciable cobrador de impuestos, en un rincón, se golpeaba el pecho diciendo: «Dios, sé propicio a mí, pecador». Y Jesús dice: «Éste descendió justificado a su casa antes que el otro» (Luc. 18:14). Esta es la gran lección de Dios: la cruz es para que yo, a través del amor, pueda negarme y dar para otros.

Contrapuntos de la Cruz

La cruz tiene contrapuntos. Ella se convierte en el hacha puesta a la raíz del árbol, un instrumento de castigo, que enjuicia el pecado y la conducta egocéntrica. Dios aborrece la justicia propia. No nos creamos buenos, sino obremos con mansedumbre y humildad; actuar con bondad, tener serenidad para soportar, y reconocer que las virtudes que tenemos son dones de Dios.

La humildad es sinónimo de cruz, porque significa negarse, despojarse. La humildad, tiene que ver con un corazón contrito, que se aprieta con el dolor de otro; con reconocer que en sí mismo no se es nada. Dios es el todo y yo nada. La humildad revela a la persona capaz de pasar por alto la ofensa y capaz de ser enseñable y de recibir consejo.

«Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mat. 11:29). Nadie más apropiado para hablar de humildad que el Señor mismo. Jesús nos reveló con su vida que él es Dios, que vino en carne y sangre, que asumió nuestra humanidad, que sintió cansancio, que tuvo hambre y tuvo sed. Era un ser humano, como cualquiera de nosotros, un hombre común y corriente, pero sin pecado. Pero los que se acercaban a él, oían sus enseñanzas y veían sus obras, y se admiraban.

Sin embargo, los discípulos, en el tiempo que anduvo Jesús con ellos, no lo entendieron plenamente. Uno de ellos, Tomás, cuando oyó que había resucitado, dijo: «Si no toco sus heridas, no creeré». Y Jesús se les apareció súbitamente. Ellos creyeron que era un fantasma. Entonces, al que había dudado, Jesús le dice: «Aquí estoy». Le muestra las manos, los pies y el costado herido, y Tomás cae a sus pies y lo adora.

Amor, Cruz y Donarse (ACD)

Estos relatos muestran la grandeza del Señor Jesús, Dios manifestado en carne, que nos vino a revelar quién y cómo es Dios, y encarnó estas tres cualidades, ACD (Amor, Cruz, Donarse), de la manera más extraordinaria. Por eso, él dice: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón». Y enseña que, aquel que se humilla, será ensalzado. O sea, el camino de ser levantado es la negación, la cruz.

«Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mat. 5:3). La enseñanza en el Sermón del monte significa reconocer que, en mí mismo, no soy nada; que, si soy algo, lo soy por la gracia de Dios, por lo que él me ha dado. Y que, para darme lo que tengo, él tuvo que pasar por la cruz.

Dios, encarnado, pasó por la cruz. ¿Para qué se encarnó y se humilló? Dice Filipenses 2: «Cristo Jesús … siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo» (vs. 5-7). Él dijo: «Yo pongo mi vida, para volverla a tomar. Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar» (Juan 10:17-18).

El Señor Jesús tenía la capacidad, de Dios, de despojarse. Así que nunca le tuvo miedo a la muerte. Sí, como hombre sufrió, pero el temor más grande que él tuvo fue cuando estaba a punto de beber el cáliz de la ira de Dios: habría una instancia, que no ha ocurrido nunca antes, una fisura en la naturaleza divina, entre las personas de la Trinidad. El Hijo de Dios moriría como un ser representativo de la raza de Adán, iba a asir toda la raza y la llevaría a la cruz con él. Cristo, cuando murió en la cruz, murió por todos.

Muerte inclusiva

Esa parte tiene que ver con que Cristo nos sustituyó, pero tiene otro lado, que él también nos incluyó en su muerte, de manera que él murió por nosotros, pero también murió con nosotros; como si fuéramos nosotros los que estuviéramos en ese lugar, pues todos merecíamos morir. Pero vino la transacción divina, y el inocente Cordero de Dios dio su vida por todos nosotros y luego venció a la muerte.

Cuando Cristo entró a la oscuridad de la muerte, Satanás tenía las llaves de la muerte y del Hades, y tenía a todos los seres humanos encarcelados. Y Cristo le arrebató las llaves de la muerte y del Hades. Y cuando Cristo se levanta para salir de ese lugar, porque la muerte nunca había liberado a nadie, él abrió las puertas, y salieron los espíritus encarcelados, libres para ir al paraíso con Cristo.

Entonces el Padre lo levantó entre los muertos, y ascendió a los cielos. Ahora, el reino de los cielos tiene un Soberano, a quien todos le obedecemos, pero es por amor y no por obligación. Nosotros no amamos a Dios porque él nos presiona; lo amamos porque él nos ha dado su amor para poder amarle. No le amamos con nuestro amor, sino con el mismo amor con que él nos amó primero. ¡Gloria al Señor!

La cruz es algo glorioso porque, ¿adónde me voy a gloriar sino en la cruz de Cristo? Y esta capacidad de negarse a sí mismo, de rendirse, de despojarse en bien del otro, por amor, estas tres cualidades tienen como centro la cruz. Pero cuando el ser humano no se despoja, entonces allí hay muerte, condenación, ira, enemistad, sufrimiento, maldición, hay humillación y castigo.

Cristo sufrió todo esto en representación de la humanidad caída. Pero, ¿qué obtuvo él por haber pagado ese precio? Entonces, de la muerte surgió la vida, de la condenación, la justicia imputada; de la ira, la paz; de la enemistad, la reconciliación; del sufrimiento, la gloria; de la maldición, la bendición; de la humillación, la exaltación, y del castigo, la liberación.

La casa del alfarero

En Jeremías capítulo 18, Dios le pide a Jeremías que vaya a la casa del alfarero. El profeta fue, y vio que el alfarero estaba haciendo una vasija, pero entonces la vasija se rompió en sus manos. Y Dios le dice al profeta: «Mira, hijo de hombre, ¿no podría yo hacer como el alfarero con las naciones que se han rebelado contra mí? En un instante las voy a arrancar, las voy a derribar y las voy a destruir».

Dios le está mostrando que viene el día cuando Dios arrancará, derribará y destruirá las naciones que se han rebelado contra él, aludiendo a la casa de Judá. Y le dice: «Anda y diles que yo, en un instante, puedo arrancar, derribar y destruir, pero también en otro instante puedo plantar y edificar».

O sea que Dios, para edificar, tiene que derribar. ¿Y qué es lo que derriba? Derriba el orgullo, la altivez, el egocentrismo. Todos los rasgos de los ángeles caídos, que están impresos en el hombre, Dios los tiene que derribar.

Y por eso son las pruebas, por eso son las aflicciones, por eso vivimos lo que vivimos. Entonces Dios le dice que él puede no solo mandar una maldición, sino que puede edificar. «Diles que se arrepientan». Y va el profeta y le anuncia las palabras de Dios al pueblo, y el pueblo dice: «Vamos a ir en pos de nuestro malvado corazón, haremos lo que nosotros queramos hacer».

Y eso fue lo que hicieron los judíos del reino del sur, y se fueron en cautiverio por 70 años a Babilonia. El quebrantamiento, Dios usa esta herramienta de derribar y para edificar. ¿Qué es esta tierra en que vivimos? La cantera, el lugar donde están las piedras. ¿Y cómo se obtienen las piedras? A golpe de martillo y cincel. Entonces, los que extraen aquellas piedras tienen que darle golpes para formarlas.

Nosotros somos un edificio espiritual construido con piedras vivas. Y Dios, para tallar las piedras, usa los golpes del martillo y el cincel. Así que no nos asombremos cuando estemos pasando por sufrimientos, porque es la forma que Dios utiliza para edificar, formando así la imagen del Hijo, hasta llegar a la estatura del varón perfecto.

Cristo, nuestro modelo

Cristo, «estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor» (Flp. 2:8-10).

El Señor Jesucristo es nuestro modelo, en su vida y en sus enseñanzas. «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame. Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí y del evangelio, la salvará» (Marcos 8:34-35).

Estas expresiones de Cristo son la síntesis de los libros de sabiduría: Job, Salmos, Proverbios, Eclesiastés y Cantares. Job, cuando lo perdió todo: la salud, los bienes, todo, dijo: «Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré allá» (Job 1:21). «¿Qué provecho tiene el hombre de todo su trabajo con que se afana debajo del sol?» (Job 1:3). «Vanidad de vanidades, todo es vanidad» (Ecl. 1:2). Lo que tiene real importancia es el temor de Dios; no es miedo, sino respeto, reverencia, consideración de quién es Dios.

Lo que más destaca en este mensaje es la humildad, porque ella es sinónimo de cruz. Yo pierdo para que otro gane. Esto replica Pablo cuando dice que la muerte de Cristo opera en él, para que otros vivan. Somos llamados a morir a nuestros intereses por el bien de los demás. Tendríamos iglesias saludables, familias y matrimonios saludables, si estamos dispuestos a perder para ganar el carácter de Cristo.

«Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios» (Gál. 2:20). El éxito de un cristiano reside en que él ha decidido no vivir su propia vida, sino vivir la vida de otro.

«Como me envió el Padre viviente, y yo vivo por el Padre» (Juan 6:57). Cristo no vivió su propia vida; como hombre aquí en la tierra, él vivió la vida del Padre. «Las palabras que yo os hablo, no las hablo por mi propia cuenta, sino que el Padre que mora en mí, él hace las obras» (Juan 14:10). Así que la vida del Hijo de Dios está centrada en la vida de Otro, en la vida de su Padre. Si usted ha creído en Cristo, está llamado a vivir la vida de Otro.

Cristo, nuestra medida

El secreto de la prevención y cura de todo mal es estar en comunión con la cruz de Cristo. El orgullo y la ceguera espiritual son causa de muerte. «Porque el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido» (Mat. 23:12). Así que, para un cristiano, el camino de la gloria, es el camino de la cruz. «Antes del quebrantamiento es la soberbia, y antes de la caída la altivez de espíritu» (Prov. 16:18).

«Digo, pues, por la gracia que me es dada, a cada cual que está entre vosotros, que no tenga más alto concepto de sí que el que debe tener» (Rom. 12-3). La soberbia y el orgullo hicieron caer a nuestros primeros padres. La soberbia se manifiesta cuando no reconocemos nuestros errores, cuando somos intolerantes. La soberbia, el orgullo, la autoglorificación, la autoexaltación se manifiestan cuando no aceptamos opiniones distintas a las nuestras.

El orgullo que tiene alguien por sus logros lo hace sentir superior a los demás. Debiéramos aprender que todo se lo debemos a Dios, que yo no soy nada en mí mismo, que él lo es todo para mí. Nuestra vida no es la medida para medir a los demás; la medida para mí y para los demás siempre será Cristo.

Para vencer el orgullo, hay que arrepentirse, y eso viene por gracia de Dios, cuando nos llega la buena noticia de que está todo hecho. «Consumado es». Cuando nos llega, todos los sentidos se despiertan para arrepentirnos y reconocer que no somos dignos. Y luego viene el Espíritu Santo y opera dentro de nosotros un nuevo nacimiento, un renacer del espíritu, una transformación – la conversión. Conviértete a Cristo, y luego, una vez nacido de nuevo, aplica la cruz en el día a día.

Concluyo con lo siguiente: Cristo conservará eternamente las marcas externas de la cruz, porque ahora, en el cielo, él es un hombre glorificado, y llevará las marcas de la cruz en sus manos, en sus pies y en su costado. Nosotros cantaremos eternamente acerca de la cruz, porque la viviremos por siempre.

A nosotros nos pareciera que, un día, la cruz va a desaparecer, y en lugar de una cruz tendremos una corona. ¿Pero qué haremos con ella el día en que la recibamos? La pondremos a los pies de nuestro Señor Jesucristo. No pensemos que la cruz es algo de lo cual un día prescindiremos. Y ahí está otra vez el ACD; en esa acción está el amor, la cruz y la donación.

Evidencias del carácter de Cristo en nosotros

Algunas otras cosas. El ego es la raíz de todo mal en nuestro estado caído; pero la humildad genera virtudes celestiales. Somos llamados a hacer morir nuestra naturaleza egocéntrica, por medio de la humilde naturaleza de Cristo que vive en nosotros.

Ser quebrantado y pasar por pruebas no es garantía de humildad. Sí, Dios, usa el quebranto para producir en nosotros un corazón que se aflige por su condición, pero también se aflige cuando no estoy agradando a Dios haciendo lo que él quiere, cuando mi vida no está derramando amor y servicio.

Jesús, en Juan 17:10, ora al Padre: «Todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío». Si aplicamos ese principio en los matrimonios, cuando la mujer trabaja, genera recursos, el hombre también, cada uno maneja su cuenta personal. ¡Y qué conflictos se presentan allí! Pero cuando el marido le dice a su mujer: «Lo mío es tuyo», y ella responde: «Y lo mío es tuyo», eso es replicar el carácter de Dios en sus vidas.

Hay rasgos divinos no transferibles, que Dios nunca entregará a nadie: su omnisciencia, omnipotencia y omnipresencia. Las demás cualidades son transferibles, Dios quiere que estemos marcados con ellas. Las cualidades de Dios son infinitas; estaremos toda la eternidad conociendo cómo y quién es él. Pero lo que hoy sabemos basta para rendirnos a él y decir: «Padre, lo que tú quieres para mí, yo también lo quiero. Y aquello que tú aborreces, yo también lo aborrezco». Esto es unidad, comunión con Dios.

Las señales monumentales de la obra de la cruz están en toda la Escritura, desde el Génesis hasta el Apocalipsis. El Evangelio tiene como centro la cruz. La religión dirá: «Debes hacer esto, y te irá bien». Pero el Evangelio dice: «Todo está hecho». ¡Gloria al Señor! La cruz se opone al yo, a la justicia propia, a las pasiones, al orgullo, a los deseos de la carne y de los ojos, y la vanagloria de la vida.

«Si se humillare mi pueblo, sobre el cual mi nombre es invocado, y oraren, y buscaren mi rostro, y se convirtieren de sus malos caminos; entonces yo oiré desde los cielos, y perdonaré sus pecados, y sanaré su tierra» (2 Cr. 7:14). Tu tierra es tu vida, tu familia, tu salud, tu trabajo, tus bienes. Dios te los dio y hoy son tuyos, pero es como si no los tuvieras, porque reconoces que son dones de Dios. ¡Gloria al Señor!

Síntesis de un mensaje oral impartido en el
Campamento de iglesias en Rucacura (Chile), en enero de 2025.