La visión de la gloria de Dios es la que nos sostiene en todo tiempo.
…el misterio que había estado oculto desde los siglos y edades, pero que ahora ha sido manifestado a sus santos … que es Cristo en vosotros, la esperanza de gloria».
– Col. 1:24-29.
El capítulo 1 de Colosenses es uno de los pasajes más preciosos de las Escrituras. Y el pasaje que hemos citado es como una conclusión. En sus epístolas, el apóstol Pablo tiene tendencia a hacer recapitula-ciones y oraciones. Y parece que este pasaje contempla muchas cosas que él ya ha dicho, y lo dice de una manera tan profunda, que es necesario leerlas muchas veces.
Una visión gloriosa
Podríamos entender fácilmente cuando, en Efesios, el apóstol nos dice que estamos en Cristo. Claro, el Señor nos recibe a todos, nos cobija, todo lo tenemos en él. Él es nuestra salvación, nuestra santificación, nuestra vida. Estamos escondidos en él. Pero el apóstol aquí da vuelta la figura.
El contenido ahora es Cristo y el continente somos nosotros. Podemos entender que el mar nos contenga a nosotros; pero ¿podríamos contener el mar en nosotros?
Pensando un poco esto, recuerdo a san Agustín. San Agustín estaba en una playa pensando, y ve una niñita que tomaba el agua del mar y la llevaba para llenar un hoyito que había hecho en la arena. Iba una y otra vez y echaba el agua del mar en la arena. Pero es imposible.
Así que piensen en eso: «Cristo en vosotros». Lo leemos rápido, pero esto es muy glorioso. Dios llenó el cielo de su plenitud, y ha querido revelarnos este misterio, el secreto de Dios, que estuvo guardado toda la eternidad.
Dios nos lo ha revelado, y nos ha hecho siervos suyos para decirlo. «Es Cristo en vosotros, la esperanza de gloria». Por eso Pablo ora «para que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de gloria, os dé espíritu de sabiduría y de revelación en el conocimiento de él» (Ef. 1:17).
En 2 Corintios 12:2, Pablo escribe: «Conozco a un hombre en Cristo, que hace catorce años (si en el cuerpo, no lo sé; si fuera del cuerpo, no lo sé; Dios lo sabe) fue arrebatado hasta el tercer cielo. Y conozco al tal hombre (si en el cuerpo, o fuera del cuerpo, no lo sé; Dios lo sabe), que fue arrebatado al paraíso, donde oyó palabras inefables que no le es dado al hombre expresar».
Y luego, en 1 Corintios 2:9, dice: «Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman».
Visión que transforma
Revisemos el llamamiento de Pablo, su conversión, en Hechos capítulo 26. Él se encuentra con el Señor. «Y habiendo caído todos nosotros en tierra, oí una voz que me hablaba, y decía en lengua hebrea: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Dura cosa te es dar coces contra el aguijón. Yo entonces dije: ¿Quién eres, Señor? Y el Señor dijo: Yo soy Jesús, a quien tú persigues» (vs. 14-15). Pablo perseguía a la iglesia.
«Pero levántate, y ponte sobre tus pies; porque para esto he aparecido a ti, para ponerte por ministro y testigo de las cosas que has visto, y de aquellas en que me apareceré a ti, librándote de tu pueblo, y de los gentiles, a quienes ahora te envío, para que abras sus ojos, para que se conviertan de las tinieblas a la luz» (vs. 16-18).
La misión de Pablo es traspasarnos la visión de Dios. El Señor se presentó delante de Pablo, varias veces, y le mostró cosas maravillosas. Entonces Pablo nos traspasa esto en sus epístolas.
Una visión quiere mostrarnos algo, porque la Palabra graba algo en nuestro interior. «Porque Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones» (2 Cor. 4:6). Así Dios, al principio, en el Génesis, de la nada, de las tinieblas, sacó la luz, y «resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo».
Pablo quiere mostrarnos una visión. ¿Por qué? Porque un hombre a quien se le proyecta la visión del trono de Dios, es transformado. La visión nos transforma, nos capacita, nos inspira, nos saca fuerzas de donde no las hay. La visión nos conmueve, nos moviliza.
Entonces el apóstol afirma que Dios le dio un don, le dio gracia para hablar estas cosas inefables; por eso, él no se cansa de ir y de predicar. Vemos la vida de Pablo: trabajando, corriendo, avanzando y hablando en todo momento de Jesucristo. Él vio algo maravilloso que nos quiere traspasar, y algo de eso está escrito en esta pequeña frase: «Cristo en vosotros». Esta es la visión celestial, la visión de gloria.
El brazo de la fe
La Escritura dice: «Sin profecía», (sin visión), «el pueblo se desenfrena» (Prov. 29:18), o se desordena. Si no tienes una visión, serás presa de tu egoísmo, de tu avaricia, de tus afectos, de tus pensamientos, serás cautivo de ti mismo. Solo la visión nos liberta, nos capacita y nos da gracia para obedecer la Palabra.
Pablo ora para que esto ocurra, «para que habite Cristo por la fe en vuestros corazones» (Ef. 3:17). Y, al decir: «por la fe», está diciendo que la fe que Dios nos ha despertado por la Palabra, la fe verdadera, es el brazo por el cual podemos tocar la visión, extendernos y tocar lo celestial, porque la Palabra produce fe. La fe es ver, es extendernos más allá de lo que vemos físicamente, para tocar la visión celestial.
Por eso, cuando el apóstol testifica, dice: «No fui rebelde a la visión celestial» (Hech. 26:19). Esto puede decirlo alguien que tiene el testimonio. Qué terrible será la vida de aquel que no tiene una visión de Cristo en su corazón; el pecado lo vencerá, y él mismo será presa de aquello que no quiere hacer.
Por eso es importante la Palabra, porque ella abre nuestros ojos y provoca esta realidad maravillosa. Esta es la gloria del cristianismo. Cuando recibimos la palabra de Dios, ella graba en nuestro corazón el rostro de Jesucristo, al cual también somos transformados de gloria en gloria por el Espíritu de Dios.
Una persona que no tiene visión llevará una vida desordenada. Sin visión, el pueblo se desenfrena. La palabra desenfreno es la misma que usa el Antiguo Testamento cuando Moisés bajó y encontró a todo el pueblo danzando alrededor de un becerro de oro – desenfrenados, sin visión de Dios.
Primera ilustración
«Y estas cosas les acontecieron como ejemplo, y están escritas para amonestarnos a nosotros, a quienes han alcanzado los fines de los siglos» (1 Cor. 10:11). El Antiguo Testamento está escrito, según Pablo, para darnos ejemplos de las cosas que sucedieron, para que nosotros no incurramos en estos errores.
En el libro primero de Samuel, hay dos situaciones que ilustran esto de la visión. La primera es el llamamiento de Samuel. Se dice que Samuel tenía unos doce años cuando Dios lo llamó. Él estaba sirviendo en el tabernáculo. Este pasaje es como una advertencia en nuestra vida espiritual. Hay aquí algunos principios de los cuales debemos advertir.
«El joven Samuel ministraba a Jehová en presencia de Elí; y la palabra de Jehová escaseaba en aquellos días; no había visión con frecuencia. Y aconteció un día, que estando Elí acostado en su aposento, cuando sus ojos comenzaban a oscurecerse de modo que no podía ver, Samuel estaba durmiendo en el templo de Jehová, donde estaba el arca de Dios; y antes que la lámpara de Dios fuese apagada, Jehová llamó a Samuel; y él respondió: Heme aquí» (1 Sam. 3:1-4).
El Señor lo llama una, dos, tres veces y, a la cuarta, «vino Jehová y se paró, y llamó como las otras veces: ¡Samuel, Samuel! Entonces Samuel dijo: Habla, porque tu siervo oye» (1 Sam. 3:10).
«La palabra de Jehová escaseaba en aquellos días; no había visión con frecuencia». A esto se debía la situación deplorable de decadencia espiritual y apostasía, que se vivía en ese entonces. La lámpara del tabernáculo, que debía estar siempre encendida, se apagaba. Sin palabra, se apaga el Espíritu.
Pablo dice: «No apaguéis al Espíritu» (1 Tes. 5:19). Aquí hay una advertencia: cuando no hay palabra, no hay visión, no hay nada que te inspire a vivir, que te lleve, que te impulse y que te diga: «Avanza, sigue». Si no hay visión, comienzas a poner tu mirada en aquello que se ve.
Recordemos que el pueblo puso su mirada en lo que se ve, y pidió un rey. Y se le dio a Saúl. Si no hay visión, se apaga el Espíritu y cuando el Espíritu está apagado, no hay visión interior.
Entonces ponemos la mirada en nuestras debilidades, en lo que queremos, en lo que es tangible. Y terminaron bajo el reinado de Saúl, un hombre alto, perfecto, pero perdido – un prototipo del hombre carnal. El llamado de la Escritura es a ver y tomarnos de aquello que no se ve, porque lo que se ve es temporal.
Efectos de la falta de visión
En el libro de Rut, el libro anterior, vemos lo que sucede en una familia cuando viene la escasez, la dificultad, la prueba, el tiempo angustioso, cuando hay presiones sociales, cuando estas cosas que ocurren afuera nos afectan, cuando llega la enfermedad, cuando hay pecado.
«Aconteció en los días que gobernaban los jueces, que hubo hambre en la tierra. Y un varón de Belén de Judá fue a morar en los campos de Moab, él y su mujer, y dos hijos suyos» (v. 1). Rut es un libro terrible, un libro fuerte. Aquí vemos un ejemplo de una familia en la cual se ha extinguido la visión. La palabra no proveyó visión, y la lámpara comenzó a apagarse.
Aquel hombre, llamado Elimelec, decidió irse de Belén, ‘la tierra del pan’, a los campos de Moab. Allí, sus hijos se casaron con mujeres extranjeras. Después, él murió, y también sus hijos, y quedó una mujer viuda, junto con sus nueras. Vino muerte, por una decisión apartada de la fe y de la visión.
Segunda ilustración
Vemos otro ejemplo en 1 Samuel capítulo 1. «Hubo un varón de Ramatain de Sofim, del monte de Efraín, que se llamaba Elcana… Y tenía él dos mujeres; el nombre de una era Ana, y el de la otra, Penina. Y Penina tenía hijos, mas Ana no los tenía. Y todos los años aquel varón subía de la ciudad para adorar y para ofrecer sacrificios a Jehová de los ejércitos en Silo, donde estaban dos hijos de Elí, Ofni y Finees, sacerdotes de Jehová» (vs. 1-3).
He aquí otra familia, con la misma escasez y angustia, pero aquí hay un hombre de vida desordenada, viviendo en poligamia y degradación moral, que tenía conflictos en su hogar: una mujer estéril, la otra con muchos hijos, que discutían y peleaban entre ellas.
Pero este hombre tuvo la virtud de tomar aquello que se le enseñó, y se propuso en su corazón subir cada año a adorar al Señor. Una fe muy básica, con todos sus pecados y con todas sus debilidades, pero eso fue suficiente para que hubiera gracia en su familia.
Ana, una mujer estéril, tenía sensibilidad para ver las cosas de Dios. En el capítulo 2, cuando ella ora, se percibe que Ana veía a Cristo, veía la visión, veía el trono de Dios. Noten el versículo 2:10: «Delante de Jehová serán quebrantados sus adversarios, y sobre ellos tronará desde los cielos. Jehová juzgará los confines de la tierra, dará poder a su Rey, y exaltará el poderío de su Ungido», de su Cristo.
Esto ocurre en un contexto de decaimiento espiritual y apostasía, en un tiempo en el cual nadie adoraba a Dios. El sacerdocio estaba vendido al pecado; los hijos de Elí, ministrando, robaban de las ofrendas, y abusaban de las mujeres que iban al tabernáculo.
Era un momento deplorable espiritualmente, pero esta mujer tenía un corazón encendido. Y cuando llegaba a adorar a Dios, ella consideraba su propia bajeza, su necesidad, y en un momento, decidió poner su necesidad al servicio de la necesidad de Dios.
Y, en medio de aquel pueblo apóstata, ella pone su ser al servicio de Dios. Y dice: «Si te dignares mirar a la aflicción de tu sierva, sino que dieres a tu sierva un hijo varón, yo lo dedicaré a Jehová todos los días de su vida» (v. 1:11).
No fue una oración egoísta como hacemos nosotros: «Dame, Señor, para mí». Ella oró pensando en la visión de Dios, y Dios se lo dio. Y con Samuel se levanta un gran avivamiento espiritual en Israel.
La visión del trono de Dios
Hay cinco hombres en la Escritura a quienes se les reveló el trono de Dios, el gobierno de Dios, todos ellos en circunstancias muy complejas: depresiones sociales, políticas, culturales y de todo orden.
El primero de ellos es Isaías, un hombre muy preparado, miembro de la aristocracia judía de Israel, con potentes presiones sociales, a quien se le revela la visión del trono de Dios (Isaías capítulo 6).
Luego tenemos a Ezequiel, un sacerdote cautivo en Babilonia, sin templo, sin nada, en el río Quebar, guiando a un pequeño grupo de israelitas, con presiones de orden anímica, cultural, y Dios le revela el trono de Dios.
Luego Daniel, en tres imperios, babilónico, medo y persa, lidiando políticamente en esas gestiones, en toda la adversidad que conocemos y que contamos a los niños: la historia de los leones y del horno de fuego. En tales circunstancias, Dios le revela la visión del trono de Dios.
En el Nuevo Testamento, el pasaje del juicio y martirio de Esteban es maravilloso, porque uno esperaría oír acerca de un gran apóstol, pero fue Esteban, el primer mártir, quien, al momento de su muerte, dice: «Veo los cielos abiertos, y al Hijo del Hombre que está a la diestra de Dios» (Hech. 7:56).
Y aquí hay una frase que la versión Reina-Valera pasa por alto. La Biblia de las Américas traduce: «He aquí, veo los cielos abiertos, y al Hijo del Hombre de pie a la diestra de Dios». Es decir, el Hijo de Dios se levanta de su trono y se pone en pie para recibir a su testigo. ¡Qué maravilla!
Y el último testigo es Juan. Allí en Patmos, una isla rocosa, desértica, solo, agotado, expatriado, recibiendo malas noticias de las iglesias: apostasía, divisiones, problemas de los hermanos. Todos los demás apóstoles han muerto, y el Señor le revela el trono de Dios y su victoria, en el libro de Apocalipsis.
Dios quiere revelarse cada vez más a nosotros. Que el Señor nos dé gracia para seguir avanzando, para que los hijos vayan creciendo en este ambiente de visión espiritual; y esto quede impregnado en sus corazones, y guíe su conducta hacia el futuro; hombres y mujeres que tienen la visión de Dios en su corazón: «Cristo en vosotros, la esperanza de gloria». ¡Bendito es nuestro Señor!
La esperanza de gloria
Volvamos a Colosenses, para decir dos cosas más. En esta frase, «a quienes Dios quiso dar a conocer las riquezas de la gloria de este misterio entre los gentiles; que es Cristo en vosotros, la esperanza de gloria», esta esperanza de gloria da la idea de plenitud, de conclusión, de término.
Esta idea nos viene al corazón cuando el Señor dice en la cruz: «Consumado es» (gr. Tetelestai). Pareciera que nada ocurrió, pero Dios, en esa expresión, concluyó, en Cristo, toda su obra. Y el Hijo de Dios entregó el espíritu después de pronunciar estas palabras. «Tetelestai, consumado es». Esta expresión se empleaba en diversas situaciones: cuando se pagaba una deuda, cuando se terminaba un trabajo, o al finalizar la cosecha. «Se concluyó todo, ya no hay nada más que hacer».
Al leer esta frase, «la esperanza de gloria», podemos decir: «Cristo en nosotros es la consumación de todo aquello que Dios hizo; y él hará su obra en nosotros». Aquel que dijo: «Edificaré mi iglesia», lo hará, lo concluirá en nosotros. Ya está cumplido y está realizado en la vida espiritual, en el «consumado» de Dios, pero aquello será una realidad porque la gloria es futura, es esplendor, es plenitud. Cristo es la consumación de todo en nosotros.
Cuando te enfrentas a ese pecado que te domina, con el cual luchas desde tu infancia, que viene una y otra vez a atormentarte, levanta tus manos, y di: «Cristo en nosotros, la esperanza de gloria». Dios terminó con ese pecado, en Cristo, y ya el pecado no te domina más. Créelo.
Cuando tengas problemas con tu matrimonio, eso es parte de nuestra realidad, mas Cristo en nosotros es «la esperanza de gloria». Se suele oír que se acabó el amor, y no queda nada. Cuando hay un hijo que se va, cuando hay dolor, cuando parece que no hay nada más que hacer, ¡Cristo en nosotros, la esperanza de gloria! Cuando toques el fracaso y sientas que ya no vales nada y hasta las ganas de vivir se te han ido, ¡Cristo en nosotros, la esperanza de gloria!
«Creí, por lo cual hablé». Háblalo, créelo, toca la visión celestial por la fe, «para que habite Cristo por la fe en vuestros corazones». Cristo es la respuesta de Dios. ¡Cristo en nosotros, la esperanza de gloria! Este es nuestro grito de guerra. ¡Bendito sea el Señor!
Síntesis de un mensaje oral impartido en el
Campamento de iglesias en Rucacura (Chile), en enero de 2024.