La visión que trasciende el tiempo y que ha sostenido a los creyentes de todas las épocas.
Estuve mirando hasta que fueron puestos tronos, y se sentó un Anciano de días, cuyo vestido era blanco como la nieve, y el pelo de su cabeza como lana limpia; su trono llama de fuego, y las ruedas del mismo, fuego ardiente».
– Daniel 7:9-10.
Cuando Daniel tuvo esta visión del trono de Dios debió haber quedado muy impresionado. Lo describe de esta manera: el trono del Señor era una llama de fuego. Esta imagen nos recuerda de inmediato la zarza que ardía y no se consumía y que atrajo a Moisés, y Dios le habló desde allí.
Una visión del trono
El fuego es asociado con el trono de Dios en todas las Escrituras. Isaías vio «un trono alto y sublime», y se sintió morir. El trono es el centro de atención en Apocalipsis. Cuando Juan fue llevado al cielo, la primera imagen que él tuvo ante sus ojos fue «un trono» (4:2).
¡Qué seguridad nos da la existencia de ese trono! Todos los demás tronos desaparecerán, todos sus gobernantes son pasajeros, pero este es un trono eterno. Qué majestad, qué poder, qué autoridad. Allí se toman todas las decisiones, de allí viene la gracia, el poder, los juicios más terribles. Allí se decidió la creación de todo el universo, y también, la salvación de todos los hombres.
Allí se tomó el consejo eterno: «¿Quién irá por nosotros?» (Is. 6:8). Fue allí cuando el Verbo eterno, que estaba con Dios desde el principio, antes de la creación de todas las cosas, dijo: «Heme aquí, envíame a mí». Desde ese trono se decidió que un día la tierra sería juzgada por su pecado a través de un diluvio.
Cuando se pierde de vista ese trono, nos volvemos livianos; cuando sus criaturas dejan de verlo o cuando ese trono es desafiado, no queda más que oscuridad, perdición, corrupción, inmoralidad y aparece toda la maldad del hombre que perdió de vista a su Creador. ¡Qué solemne es el trono del Señor!
Vemos allí los libros abiertos, igual que en Apocalipsis 20. La visión final del trono, en Apocalipsis 20, dice que los cielos y la tierra huyen y no se encuentra lugar para ellos. Y aparecen todos los muertos de pie delante de Dios, los libros se abren y la humanidad es juzgada por las obras que están escritas en ellos. «Y el que no se halló inscrito en el libro de la vida fue lanzado al lago de fuego» (v. 15).
Pero es también el mismo trono del cual se habla en el libro de los Hechos y en Hebreos: el trono de la gracia donde entró el gran sumo sacerdote que vive intercediendo por nosotros. ¡Cuán precioso es todo esto!
Los hijos de Dios alentamos nuestros corazones, porque desde allí también vino el fuego del día de Pentecostés y el fuego del evangelio llenó el mundo y no ha cesado de arder en los creyentes. El apóstol Pablo dice a Timoteo: «Te aconsejo que avives el fuego del don de Dios que está en ti» (2 Tim. 1:6). En todos los creyentes hay un fuego, el poder del Espíritu de Dios, que provino desde este trono en las alturas.
La visión del Hijo del Hombre
Siguiendo el relato panorámico del capítulo 7 de Daniel, se menciona a «la cuarta bestia, espantosa y terrible y en gran manera fuerte, la cual tenía unos dientes grandes de hierro» (7:7). Claramente se habla de un gobernante mundial. La cuarta bestia alude a la bestia del Apocalipsis, la última bestia que verá la humanidad, con otro nombre.
«Miraba hasta que mataron a la bestia, y su cuerpo fue destrozado y entregado para ser quemado en el fuego» (Daniel 7:11). Quien sea el que se levante, este será su fin; así que los creyentes nos llenamos de esperanza y atesoramos esta palabra, porque Aquel que gobierna la historia aplastará a sus enemigos.
«Miraba yo en la visión de la noche, y he aquí con las nubes del cielo venía uno como un hijo de hombre, que vino hasta el Anciano de días, y le hicieron acercarse delante de él. Y le fue dado dominio, gloria y reino, para que todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieran; su dominio es dominio eterno, que nunca pasará, y su reino uno que no será destruido» (Dan. 7:13-14). ¡Bendita visión!
A Daniel, el siervo muy amado, que servía al Señor con perseverancia, se le concede la visión del Hijo del Hombre viniendo con las nubes. ¿Y de dónde viene? Regresando de la tierra. Él había venido a este mundo, había nacido en un humilde pesebre en la aldea de Belén, y había pasado por la cruz, consumando su obra, venciendo a la muerte, y se había levantado en gloriosa resurrección.
«Y estando ellos con los ojos puestos en el cielo, entre tanto que él se iba, he aquí se pusieron junto a ellos dos varones con vestiduras blancas, los cuales también les dijeron: Varones galileos, ¿por qué estáis mirando al cielo? Este mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, así vendrá como le habéis visto ir al cielo» (Hech. 1:10-11). Y ellos no vieron más al Señor, porque aquella nube le ocultó.
Ahora, unimos Hechos capítulo 1 con Daniel capítulos 7 y 13. Una nube le ocultó, pero aquí Daniel, unos 600 años antes, ve en visión el retorno del Hijo del Hombre. Y recordamos el Salmo 24: «Alzad, oh puertas, vuestras cabezas, y alzaos vosotras, puertas eternas, y entrará el Rey de gloria. ¿Quién es este Rey de gloria? Jehová de los ejércitos, él es el Rey de la gloria» (vs. 9-10).
Daniel lo ve en la visión de la noche. Las nubes, como una carroza celestial, trasladan al Hijo del Hombre, retornando victorioso, con aquellas marcas: sus manos horadadas, sus sienes con las huellas de la corona de espinas, y su costado herido. Es el testimonio que leemos en Apocalipsis capítulo 5: «Y miré, y vi que en medio del trono y de los cuatro seres vivientes, y en medio de los ancianos, estaba en pie un Cordero como inmolado» (v. 6).
El Hijo del Hombre regresa, y sus heridas son celebradas en los cielos. El precio de la eterna redención fue pagado. Allí, millones de millones sirven delante del trono y asisten al Juez que se sienta en el trono. Pero solo a uno, al Hijo del Hombre, se le han dicho estas palabras: «Siéntate a mi diestra, hasta que ponga tus enemigos por estrado de tus pies» (Sal. 110:1).
«Siéntate a mi diestra»
A este siervo, Daniel, se le concede ver lo que David profetizó cientos de años antes, por el Espíritu Santo: «Jehová dijo a mi Señor: Siéntate a mi diestra, Hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies». Lo que Daniel vio fue el momento mismo en que el Padre le dice esto al Hijo. Esta verdad atraviesa la Biblia de principio a fin. Dice Hebreos 1:13: «Pues, ¿a cuál de los ángeles dijo Dios jamás: Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies?».
Jesús mismo, en Mateo 22:41-45 dice: «Y estando juntos los fariseos, Jesús les preguntó, diciendo: ¿Qué pensáis del Cristo? ¿De quién es hijo? Le dijeron: De David. Él les dijo: ¿Pues cómo David en el Espíritu le llama Señor, diciendo: Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi derecha, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies? Pues si David le llama Señor, ¿cómo es su hijo? Y nadie le podía responder palabra; ni osó alguno desde aquel día preguntarle más».
Es maravilloso cómo, una palabra tras otra, van confirmando lo que ocurrió en Daniel 7:13. En Hechos 2:33-35, leemos: «Así que, exaltado por la diestra de Dios, y habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, ha derramado esto que vosotros veis y oís. Porque David no subió a los cielos; pero él mismo dice: Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies».
Esta misma verdad, que leemos en los Salmos, en Daniel, en los Hechos, en las Epístolas y en el Apocalipsis, también la encontramos en Hebreos 8:1: «Tenemos tal sumo sacerdote, el cual se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos». Y el mismo autor señala: «Corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante, puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe, el cual por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz, menospreciando el oprobio, y se sentó a la diestra del trono de Dios» (Heb. 12:1).
Esta verdad ha atravesado toda la historia cristiana. Muchos de nosotros partimos con esta proclamación: «¡Jesucristo es el Señor!». Los cielos, la tierra y el mar, y todo lo que en ellos hay, le adorarán. Toda rodilla se doblará y toda lengua confesará que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre.
Esa verdad está tan vigente, cada día más firme en nuestros corazones. Esta es la visión del Hijo del Hombre que sostiene a la Iglesia. Nosotros no tenemos unas cuantas doctrinas que nos agradan, no seguimos a ciertos autores favoritos – hay una revelación que provino del trono mismo de Dios.
El Señor Jesús le dijo a Pedro: «Entonces le respondió Jesús: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos» (Mat. 16:17). El Padre, que está sentado en el trono de fuego tocó el corazón de Pedro, y también nuestros corazones. Y así surge la obra de Dios, la iglesia, y es evangelizado el mundo entero por este fuego encendido desde el cielo.
«Siéntate a mi diestra hasta que…». La expresión «hasta que», indica un lapso de tiempo. Pasaron los primeros años con persecuciones y, tras dos mil años, sigue presente esta verdad. Y ahí estamos, esperando el pleno cumplimiento de todas estas cosas. La iglesia del Dios viviente, columna y baluarte de la verdad, aquellos que tenemos a Cristo revelado y que vemos el trono de Dios, estamos firmes.
Falta de visión
Veamos un pasaje que no se podría omitir, en Mateo 26:63-65. «Mas Jesús callaba. Entonces el sumo sacerdote le dijo: Te conjuro por el Dios viviente, que nos digas si eres tú el Cristo, el Hijo de Dios. Jesús le dijo: Tú lo has dicho; y además os digo, que desde ahora veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder de Dios, y viniendo en las nubes del cielo. Entonces el sumo sacerdote rasgó sus vestiduras, diciendo: ¡Ha blasfemado! ¿Qué más necesidad tenemos de testigos? He aquí, ahora mismo habéis oído su blasfemia. ¿Qué os parece? Y respondiendo ellos, dijeron: ¡Es reo de muerte!».
Podemos unir este pasaje de Mateo capítulo 26, con Daniel capítulo 7. El Señor guarda silencio ante sus acusadores. El sumo sacerdote, conocedor de las Escrituras, sabía que, si utilizaba esa fórmula, obtendría una respuesta directa, y echó mano a su autoridad y a su astucia, al declarar: «Te conjuro por el Dios viviente».
El Señor Jesús es confrontado para responder invocando la máxima autoridad del universo. Ante tal presión era imposible que él permaneciera en silencio. «Jesús le dijo: Tú lo has dicho; y además os digo, que desde ahora veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder de Dios, y viniendo en las nubes del cielo».
Entonces, en ese momento dramático, Jesús hizo referencia a la visión del Hijo del Hombre, de Daniel capítulo 7. El sumo sacerdote, instruido en las Escrituras, supo de inmediato que Jesús, al citar Daniel 7:13-14 se estaba asociando con Dios mismo. Un hombre delante de ellos estaba diciéndoles que él era el cumplimiento de la profecía de Daniel, el Hijo del Hombre que vendría en las nubes.
Si todos aquellos judíos, si todas aquellas autoridades religiosas hubiesen tenido un poquito de luz, un mínimo de sensibilidad, ¿no era ese el momento propicio para que ellos, en vez de rasgar sus vestiduras, se hubiesen postrado delante de su Rey? ¿No era este el siervo sufriente anunciado en Isaías 53?
Sin embargo, aun así, ellos cumplieron la profecía de la Palabra. Tuvieron a su Mesías frente a ellos, oyeron su voz y no lo reconocieron. Y en vez de humillarse ante él, el sumo sacerdote lo acusó de blasfemia, porque se había asociado con Dios mismo. Pero desde el punto de vista de Dios ¿quién fue aquel que en verdad blasfemó? Fue Caifás y todos los demás, porque tuvieron a su Señor delante de ellos, y lo despreciaron.
El Hijo del Hombre regresará
Esto nos lleva a otra profecía, cuando Jesús llora sobre Jerusalén: «¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados! … He aquí, vuestra casa os es dejada desierta; y os digo que no me veréis, hasta que llegue el tiempo en que digáis: Bendito el que viene en nombre del Señor» (Luc. 13:34-35). Esperamos el cumplimiento de esta profecía.
«Además os digo, que desde ahora veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder de Dios» (Mat. 26:64). Después de esto, Jesús, llevado ante Pilato, fue humillado y azotado; y, en la cruz, al morir por nosotros, dijo: «Consumado es». Mas al tercer día resucitó de entre los muertos.
Todo lo anunciado por el propio Señor se cumplió a la perfección. Y Daniel ve al Hijo del Hombre que viene de retorno en las nubes. Le hacen acercarse al Anciano de días, y es allí donde se cumplen las palabras: «Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies».
En estas palabras de Mateo 26:64 hay una segunda profecía del Señor acerca de sí mismo que aún no se ha cumplido. Porque, tras haber dicho: «Desde ahora veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder de Dios», él Señor agrega: «y viniendo en las nubes del cielo». Ya lo había dicho en Lucas 21:27. «Entonces verán al Hijo del Hombre, que vendrá en una nube con poder y gran gloria».
Juan escribe: «He aquí que viene con las nubes, y todo ojo le verá, y los que le traspasaron; y todos los linajes de la tierra harán lamentación por él. Sí, amén» (Apoc. 1:7). Esta profecía se cumplirá.
Una realidad corporativa
Vamos a Daniel 7:18. Una vez que el Señor asciende a los cielos como Cabeza recibe lo que dice primero el verso 7:14: «Y le fue dado dominio, gloria y reino, para que todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieran; su dominio es dominio eterno, que nunca pasará, y su reino uno que no será destruido».
Ahora vemos a nuestro Señor como la Cabeza del cuerpo que es la iglesia, una revelación potente que nos ha sostenido por años. Él murió, y en él morimos. Él resucitó, y con él resucitamos. Nuestra Cabeza se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas, y a nosotros «nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús» (Ef. 2:6). ¡Bendita Cabeza!
Nuestro Señor Jesucristo fue proclamado Rey de reyes y Señor de señores. Él, la Cabeza, recibió el reino eterno; pero lo que le pertenece a la Cabeza le pertenece también al cuerpo. Hermano, si tienes la revelación de que tú eres miembro del cuerpo de Cristo, gocémonos y alegrémonos, porque nuestra garantía es el Cristo glorificado, el Hijo del Hombre sentado a la diestra de Dios.
«Después recibirán el reino los santos del Altísimo, y poseerán el reino hasta el siglo, eternamente y para siempre» (Dan. 7:18). La Escritura declara lo que nosotros realmente somos. «…porque tú fuiste inmolado, y con tu sangre nos has redimido para Dios, de todo linaje y lengua y pueblo y nación; y nos has hecho para nuestro Dios reyes y sacerdotes, y reinaremos sobre la tierra» (Apoc. 5:9-10). Aún no somos reyes; aunque, en un sentido, lo somos; pero viene el día en que esto se manifestará plenamente. Así está escrito.
Levantemos nuestra mirada
Hoy no es un día de debilidades. Hay muchas razones para tener temor ante lo que está aconteciendo en el mundo: cambios de gobiernos, surgimiento de ideologías y leyes anticristianas, en un proceso de desconstrucción donde el testimonio de Dios es motivo de burla; los mandamientos divinos son despreciados y hay un avivamiento del ocultismo y del ateísmo. Muchos niegan la santidad, la gloria y aún la existencia de su Creador.
Eso está ocurriendo hoy en el mundo, pero nosotros elevamos nuestra mirada, porque todo eso será pasajero. Si se levanta un gobierno mundial que marque a las personas, todo eso será pasajero; si hay un control de la humanidad y muchas plagas vengan sobre el mundo entero, todo eso será pasajero.
Lo único que permanece para siempre es el trono inconmovible de nuestro bendito Dios y Padre. Lo que permanece para siempre es el Cristo ascendido, que viene en las nubes con poder y gran gloria. El reino eterno, tú y yo como reyes y sacerdotes, eso permanece para siempre.
En estos días, este es el mensaje del Espíritu Santo: Que no se enfríe el amor, que el fuego del amor del Señor derramado por el Espíritu Santo en nuestros corazones esté firme. Donde quiera que él nos haya puesto, somos hombres y mujeres, jóvenes, niños y ancianos que amamos al Señor.
No temamos lo que hayamos de padecer. El Espíritu dice: «Sé fiel hasta la muerte, y yo te daré la corona de la vida» (Apoc. 2:10). ¿Será que alguno de nosotros tendrá que pasar por esa experiencia? No lo sabemos. Pero si un día enfrentamos un horno recalentado, como ocurrió en los días de Daniel, aunque el Señor no nos salve –como dijeron aquellos siervos– aún así no nos inclinaremos ante lo que el mundo diga.
La visión que nos sostiene
La Babilonia de hoy irá tras un gran gobernante carismático, que fingirá ser la verdad, como ese sumo sacerdote que, con aparente autoridad divina, juzgó al Señor, y todos lo aprobaron. El mundo espera que esos líderes se levanten, y lo que esa autoridad religiosa o política diga, se cumplirá en el mundo entero, de manera inexorable. Eso es lo que viene. No seamos ingenuos y cuando eso acontezca, esta palabra de hoy nos sostendrá a ti y a mí.
Y si, por alguna razón, el Señor tiene que ser glorificado con el sacrificio de algunos de nosotros, como fue con los apóstoles que fueron al martirio, diciendo: «No podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído» (Hech. 4:20), este mundo verá una generación de creyentes, una iglesia gloriosa, que no le teme a nada ni a nadie, sino al Padre y al Hijo, y que es guiada por el Espíritu Santo.
Los que somos reyes y sacerdotes entendemos que hoy no es el día de reinar, sino el día de interceder. Daniel tenía sabiduría. Él podría haber gobernado allí y lo habría hecho mejor que los reyes de su tiempo. Eso no le fue permitido; pero sí él oraba, y su oración gobernó situaciones que acontecieron después.
Hermanos, unámonos en oración; levantémonos mirando las nubes del cielo y digamos: «Señor, ven pronto». Porque cuando él venga, nosotros seremos manifestados también con él en gloria. Tenemos un precioso tesoro en estos vasos de barro, pero aliéntese tu corazón: cual sea la tribulación que venga, estemos preparados; no cesemos de confesar el nombre del Señor y de guardar su palabra.
Que tu corazón se encienda. Este es el día en que el trono de fuego envía suministro del Espíritu Santo, el mismo fuego del día de Pentecostés. Las lenguas de fuego sean repartidas nuevamente, y sea avivado el fuego del don de Dios que está en todos los santos. No seas contado entre los tibios, porque ya sabes cuál es el fin de aquéllos, sino seamos contados entre aquellos que miramos al cielo, despreciando las dificultades.
Hermano no te dejes seducir por las ideologías de este mundo, porque perecerán. Esas leyes malvadas no durarán mucho. Pronto viene el reino del Señor: él quebrantará a las naciones y las gobernará con vara de hierro.
El tiempo está cerca
«Después me mostró un río limpio de agua de vida, resplandeciente como cristal, que salía del trono de Dios y del Cordero. En medio de la calle de la ciudad, y a uno y otro lado del río, estaba el árbol de la vida, que produce doce frutos, dando cada mes su fruto; y las hojas del árbol eran para la sanidad de las naciones. Y no habrá más maldición; y el trono de Dios y del Cordero estará en ella, y sus siervos le servirán, y verán su rostro, y su nombre estará en sus frentes. No habrá allí más noche; y no tienen necesidad de luz de lámpara, ni de luz del sol, porque Dios el Señor los iluminará; y reinarán por los siglos de los siglos» (Apoc. 22:1-5). ¡Gloria al Señor!
Esta es la visión de Daniel, de nuevo. Aquí está el trono de Dios y el «hijo de hombre que vino hasta el Anciano de días», en Daniel 7:13-14. En los días de Daniel, se le dijo a él, anticipadamente: «Pero tú, Daniel, cierra las palabras y sella el libro hasta el tiempo del fin» (12:4). Pero a Juan se le dijo algo distinto: «No selles las palabras de la profecía de este libro, porque el tiempo está cerca» (Apoc. 22:10).
El reino de los cielos se ha acercado. El Señor nos asignó un reino y nos enseñó a orar: «Venga tu reino». Y esta palabra nos confirma el corazón. Este es el destino de la iglesia: mientras el mundo se desmorona, hay una iglesia que se fortalece. Hemos bebido, y seguiremos bebiendo, aguas vivas de este torrente que fluye el trono de Dios, un río de agua limpia y un fuego que proviene del trono, que no es simple emoción, sino el poder del Señor metido hasta lo más profundo de nuestros corazones.
Síntesis del mensaje impartido en el
Retiro virtual de iglesias en Chile (Enero 2021).