Hacia un conocimiento más profundo y más real de Cristo.

Porque para mí el vivir es Cristo, y el morir es ganancia».

– Filipenses 1:21.

El apóstol Pablo proclamó este testimonio en un momento crucial de su vida. Estaba viviendo momentos difíciles. Tenía deseos en su corazón de partir para estar con Cristo, pero tenía una lucha tremenda, porque también decía que le era necesario quedarse por causa del testimonio de la voluntad de Dios en la tierra, por el reino de Dios. Pero en este testimonio vemos que toda su vida, todos sus deseos, sus anhelos, sus proyectos, toda su vida, aun su vida física, estaba siempre centrada en la persona preciosa del Señor Jesucristo.

Este hombre que alguna vez dijo: «Sed imitadores de mí, así como yo de Cristo», hoy día también puede enseñarnos que lo más precioso, lo más hermoso, lo más noble de un creyente es reflejar la vida de Cristo. Es vivir a Cristo y, por ende, reflejar la misma vida de él en todo momento; no sólo cuando la vida es abundante, no sólo cuando nos ha ido bien en el trabajo o en los proyectos terrenales, cuando hay salud en nuestra casa, o cuando hay alguna bendición material, sino también cuando enfrentamos circunstancias difíciles, cuando llega la enfermedad, o una mala noticia, cuando llegan los momentos difíciles que el mismo Señor prepara para nuestro bien y nuestro provecho en Cristo.

Para resplandecer realmente como luminares en este mundo, deberíamos también decir como Pablo, en toda circunstancia:«Para mí el vivir es Cristo». Y si en un momento dado me encontrara con la misma muerte, también para mí eso es precioso, porque estaría con Cristo. Sería realmente una ganancia tremenda, porque me encontraría con el amor de mi vida, con el que ama mi alma.

La preeminencia de conocer a Cristo

Una de las cosas más nobles que tenemos que vivir en estos días con la vida de Jesús, con el Espíritu, con todas sus fuerzas, es vivir a Cristo, no tanto en el conocimiento, sino en una experiencia.

En el comienzo de la vida cristiana, el Señor nos muestra sus obras. Vemos milagros del Señor, vemos cómo responde nuestras oraciones. Todos nosotros podemos contar los testimonios que vivimos los primeros días de creyentes. Tantos milagros, oraciones contestadas, visiones espirituales, tantas cosas que hemos vivido. Eso es precioso, y tiene su momento.

Pero un poco más adelante, lo más noble que aprendemos a vivir es cuando, a través de las circunstancias y de los fracasos, conocemos a Cristo en la vida experimental, en un conocimiento más precioso de su mismísima persona. Porque el Don de los dones es él, el Señor de los señores es él, el Hijo eterno es él, el Cordero de Dios que fue inmolado es él. Siempre ha de ser nuestro primer deseo poder conocerle más y más. Este debiera ser nuestro anhelo más profundo – conocer al Señor Jesucristo. ¿Cómo le conocemos? ¿Cómo le vamos a ir conociendo? A medida que vayamos viviendo situaciones.

Cuando comienza a irse ese gozo que experimentamos los primeros días de la fe, entonces, empezamos a decir: ‘Pareciera que el Señor está lejos de mí; ya no siento lo que antes sentía, ya no me emociono como antes’. Y empezamos a juzgarnos a nosotros mismos, a hacernos una crítica, y a decir: ‘A lo mejor, es porque no estoy orando mucho, porque no estoy ayunando. Yo tendría que estar siempre cantando’. Y cuántos de nosotros hemos experimentado aquello. Has empezado a hacer cosas otra vez, para volver a sentir el gozo y la alegría.

Y hay veces en que nos hemos convertido también en dadores de recetas para experimentar la vida de Cristo, y nos hemos dado cuenta que tan pronto como hemos dado una receta, nosotros mismos venimos a ser los fracasados. No existen recetas para poder vivir a Cristo, para poder conocerlo más y más.

A cada creyente, cada hermano o hermana, el Señor ha preparado un camino de situaciones adversas, de quebrantos, donde empezamos a conocernos a nosotros mismos. Y empezamos a espantarnos de cuán egoístas, frágiles y débiles somos. Empezamos a espantarnos de lo que somos. Empezamos a ver que somos hipócritas, que no somos tan santos como declarábamos, ni tan fuertes en la fe como alguna vez proclamamos con vehemencia. Y empezamos a sentirnos las personas más débiles, y alguno de nosotros, por meses, hemos llegado a silenciar el testimonio. Y no porque no tengamos nada que decir, sino porque el Señor está preparándonos y mostrándonos lo que somos en nosotros mismos.

No hay cosa más preciosa que, después de vivir los momentos difíciles, llegamos a tener un conocimiento un poco más profundo, más amplio, más real, de la persona preciosísima de Cristo. No con tantas emociones ni tantas palabras, sino en el conocimiento de él.

Y si hoy día, a pesar de todas las cosas, estamos enamorados de Jesús, y seguimos proclamando su nombre, es porque le hemos conocido un poquito más. Y les digo que este año vamos a conocer más profundamente a Jesucristo, porque el Señor se ha propuesto que le conozcamos más y más, que nos levantemos de nuestros fracasos y le miremos a él. El Señor tenga misericordia y nos bendiga abundantemente con su gracia.

El ejemplo de Elías

Quisiera ilustrar estos dos periodos de la vida cristiana. Todos conocemos algo del proceso que vivió el profeta Elías. Cuando aparece en escena, en el capítulo 17 y 18 de 1 Reyes, le vemos como un hombre experimentado en proezas, en poder, en palabras. Lo que él decía, se cumplía. Era el comienzo de su carrera, lleno de dones, de talentos, de gracia, de poder, de autoridad. Su palabra era tan firme, que los hombres temblaban cuando la oían.

Cómo olvidar las hazañas que hizo en el monte Carmelo, aquello que ha marcado a tantos hombres y a tantas mujeres de Dios, al ver el poder y la grandeza del Señor, y cómo todos los enemigos de Dios fueron avergonzados y aun destruidos. Allí Elías degolló a todos los profetas de Baal. Era tanto el poder, que podía hacer llover fuego del cielo, hacer que se quemara el holocausto, y aun mofarse de sus enemigos. ¡Qué tremendo, qué poderoso Elías! ¡Qué gran profeta! No había nadie como él en su generación.

Pero luego vemos un segundo período en la vida de Elías – tal como ocurre con nosotros: «Acab dio a Jezabel la nueva de todo lo que Elías había hecho, y de cómo había matado a espada a todos los profetas. Entonces envió Jezabel a Elías un mensajero, diciendo: Así me hagan los dioses, y aun me añadan, si mañana a estas horas yo no he puesto tu persona como la de uno de ellos. Viendo, pues, el peligro, se levantó y se fue para salvar su vida, y vino a Beerseba, que está en Judá, y dejó allí a su criado. Y él se fue por el desierto un día de camino, y vino y se sentó debajo de un enebro; y deseando morirse, dijo: Basta ya, oh Jehová, quítame la vida, pues no soy yo mejor que mis padres» (1 Reyes 19:1-4).

Elías, el que había hecho llover fuego del cielo, después de haber desafiado y degollado uno por uno a los profetas allí de Baal en el arroyo de Cisón, después de todas estas hazañas, se encuentra con su propia naturaleza. En ese momento se enfrenta con el hecho de que él ama tanto su vida, que quiere salvarla, y quiere huir como un cobarde. Habiendo vencido a tantos, tiene miedo de una mujer, y se va.

Es una ilustración que nos sirve para ver cómo el Señor nos hace pasar por un primer periodo y luego nos lleva a un segundo. Tenemos que declarar, por supuesto que el segundo es más precioso que el primero, porque en el segundo se conocerá realmente a Dios de verdad. No sólo se conocerán las proezas, los milagros, los dones y talentos, sino se empezará a conocer a él, y habrá una comunión más cercana con él, más íntima, de voz a voz, de palabra a palabra.

Elías quiso salvar su vida, y huyó. Todos los profetas han pasado por esta situación. Lo mismo le ocurrió también a Juan el Bautista. El que proclamaba con tanta vehemencia, el que declaraba los pecados a los hombres con tanta fuerza, el que había dicho: «He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo», y que había hablado muchas cosas acerca de él, llegó el momento en que es encarcelado, y entonces también muestra su debilidad y es enfrentado con él mismo, y la duda lo consume, la confusión lo hace temblar.

Todos nosotros tenemos que experimentar fracasos; encontrarnos con nosotros mismos, para poder levantarnos y reflejar a Cristo. De otra manera, llenos de nosotros mismos, nunca reflejaremos la gloria del Señor.

2ª Corintios 3:18 dice: «Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor». De tal manera que, para poder reflejar a Cristo, proyectar al Señor, tenemos que pasar por estas situaciones, por estas cosas que usted hoy está viviendo, por esas cosas que usted ya ha vivido, o por esas cosas que usted enfrentará en los días que vienen.

Ser hallados en Cristo

Quisiera alentar sus corazones, hermanos, para cuando lleguen los momentos de la prueba y la debilidad, y usted se encuentre con usted mismo, y se empiece a dar cuenta que no es tan poderoso ni tan bueno como creía ser, que no tiene tanta fe como creía tener. El Señor está muy cercano; está con nosotros, y quiere que nosotros le conozcamos un poquito más. Que dejemos sólo de proclamar grandezas, cosas acerca de Jesús, las obras del Señor, los milagros del Señor, y comencemos a experimentar a Cristo en una manera maravillosa. Sólo así nos levantaremos, y se cumplirá la palabra profética de Isaías 60:1: «Levántate, resplandece». Nos levantaremos, pero también vamos a resplandecer.

En cada situación, en cada circunstancia, en cada momento que estemos enfrentando, con la familia, con los hijos, con el trabajo, con los problemas que surgen, allí se necesita proyectar la vida de Cristo, allí se necesita, como dice Filipenses, «ser hallado en Cristo».

Qué terrible es cuando no soy hallado en Cristo. Cuando soy enfrentado a una situación, cuando tengo conflictos con mis hermanos, con mi familia, cuando soy hallado en mí mismo, es la tristeza más terrible que viene a nuestra alma y a nuestro corazón.

Qué precioso es encontrar hermanos que han experimentado aquellos fracasos y ya no confían tanto en sí mismos; y cuando hay conflictos, sobre todo en las iglesias, saben recibir, saben atender, entienden la palabra, entienden la disciplina, y no reclaman.

Pero también nos encontramos muchas veces con personas que no son halladas en Cristo, porque comienzan a reclamar a Dios, a los hermanos: ‘Son injustos; miren lo que quieren hacer conmigo. Se pusieron de acuerdo para tramar cosas contra mí’. Cuando usted está diciendo eso, está siendo hallado en usted mismo, y es una vergüenza. Pero es bendita esa vergüenza, porque tenemos la esperanza de levantarnos y por fin ser cristianos reales. Cuando enfrentamos estas situaciones, el Señor nos está mostrando lo que somos, no más; y ahí dejamos de creernos que somos espirituales, y dejamos de exhortar con tanta vehemencia a los demás.

Cuando llegue nuestro turno en la dificultad, ¿cómo reflejaremos la vida de Cristo, cómo resplandeceremos? Dios tenga misericordia, y nos permita, en estos días, conocer más y más a Cristo.

La experiencia fundamental

En un momento, en el versículo 3, del capítulo 19 de 1 Reyes, vemos que Elías se va para salvar su vida, pero cuando comienza a darse cuenta que ha cometido el error, ya está cansado, está sin fuerzas, se ha debilitado. Ya no es el profeta que predice muchas cosas; más bien, no tiene ánimo ni aun fuerza física. Entonces, vuelve en sí, y ahora le vemos en el otro extremo. Primero se amaba tanto que quería salvar su vida; y ahora, deseando morirse, dice: «Basta ya, quítame la vida».

Cuando comenzamos a vivir y a experimentar esto, cuando pasamos por ese periodo tremendo de angustia y de dolor, y cuando nos enfrentamos con nosotros mismos, qué benditas son las palabras que llegas a decir: ‘Sí, tengo que morir a mis deseos, a mis pasiones, a mis proyectos, a lo que pensaba, a lo que creía ser. Tengo que morir a aquello. No soy tan bueno, no soy tan fiel, no soy tan santo; tengo que morir a lo que tanto amo, a lo que tanto quiero’.

¿Sabe?, una vez que Elías dice: «Basta ya, oh Jehová, quítame la vida, pues no soy yo mejor que mis padres», recién tiene una intervención divina. Solamente así viene el toque y la voz del Señor, que nos alienta y nos dice: «Levántate». Es como si nos dijera: ‘Eso quería oír de ti; quería que te juzgaras a ti mismo, que reconocieras tus yerros, que reconocieras todas tus cosas que no son conforme a piedad. Tan sólo eso quería, que lo reconocieras. Ahora estoy contigo. Levántate, porque todavía hay muchas cosas que quiero mostrarte’.

Y así fue como se fortaleció y caminó. Y llegó hasta el monte Horeb, allí donde tuvo una experiencia maravillosa con el Señor, casi al final de su carrera. Después le vemos en 2 Reyes sólo teniendo algún diálogo con Eliseo, y luego siendo tomado en un carro de fuego.

Estos dos periodos se cumplen en nosotros. Primero son las hazañas, los milagros y todas las cosas que vivimos; y segundo, la crucifixión de nuestra carne, de nuestras pasiones, de nuestros deseos. Aun lo bueno de nosotros tiene que morir. Esas buenas intenciones, esas estrategias humanas y religiosas que traíamos, aun aquello que parece ser tan bueno y que pudiera servir para el proyecto y la obra del Señor, tenemos que menospreciarlo, por ganar a Cristo, y sólo a Cristo, para poder expresarlo y manifestarlo.

Sólo cuando Elías dijo que quería morir, vivió la experiencia más maravillosa de su vida. Estuvo en la intimidad en el monte Horeb, hablando con el Señor. Qué precioso es poder reconocer los yerros. Qué precioso, qué noble y qué grande es poder declarar que ya no confiamos tanto en nosotros mismos.

Necesidad de madurar

Oh, hermanos, quiero ahora declarar algunas cosas que hemos experimentado en estos días cuando hemos visitado algunas iglesias. Nos hemos encontrado con diferentes tipos de hermanos. Hermanos trabajados por el Espíritu Santo, por la cruz del Señor, laborados cual barro en las manos del alfarero. Pero también hemos encontrado a otros llenos de dones y talentos, pero también de justicia propia, mostrándose, al punto de que casi no dejan hablar, hablando de todas las cosas que hacen, de todo lo que ven, de todo lo que a ellos se les ha profetizado.

Y también hemos visto las debilidades de algunos hermanos, de los que habíamos pensado que habían crecido en el Señor, pero muestran hasta en las cosas más pequeñas, que no han alcanzado la madurez. Con tanto tiempo caminando, tantos años en la fe, pero todavía son niños en su manera de pensar y de hablar. Pero ellos no se dan cuenta. Creen que tienen la razón, que ellos son los espirituales y los demás están equivocados. ¡Qué tremendo es encontrar cristianos con esas características!

El Señor nos está diciendo que nos levantemos para sostener el testimonio. Levantarnos de la postración para seguir adelante y servir al Señor. Pero también nos dice que resplandezcamos. Y la única manera de reflejar a Cristo es que nosotros desaparezcamos y que Él sea visto en nuestra vida.

Si hay algo que tiene que marcar nuestro corazón y quedar allí sellado con el Espíritu Santo es: ‘Menos yo y más Cristo en mi vida’. Y si a esto tenemos que volverle a sacar brillo una y otra vez, hemos de hacerlo, como Pedro decía que no le era gravoso decir las mismas cosas, porque siempre es necesario decirlas.

Que el Señor bendiga a todos los hermanos. Que nos bendigamos unos a otros; que dejemos de ser niños, nos levantemos firmes en la Roca, en la firmeza de Cristo, en la fortaleza de él, y también reflejemos a Cristo.

Esto es lo más noble y lo más glorioso. Usted podría tener mucho ministerio y mucha gloria en todo lo que hace; pero, finalmente, lo más noble y lo más precioso es impregnarse de la vida maravillosa de Cristo, y poder reflejarla dondequiera que usted vaya, sin palabras, con una mirada, con un gesto, con un abrazo fraterno. Y muchos podrán ver que Cristo está en usted. Entonces, nadie se llevará la gloria sino el Señor; entonces declararemos con más fe y con más revelación: «Porque de él, por él y para él son todas las cosas». Amén.

Síntesis de un mensaje impartido en Rucacura, en enero de 2009.