Debido a la caída, el hombre es hoy una especie distinta de la que Dios creó.

Lo dicho más arriba puede parecer un poco alarmante, pero será bueno para nosotros comprender, desde el primer momento, que estamos tratando con un asunto del carácter más serio. No es que simplemente el hombre tuvo un desliz en algún punto, tomó un giro equivocado, y se convirtió en un delincuente u ofensor. Tampoco es que sólo se convirtió en un pecador, o incluso en una criatura pecaminosa. Todo esto puede ser verdad, pero no es toda la verdad. El hombre no está meramente en el camino equivocado, y en la necesidad de ser re-direccionado, o puesto en el camino correcto. Tampoco es el hombre una simple víctima de un humor maligno, o un fugitivo de la ley todavía libre, que va sembrando malezas, alienado de lo mejor de sí mismo. La restauración del hombre para Dios, su divina vocación, propósito y destino, no es simplemente la transferencia de sus intereses y energías desde una dirección –el yo, el pecado y el mundo– hacia otra –Dios, lo bueno, y el cielo. Cuando Cristo, hablando del hijo pródigo, usó las palabras, «volviendo en sí mismo», no quiso decir que tan sólo recordó y se volvió de un curso distinto.

En la Escritura hay una evidencia apabullante de que la salvación es infinitamente más radical que todo esto.

Aquí es donde yace el defecto fatal de tanto esfuerzo evangélico, e incluso de las convenciones ministeriales. Rendición, consagración, entrega, y palabras o términos como estos, se usan como si quisieran decir mucho más que el paso inicial, el primero, que representa tan sólo la toma de una actitud. Dios no quiere, y la Biblia no lo enseña, que el «viejo hombre» sea consagrado a él. ¡El «viejo hombre» tiene que ser crucificado, no consagrado! Cuán a menudo los jóvenes son exhortados a consagrar al Señor sus habilidades, talentos, energías y entusiasmo, como en el himno:

«Joven, fuerte y libre;  seré lo mejor que puedo ser,  para Dios, la justicia y…»

Pero, en el largo camino, descubren una fatal carencia, falla e incompetencia, la prueba más grande de lo que es en sí mismo el movimiento de «conferencias cristianas». Este movimiento está en constante crecimiento, y año tras año, en todas partes del mundo, cientos de miles de cristianos desilusionados se reúnen con la perspectiva de encontrar una solución al problema de la vida no victoriosa, o el servicio inefectivo. Aquellos que tenemos algo que ver con las convenciones o conferencias, no podemos sonreír ante esas grandes audiencias y hablar sobre ellas como si representaran un gran éxito, en lugar de poner de manifiesto la más grande y dolorosa de las tragedias. Si los mensajes compartidos tienen que ser tomados como indicadores del objetivo de esas convenciones, entonces no hay ninguna duda de lo que acabamos de decir. 1

No obstante, este es el lado negativo del asunto, y debemos venir al positivo. No es un cambio de lado, intereses, o dirección; tampoco un llamado a reavivar la energía y el celo. Nada menos que un cambio en la constitución misma del ser responderá los interrogantes y llenará la necesidad. Traer las habilidades naturales (heredadas o adquiridas) hacia las cosas de Dios, y hacerlas la base o el medio para hacer su obra, es la forma más cierta e inevitable de poner al obrero y la obra en una posición falsa, la cual, tarde o temprano, traerá consigo las más serias concesiones y desastrosos resultados concebibles.

Antes de que podamos movernos de regreso hacia el principio y ver lo que sucedió con el hombre, hay una cosa a tener en mente: es importante que los asuntos de la verdad divina no sean tomados meramente en sí mismos, como temas aislados, sino que su pleno alcance y relevancia sean siempre reconocidos. La verdad es un todo. No hay en las Escrituras un plural para la verdad, esto es, «verdades», sino aspectos de la verdad; y ninguno de ellos puede mantenerse por sí solo. Es esencial observar el comienzo, la ocasión, y el asunto último de cada fase de la verdad.

Luego, se debe recordar definitivamente que, en la Escritura, la verdad es progresiva. En las etapas tempranas, las cosas no se declaran de una forma completa o precisa, pero hay mucho que puede ser inferido a partir de ellas. Sólo cuando avanzamos hacia el fin, obtenemos declaraciones más plenas, a la luz de las cuales todo lo anterior debe ser considerado. Como ejemplo, consideremos la doctrina de la Trinidad Divina. No es sino hasta el tiempo de Cristo que la tenemos total y definitivamente revelada en el evangelio de Juan (Capítulos 14-16); aunque, no conocida experimentalmente sino hasta el advenimiento del Espíritu Santo. Entonces, esto mismo ocurre con el asunto que estamos considerando. La naturaleza del ser humano, como espíritu, alma y cuerpo, no se declara de manera definitiva hasta que estamos bien adentro del Nuevo Testamento. Pero existen suficientes inferencias, como también frecuentes expresiones fragmentarias al respecto, desde mucho antes. La explicación de esta tardanza es una parte vital de todo nuestro asunto, porque significa que, hasta que el Espíritu Santo more realmente dentro de él –con todo lo que ello implica– no es posible para el hombre conocer las cosas de Dios de una manera adecuada y vital. De allí la futilidad de hacer de la Biblia un libro de estudio o un manual con temas a ser estudiados como tales. Así que ahora, con la revelación más plena del Nuevo Testamento delante de nosotros, podemos regresar nuevamente al principio.

Creación y constitución del hombre

Cuando, con ojos iluminados, vemos de verdad al Hombre, Jesucristo, y lo que realmente es un hijo de Dios en el Nuevo Testamento, también entendemos dos cosas: en primer lugar, cómo era el hombre según Dios desde el principio, y cuál es el cambio fundamental representado por un hombre verdaderamente renacido. En cuanto a su constitución, vemos que él era, y es, espíritu, alma y cuerpo. Pero, decir esto es sólo la mitad del asunto. Esto es un hecho en cuanto a las partes constitutivas del hombre. La otra mitad es aquella que representa su orden y función. Fue en el descalabro de este orden cuando dicha función resultó mortalmente afectada y el hombre se convirtió en algo enteramente diferente de lo que Dios quería que fuera.

Ya hemos dicho, en pocas palabras, cuál es la función del espíritu humano, pero se requiere más.

La función del espíritu humano

El factor predominante es que Dios es Espíritu (Jn. 4:24). A lo cual siguen ciertas cosas: «Linaje suyo somos» (Hch. 17:28-29); él es «el Padre de nuestros espíritus» (Hb. 12:9).

Es una ley invariable que «lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es» (Jn. 3:6). Luego, el hombre es linaje o descendencia de Dios solamente en su espíritu. La paternidad presupone descendencia; pues no hay paternidad sin descendencia. Dios es Espíritu. Dios también es Padre. La ley invariable de la descendencia demanda un progenitor espiritual para un linaje espiritual. Pero, como Padre –diferente de Creador– Dios es solamente el Padre de nuestros espíritus.

Dios no es un alma. Esto se verá con más detalle cuando tratemos las funciones del alma. Por tanto, Dios no es el Padre de nuestras almas. Dios no es un cuerpo. Por consiguiente, nuestros cuerpos no fueron engendrados por Dios, sino creados. La Palabra de Dios es clara y enfática al afirmar que sólo el espíritu puede conocer al espíritu (1 Co. 2:9-11). Esta es la razón por la cual los discípulos de Cristo no lo conocieron en una forma viviente y verdadera hasta que algo sucedió en ellos, y el Espíritu Santo se unió a sí mismo con sus espíritus. Y siempre ocurre así.

Sólo el espíritu puede adorar en Espíritu (Jn. 4:23-24; Fl. 3:3). En la Escritura anterior las palabras «verdadero» y «verdad» poseen una marcada distinción. Si el alma es –como los sicólogos enseñan– el reino de la razón, la voluntad y las emociones, con seguridad los adoradores de entre los judíos y los samaritanos no carecían de ellas. ¿Sería suficientemente justo decir que aquello fue tan mecánico y sin sentido como para no tener ni siquiera un sentimiento o siquiera un sentido animal consigo? Pero, concedidos todos los sentimientos, razón y voluntad posibles, ello aún sería algo enteramente distinto de lo que Cristo quiso decir por «verdadero». ¡Porque el alma es alma y el espíritu es espíritu todavía! Sólo el espíritu puede servir al Espíritu (Ro. 1:9; 7:9; 12:11). Sólo el espíritu puede recibir la revelación de Dios, que es Espíritu (Ap. 1:10; 1 Co. 2:10). Deberemos retornar sobre esto más tarde. Pero ahora necesitamos comprender que Dios determinó tener todos sus tratos con el hombre, y cumplir todo su propósito por medio del hombre, a través de aquello que en el hombre está de acuerdo con su propia semejanza, esto es, su espíritu. Pero este espíritu, para servir a las intenciones divinas, debe mantenerse en una unión viviente con Dios mismo, y en ningún momento infringir las leyes de su divina unión, cruzando hacia el otro lado para tomar consejo o ser influenciado por su propia alma o vida autoconsciente –su razón, deseo o voluntad– como algo independiente.

Esto va al corazón de la tentación de Nuestro Señor, como también al de la tentación de Adán. Cuando esto ocurrió en el caso de Adán, entró la muerte; y la naturaleza de la muerte, en el significado escritural de la palabra, es la cesación de la unión del espíritu con Dios. Esto no quiere decir que el hombre no tuvo más un espíritu, pero sí que el dominio del espíritu se rindió al alma. Esto está confirmado por toda la enseñanza del Nuevo Testamento sobre el hombre espiritual, con 1ª de Corintios 2:11-16 como ejemplo.

Naturaleza de la tentación adámica

Quisiéramos expresar brevemente lo que está en el corazón de la tentación. El hombre poseía una unión con Dios en espíritu, pero a condición de mantener todas las cosas relacionadas con Dios y en dependencia de Dios. Su conocimiento y su poder debían ser esencialmente espirituales, mientras que el absoluto gobierno y señorío de su vida debían descansar en Dios. Esto se hacía posible por medio del órgano del espíritu y su función de mantener con Dios una relación espiritual.

La tentación estaba en la posibilidad de tener todo en sí mismo. Esto, se sugiere, era posible pues el hombre podía ser una criatura autogobernada, autosuficiente, dueña de sí misma e independiente. Para alcanzar ese fin era inútil apelar al espíritu del hombre, porque esto precisamente implicaba que el asunto sería referido a Dios. Así que, el órgano de la auto conciencia debía ser abordado. La razón, el deseo y la voluntad –las facultades del alma– fueron asaltadas. En lugar de permitir que su espíritu introdujera a Dios en el asunto, el hombre actuó independientemente, con las más terribles consecuencias que se puedan imaginar.

En primer lugar, Dios fue puesto a un lado en su absoluto gobierno y señorío sobre el hombre, y su lugar fue entregado a Satanás, como uno a quien se debía prestar más atención que a Dios. Esto es lo que Satanás deseaba sobre todas las cosas, ser «el dios de este siglo».

Luego, el espíritu del hombre, habiendo sido violado tan seriamente, dejó de ser el vínculo entre el hombre y Dios. La comunión con Dios, que es siempre espiritual, fue destruida, y el espíritu se subyugó bajo la sujeción del alma humana. En todo lo que concierne al hombre, éste murió para Dios. «…muertos en… delitos y pecados» (Ef. 2:1). Por consiguiente, el alma vino a dominar al espíritu.

Entonces, otra vez –como si todo esto no fuera ya suficientemente malo– en un acto de fornicación espiritual, este espíritu nupcial que debía ser desposado con Dios, fue usado por el hombre para permitir la entrada de elementos satánicos, los cuales son algo adicional y añadido al alma, pero –desde la caída– tan parte de ella, que Dios los considera como una sola cosa con el hombre no regenerado. Esto es lo que quiere decir el término «carnal» en el Nuevo Testamento. Así, podemos ver que el hombre se ha convertido en una especie enteramente distinta de la que Dios deseaba. La diferencia principal está en que él es ahora, de manera prominente, un hombre-alma antes que un hombre-espíritu.

No se requiere mucha inteligencia para ver cómo la totalidad de esta creación es ahora un orden del alma. La totalidad del sistema que está en marcha en este mundo es de carácter psicológico. Todo está basado en el deseo, las emociones, los sentimientos, los razonamientos, los argumentos, la voluntad, la elección y la determinación personal. ¡Qué amplio es el campo sostenido por las distintas formas de actividad del alma! En una dirección tenemos el temor, la pena, la compasión, la curiosidad, el orgullo, el placer, la admiración, la vergüenza, la sorpresa, el amor, el remordimiento, la excitación, etc.; en otra dirección, la imaginación, la timidez, la fantasía, la duda, la introspección, la superstición, el análisis, los razonamientos, las investigaciones, etc.; en una tercera dirección, el deseo de tener posesiones, el conocimiento, el poder, la influencia, la posición, la alabanza, la sociedad, la libertad, etc.; y, aún en otra dirección, la determinación, la seguridad, el coraje, la independencia, la resistencia, el impulso, el capricho, la indecisión, la obstinación, etc. No estamos diciendo que todo esto está equivocado. Pero que, en estas cosas, las cuales son todas formas de vida del alma, podemos ver que vivimos en un mundo que es casi enteramente un mundo del alma.

Pero no nos detendremos aquí. Piense en cuánto de esto tiene lugar en la vida y el servicio cristiano: Desde el primer paso en relación con el evangelio, y a través de todo el curso de la actividad cristiana. Aquí es donde pedimos paciencia en la prosecución de nuestro tema, tras hacer la tremenda afirmación de que todo esto –la suma total de los razonamientos, los sentimientos y la voluntad humana– pudiera ser colocado a cuenta de la salvación, ya sea a nuestro favor o el de otros, y ser todavía algo completamente infructífero, y que «no cuenta» en realidad para nada.

Una gran cantidad de gente ha llegado a considerarse a sí misma, e incluso a ser considerada por otros, como cristiana debido a una decisión o a un paso tomado bajo el impacto de un argumento, un razonamiento, o a una apelación a la mente, o a las emociones. Del mismo modo, las grandes reuniones misioneras, con toda su atmósfera, sus relatos y sus llamamientos, han llevado a muchos a creer que tienen un llamado de Dios para el servicio. Pero el tiempo ha probado, en la gran mayoría de los casos, que esto no había nacido del Espíritu, sino del esfuerzo del alma humana. No estamos diciendo que Dios nunca se manifiesta, o usa su Palabra en tales ocasiones, pero tenemos que explicar hechos trágicos y corregir falacias populares.

El alma del hombre es compleja y peligrosa, y también capaz de cosas extraordinarias. Ella, tal como veremos, pude extraviarnos por completo y tendernos muchas trampas. El hombre es ahora una criatura desequilibrada y desordenada. Y debemos recordar que la creación, incluyendo al hombre, ha sido deliberadamente sujeta a vanidad por causa de ese desequilibrio. Es decir, se ha vuelto incapaz de realizar el destino deseado originalmente, o de llegar a una plena fructificación. Porque, para el hombre no regenerado, la vida es en verdad una burla, pues nunca puede alcanzar el objetivo deseado. Esta es la respuesta de Dios a su intento por poseer todo en sí mismo, con total independencia (Ro. 8:19-23).

Hay ciertas interrogantes que se levantarán a partir de lo que hemos estado diciendo. Una de ellas tendrá que ver con el lugar donde se verificó la caída de Adán durante su período de prueba. Otra, se ocupará de la fórmula creativa. Una tercera, con el lugar correcto del alma. Y una cuarta, se levantará en conexión con la psicología más actual. Consideremos esto.

La prueba de Adán

Es importante comprender que, aún cuando fue creado inocente y sin pecado, Adán no era tan perfecto como Dios deseaba que fuera. Algo debía serle agregado si es que iba a lograr todo lo que Dios quería en cuanto a su naturaleza y destino. El vínculo con Dios por medio de su espíritu incluía una potencialidad o posibilidad, no una unidad final y absoluta. Así pues, él tenía que obedecer a Dios a lo largo de una línea de mandamientos u órdenes, antes en una posición de siervo que de hijo; si se nos permite usar la distinción neotestamentaria entre un «niño» y un «hijo», para expresar la diferencia entre uno que ha nacido y uno que ha llegado a la madurez. Aquello que, en el caso de Adán, habría provocado el gran avance desde la posición inicial, de la niñez a la madurez filial, de un gobierno exterior hacia uno interior, y de lo incompleto a lo completo, era la vida eterna por medio de la obediencia de la fe.

Por tanto, en este punto el completo significado del árbol de la vida toma su lugar. Este árbol era un tipo de Dios manifestado en Cristo, como la vida por cuyo único intermedio se alcanza el destino deseado: compartir la vida y la naturaleza divinas. Por causa de su incredulidad y desobediencia, Adán no obtuvo la vida eterna; y en consecuencia, esa vida está reservada para todos los que creen en el Señor Jesucristo, y están de este modo en Cristo, y tienen a Cristo también ellos. «Cristo en vosotros, la esperanza de gloria» (Col. 1:27). En la vida eterna se encuentra todo el secreto del propósito eterno de Dios en y a través del hombre.

Luego, se debe tener en mente que la vida eterna es un don. La razón principal para decir esto es contrarrestar otro error. Hay dos interpretaciones del nuevo nacimiento, una verdadera, y la otra, una hermosa mentira que dis-torsiona la verdad. Esta última interpretación pretende que la vida espiritual es una especie de renacimiento, un reavivamiento interior suscitado por el concurso de ciertas fuerzas místicas que revolotean alrededor del alma y la reaniman de su letargo, tal como el sol de primavera despierta la semillas dormidas, reactivando fuerzas previamente existentes aunque adormecidas: la elevación de lo que ya se posee hacia un plano más alto, y el consiguiente desbordamiento de dimensiones desconocidas e inanimadas hasta ese momento, habitadas por fuerzas y funciones que de inmediato liberan y vinculan la conciencia interior y el servicio exterior. La otra, y verdadera interpretación, es que el nuevo nacimiento es la recepción de una vida enteramente nueva y diferente, que requiere ser generada desde arriba por un acto de fecundación divina: una fundación nueva y original, que nunca antes ha sido vista en nuestra vida humana, y que permanece como una clase de vida completamente diferente, no poseída por naturaleza sino obtenida por un acto único y milagroso de generación, al igual que Cristo en María.

Puesto que cada error incluye algún elemento de verdad, algo así como un zarpazo para atrapar su presa, también el error que ha sido mencionado obtiene su presa gracias al fracaso en discriminar entre tres cosas: la primera, el alma; la segunda, el espíritu; y la tercera, la vida eterna. La vida eterna levanta al espíritu de la muerte y energiza el alma. Pero, ni el alma, ni el espíritu son de alguna utilidad en relación con Dios –hasta donde está implicado el destino que Dios desea para el hombre– aparte de aquella clase enteramente distinta de vida que es la vida eterna. Esta vida es el mismo Dios en Cristo, por medio del Espíritu Santo. El Espíritu Santo es «el Espíritu de Vida» (Ro. 8:2), y la vida divina, incluso cuando ha venido a morar en el creyente, permanece aún retenida en su divina persona. «Dios nos ha dado vida eterna, y esta vida está en su Hijo» (1 Jn. 5:11). La presencia de Dios en el creyente o en la iglesia se expresa por medio de la vida. A fin de que Adán no pudiera actuar con el objetivo de tener vida aparte de Dios, el árbol de la vida fue deliberadamente protegido y escondido de él. El simbolismo es claro. Se trata de algo tan distinto del hombre –tan divino– que sólo puede ser poseído por medio de la unión en espíritu con Dios.

Todo esto recoge en sí una gran parte de la verdad neotestamentaria con respecto a la vida, tentación, muerte y resurrección representativas de Cristo, y también lo concerniente a la naturaleza del nuevo nacimiento y la vida del creyente.

Ha sido observado que la inocencia de Adán era algo negativo. Esto puede ser verdad también con relación a su falta de pecado. Y pudiera, en un sentido, arrojar alguna luz sobre el período de prueba del Señor, si bien decimos esto con alguna reserva, pues no quisiéramos hacer de esto una divergencia que luego necesitemos explicar.

La santidad es positiva, y la inocencia de Adán estaba acompañada por una capacidad para la santidad. En el caso del hombre, la santidad es el resultado de la fidelidad bajo la prueba. Este puede ser probado en un estado de inocencia, pero la esencia misma de la prueba está en su capacidad para elegir entre dos cursos, el suyo y el de Dios.

La fe, la obediencia, la lealtad a Dios, el resistir el mal recurriendo a Dios, produce un estado positivo que es algo más que la inocencia, por ejemplo, es más que el hecho de no haber pecado todavía de una manera específica. La facultad que gobierna y regula este proceso es el espíritu. Así que, se trata de la santidad espiritual o la debilidad espiritual. Ambas representan, respectivamente, una relación con Dios y el Espíritu Santo, o con Satanás y los espíritus malignos. Aquí podemos ver cuál fue la prueba y el fracaso de Adán.

La fórmula creativa (Génesis 2:7)

Al emplear la declaración relativa a la constitución del hombre en Génesis 2:7, quisiéramos recordar lo que se ha dicho sobre el carácter progresivo de la revelación. Porque aquí tenemos un ejemplo preciso de cosas que están aún en su forma germinal en su primera referencia bíblica, y que necesitan el reflejo de una luz más plena y ulterior. No queremos decir que este pasaje contiene una aseveración positiva, sino más bien una implicación. Más adelante, las Escrituras confirmarán dicha implicación. Se debe notar que no estamos tratando con el relato sobre el hombre de Génesis 1:26, que describe más bien la intención divina, y no la situación real. Esto es, su lugar y oficio antes que su ser. Aquí está Génesis 2:7: «Y el Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz el aliento de vidas2; y el hombre llegó a ser un alma viviente».

En la superficie, la declaración parece contradecir todo lo que estamos diciendo, y dar soporte al argumento de que el hombre es dual o bipartito.

Si pasamos hasta la cita exacta que Pablo hace de este pasaje en 1ª de Corintios 15:45, encontramos que se la usa para describir la diferencia entre el primer Adán y el último Adán. El primero fue hecho un «alma viviente», el postrero, un «espíritu que da vida». Esto nos ayudará. Pero, primero, notemos la síntesis, donde hay tres elementos:  1) El elemento material: «el polvo de la tierra». 2) El factor formativo: «el aliento de vidas». 3) El asunto final: «el hombre llegó a ser un alma viviente».

No necesitamos discutir lo primero. La mayoría de la gente acepta el lado material del ser humano. «Adán», del hebreo adama, significa «de la tierra» (también incluye un aspecto del color: tierra roja).

El segundo punto nos trae inmediatamente a nuestro tema presente. Aquí tenemos dos lados o aspectos:  a) «El Señor Dios» – Aquel que realiza.  b) «El aliento de vidas» – el medio que utiliza.

Creación y emanación no deben ser confundidas. Cuando se enfoca la parte animal, no se dice nada que pudiera dar soporte a la idea de que existe una unidad de naturaleza entre lo creado y el Creador. Pero, cuando consideramos la parte del ser humano donde éste es la imagen y la semejanza de Dios, encontramos una naturaleza más alta, que ha sido comunicada antes que creada. El método es diferente. El espíritu del hombre no es fruto de un acto de creación, sino más bien de un acto de procreación. Este aliento de vidas no es el alma del hombre, sino su espíritu. Más adelante veremos que no es meramente un abstracto elemento animativo lo que marca la diferencia entre el hombre, en cuanto organismo viviente, y la materia inanimada; sino algo que, habiendo salido de Dios, es un órgano o facultad, como también una función. A partir de la enseñanza general de la Escritura, podemos concluir que fue el Espíritu Santo, el Espíritu de Vida, quien sopló en el hombre, y por medio de ese soplo no sólo lo hizo un ser viviente (es decir, puso la vida psico-física del alma-cuerpo dentro de él), sino que formó el vínculo con Dios, con miras a su propósito último.

En Zacarías 12:1, tenemos la frase: «…el Señor, que forma el espíritu del hombre dentro de él». La palabra forma corresponde a la palabra hebrea yatsar, que significa «moldear algo hacia adentro de una forma». Dios formó el cuerpo del hombre del polvo de la tierra. Él formó también el espíritu del hombre dentro de él (tuvo que haber habido un «él» allí primero). Junto a esto deben ir las palabras de Hebreos 12:9, «el Padre de nuestros espíritus». Es aquí donde nos convertimos en linaje de Dios.

Debemos recordar que el pneuma o espíritu, está investido con los poderes de una entidad definida e independiente. Observemos los siguientes ejemplos: «Conociendo Jesús en su espíritu» (Mr .2:8). «Y gimiendo en su espíritu» (Mr. 8:12). «Mi espíritu se ha regocijado» (Lc. 1:47). «Jesús se regocijó en espíritu» (Lc. 10:21). «…adorarán al Padre en espíritu» (Jn. 4:23). «Él se estremeció en espíritu y se conmovió» (Jn. 11:33). «…se conmovió en espíritu» (Jn. 13:21). «…su espíritu se enardecía» (Hch. 17:16). «A quién sirvo en mi espíritu» (Ro. 1:9). «Servimos en la novedad del espíritu» (Ro. 7:6, LBLA). «El espíritu del hombre que está en él» (1Co. 2:11). «…ausente en cuerpo, pero presente en espíritu» (1Co. 5:3). «…para que el espíritu sea salvo en el día del Señor» (1Co. 5:5). «…mi espíritu ora, pero mi entendimiento queda sin fruto» (1Co. 14:14). «…oraré con el espíritu» (1Co. 14:15). «Los espíritus de los profetas están sujetos a los profetas» (1Co. 14:32). «…los espíritus de los justos hechos perfectos» (Hb. 12:23).

Hay quienes argumentan que el espíritu, o pneuma, es sólo la vida del alma, y el cuerpo, el factor animativo. Estamos concientes de que «aliento», «viento», etc., son a veces usos de la misma palabra hebrea original que «espíritu», pero referidos al «alma». En estos casos su empleo se refiere al poder y la acción invisible que se quiere representar por su intermedio. Nadie reemplazaría por «viento» o «aliento» ninguno de los usos citados en los textos de más arriba en referencia al «espíritu». Sería, en el acto, algo absurdo y sin sentido.

La relación entre el alma y el cuerpo es algo que está más allá de nuestra capacidad de explicación. La Biblia hace muchas aseveraciones definidas sobre el asunto, pero nunca las explica.

Por ejemplo, alma y vida son a menudo términos intercambiables, y se dice reiteradamente que ambas están en la sangre. «La vida está en la sangre… la sangre… es… la vida, en consecuencia» (Lv. 17:11, 14). La ciencia no nos ha ayudado en absoluto a entender esto, pero, de seguro, el hecho es irrefutable. Una cosa está establecida: mientras que las propiedades y cualidades de la vida están en la sangre, después de un tiempo determinado ellas cesan de estar allí, aunque la sangre quede aún retenida en el cuerpo. Pero, cuando venimos al alma y al espíritu, no sólo encontramos dos palabras usadas de un modo claro y distintivo, sino que ambos se nos muestran como capaces de ser separados sin perecer o morir, ya que cada uno está investido con sus propias responsabilidades, facultades y destino.

Se puede inferir que, cuando menos, como la médula espinal es más profunda que las vértebras, el espíritu es más interior que el alma (Hb. 4:12). Y, tal como es más fácil alcanzar el hueso a través de la carne o el cuerpo, así es más fácil alcanzar el alma a través del cuerpo, que alcanzar el espíritu a través del alma. Mucho del alma ha de ser perforado y partido antes de que el espíritu pueda ser alcanzado y contactado. En otras palabras, los sentidos físicos son un camino fácil de transitar para el alma; pero, se requiere la poderosa energía del Espíritu de Dios para llegar hasta el espíritu. Pero note usted, la diferencia entre el alma y el espíritu sólo se manifiesta cuando la Palabra de Dios es introducida por el poder y la energía del Espíritu Santo.

Pero, toquemos definitivamente el punto tres –«el hombre llegó a ser un alma viviente»–. Primero, lo animal siendo tomado del polvo; luego, la vida espiritual por medio del soplo de Dios; y luego, la mención del alma. ¿Qué llegó a ser el hombre? «Un alma viviente». ¿Eso era todo? Si eso era todo, ¿qué hay con el cuerpo? Pero, esta «alma viviente» tiene un cuerpo. ¿Es eso todo? ¡No! Esta alma viviente con un cuerpo, tiene un espíritu. La frase «alma viviente» coloca la naturaleza del alma humana tanto en primer lugar, como a medio camino entre la materia y el espíritu; «poco menor que los ángeles» (puramente espíritus), más elevada que las bestias. Dijimos que la cita de 1 Corintios 15:45 nos ayudaría. Y lo hace en dos formas. El «primer Adán fue hecho alma viviente». Las expresión original para las últimas cuatro palabras es egeneto EIS psiquen zoosan. El eis es interesante. Está en caso locativo, e implica que el alma es el lugar de encuentro entre dos naturalezas opuestas, el cuerpo y el espíritu. Las cláusulas añadidas en la sentencia de Pablo fortalecen la conclusión y dejan claro que en el primer Adán el alma es la estación terminal del cuerpo y el espíritu. La sentencia nos ayuda en una segunda manera, al mostrarnos que en el último Adán el espíritu es la estación terminal, o factor dominante. De este modo, el alma es el nexo entre las naturalezas más baja y más alta. No meramente la diferencia entre la dimensión física y metafísica; vale decir, el ego.

Nada de lo dicho en este libro tiene como intención inferir que el alma, como tal, es una cosa mala. Vale decir, que es malo para el hombre tener un alma, y que en consecuencia, tiene que ser destruida. Lo que estamos diciendo es que el alma humana ha sido envenenada con intereses auto referentes, y se ha convertido en aliada de los poderes que se oponen a Dios. Esto no se sabe, y tampoco se imagina, hasta que un verdadero despertar ha tomado lugar en el espíritu. Por consiguiente, es equivocado vivir totalmente o preponderantemente en el lado del alma de nuestro ser actual. La gente verdaderamente espiritual encontrará su principal enemigo en su propia alma, y Dios también encuentra su principal enemigo en el alma del hombre. Cuando el espíritu es renovado, y Cristo habita y reina interiormente –en otras palabras, cuando estamos «llenos del Espíritu»– entonces el alma puede servir al Señor como un criado del espíritu, en un servicio útil pero controlado.

Entonces, el hombre despierto –por decirlo así, «un alma viviente»– tiene una triple conciencia: la conciencia –o sentido– del mundo por medio de su cuerpo psico-físico; la conciencia de sí mismo en su alma; y la conciencia de Dios por medio de su… ¿qué? ¿Llega el hombre al conocimiento de Dios como una persona, una persona viviente, por medio de su razón, sentimientos y voluntad? La Palabra de Dios lo niega, y en lo que se refiere a la unión viviente con Dios como experiencia, la historia del hombre también lo niega. «¿Descubrirás tú los secretos de Dios?» (Job 11:7). La filosofía da una respuesta positiva, a pesar de que es la cosa más mortal para la fe. Pues la filosofía es una intensa actividad del alma, especialmente en el lado del razonamiento. Muchísimas personas han perdido una experiencia cristiana verdadera y vital al ocuparse de los asuntos de la filosofía. Después de que Dios había soplado dentro del hombre ya modelado, algo más que el cuerpo y el alma estaba allí. Y era eso lo que determinaba todas las cosas en relación con el propósito de Dios para el hombre. El alma era el lugar de encuentro entre el cuerpo y el espíritu. Deje que el alma se rinda al cuerpo y todo estará perdido. Déjela rendirse al espíritu y todo estará bien.

Para resumir. El hombre llegó a ser un alma viviente, con un cuerpo y un espíritu. Al mantenerse a sí mismo –el ego– en favor del cuerpo y no del espíritu, se convirtió en un alma pecadora. Se trata de algo que él es, no de algo que está en él.

El hombre tiene que ser salvado de sí mismo. Esto se lleva a cabo de dos formas. La muerte de Cristo, en su carácter representativo, es una poderosa realidad que ha ser introducida en el hombre «natural», para que, a través de una crisis y un proceso, el poder de esa muerte se establezca en el alma conciente del hombre. Este llega a estar conciente de que le está prohibido vivir o moverse sobre la base de la vida del yo o ego. Por otra parte, la resurrección de Cristo es también un inmenso poder en el espíritu humano; y, gracias a su introducción a través del Espíritu Santo en el ser interior del hombre, este es hecho un hombre espiritual, en oposición al meramente natural. En adelante, su posición es descrita con más exactitud por el apóstol Pablo de la manera siguiente: «Yo (el hombre natural) he sido crucificado con Cristo; y ya no soy yo él que vivo, mas Cristo vive en mi. Y esto (la vida) que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe que es del Hijo de Dios, quién me amó y se entregó a sí mismo por (en lugar de) mí» (Gál. 2:20).

Esto es lo que Cristo quiso decir cuando, en una verdad aún sin desarrollar, declaró: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame» (Lc. 9:23).

Tomado de «¿Qué es el Hombre?».