Por su testimonio cristiano, John había sido sentenciado a trece años de prisión en su país. Después de unos diez años él cometió un delito menor y fue enviado a un bloque de aislamiento. Aquí reinaba el silencio y una soledad absoluta.

John se deprimió tanto que un día, sintiéndose a punto de morir, clamó al Señor. ¿Qué sentido tenía vivir de aquella forma? Diez años de sufrimiento en el bloque general, ¡y ahora esto! Sentía (¿y quién podría culparlo?) que aquello era más de lo que él podría resistir. Pero después de un rato recapacitó y, sintiéndose completamente avergonzado de su poca fe, empezó a cantar muy suavemente el himno: «Cuenta tus bendiciones».

«Cuando, en las olas de la vida, la tempestad te envuelve,
cuando te descorazonas, pensando que todo está perdido,
cuenta tus muchas bendiciones, nómbralas una por una,
y te sorprenderá lo que el Señor ha hecho».

Mientras cantaba quietamente, podía oír al preso de la celda contigua caminando de un lado a otro. De pronto John no pudo contenerse por más tiempo y prorrumpió a cantar con fuerza, dándose cuenta subconscientemente de que los guardias vendrían y lo castigarían. ¿Quién sabe? ¡Quizás podrían golpearlo hasta matarlo! ¡Tal vez ésta era la forma en que Dios iba a contestar su oración! Mientras estos pensamientos pasaban por su mente, su cerebro también percibió que los pasos del otro reo se habían detenido.

«¿Estás siempre oprimido con una fuerte carga?
¿Te parece pesada la cruz que eres llamado a llevar?
Cuenta tus muchas bendiciones, cada duda volará,
y seguirás cantando mientras pasan los días».

John siguió entonando los versos del himno con mayor fuerza, volviéndose más seguro con cada coro, y escuchando con una oreja el tintinear de las llaves del carcelero y sus pasos airados. En cualquier momento él esperaba que se abriera la puerta y empezara la paliza con la pesada porra.

«Así, en medio del conflicto, sea grande o pequeño,
no te desanimes, Dios está por sobre todos;
cuenta tus muchas bendiciones, los ángeles te asistirán,
ayuda y consuelo tendrás al final de tu jornada».

¡Pero nada sucedió! ¡Ningún guardia vino! Todo estaba en silencio, salvo el sonido de un golpe en el piso de la celda vecina. ‘Ese pobre tipo debe haberse desplomado’, pensó John. Quizás se había muerto.

Pasaron las semanas, y John, habiendo cumplido su tiempo de encierro solitario, fue devuelto al edificio de la prisión general. Allí por lo menos tenía compañía, y la dieta era un poco mejor que el agua y el pan rancio que le habían mantenido vivo durante los últimos tres meses.

Una tarde, mientras descansaba después del trabajo del día, sintiéndose muy agradecido de Dios por haberle conservado la vida, empezó a tararear «Cuenta tus bendiciones». A poco de empezar su canto, John sintió una mano sobre su hombro y volviéndose, vio a otro preso que estaba de pie allí.

– Oye –le dijo el hombre–, ¿estabas tú en la celda número tanto en el bloque de aislamiento, en tal fecha?

– Sí –contestó John.

– Yo te escuché –dijo el hombre con creciente excitación–. ¡Yo te oí! Tú cantaste esa melodía y esas palabras. Yo iba a matarme, había hecho una soga con mi ropa interior y la había colgado del techo. Poco antes de que tú cantaras, detuve mi paseo en la celda, subí a la silla y puse mi cabeza en el lazo. Entonces tú empezaste a cantar. Lo hiciste más y más alto, y las palabras pasaron más fuertes. Yo esperaba que los guardias vinieran a callarte. Entonces decidí que si había alguien en la prisión que pudiera cantar tan intrépidamente sobre un Dios que cuidaba, la vida valía la pena. Saqué mi cabeza del lazo y me dejé caer al suelo. Ahora, háblame sobre este Dios y esta fe que tú tienes, porque yo también quiero compartirla.

Conmovido, John le habló al hombre sobre el amor de Dios y la salvación ofrecida a través de Jesucristo, y allí y entonces, él lo condujo al Salvador. Ahora estos dos hombres están en libertad juntos y ambos son diáconos en una de las iglesias detrás de la Cortina de Hierro.

Toward the Mark, Mayo-Junio 1977.