¡El cordón se rompió de nuevo! El joven Joe Evans miró el trozo que estaba en su mano y lo que quedaba de él en el zapato, y oró en silencio: «Señor, tú ves que necesito cordones nuevos». Fue lo único que dijo, y era verdad. Los cordones ya se habían roto muchas veces, y él los había vuelto a anudar para usarlos al máximo. Ahora ya no tenían arreglo.

Pero ¿es que Joe no tenía dinero para comprar cordones nuevos? La respuesta es: «No». En obediencia a quien recibiera como su Salvador en 1904, Joe abandonó su empleo secular y fue a los Estados Unidos. Persuadido de que Dios lo llamaba para su servicio, se fue a preparar en una Escuela Bíblica. Ahora había iniciado su ministerio en la ciudad de Boston.

Eran días de prueba para él. Pronto aprendió el sentido de las palabras de Pablo: «Sé vivir humildemente, y sé tener abundancia; en todo y por todo estoy enseñado, así para estar saciado como para tener hambre» (Fil. 4:12). Joe estaba aprendiendo lo que era pasar hambre para confiar enteramente en Aquel que había multiplicado cinco panes y dos peces para alimentar una multitud. Estaba pasando necesidad para conocer al Dios fiel que prometiera: «Mi Dios, pues, suplirá todo lo que os falta conforme a sus riquezas en gloria en Cristo Jesús» (Fil. 4:19).

¿Es que debemos orar por algo tan insignificante como un par de cordones? Creo que sí, pues el principio de la fe no tiene que ver con la cantidad, sino con la cualidad. El Señor Jesús enseñó que si tuviésemos fe como un grano de mostaza, veríamos suceder grandes cosas. Él no cita el grano de mostaza para llamar la atención sobre su tamaño diminuto, sino sobre la vida que existe en él. La semilla contiene un potencial de vida – representa una fe viva. Si hubiese querido enfatizar sólo su tamaño, pudo haber comparado la fe con un grano de arena.

Joe Evans continuó realizando la obra de Dios, usando sus cordones viejos, tranquilo por haber presentado su necesidad al Altísimo.

Días después, recibió una carta de un amigo de California. En ella venían dos cosas: un par de cordones y un papel en el que justificaba su envío. Le decía: «No sé por qué, pero estoy sintiendo que debo enviar estos cordones en la carta para ti. ¡Pienso que es sumamente ridículo!».

¿Ridículo? De ninguna manera. El Espíritu Santo, atendiendo a la petición de su siervo en Boston, había encontrado alguien al otro lado del país que oyera su voz y fuera suficientemente humilde para obedecer.

Con experiencias de ese tipo, Joe Evans aprendió a orar y confiar. Como él mismo acostumbraba a decir: «Si no confiamos en Dios, no sirve de nada orar. Orar es pedir, es presentar nuestras peticiones al Señor. Nuestra parte es confiar en que él nos oyó y que responderá en el momento exacto, y a su manera. ¡Tenemos que orar y creer!».

Tomado de O Maior privilégio da Vida, DeVern Fromke.